Pero no quiero insistir más en el tema. No pretendo defender a los zoológicos. Como si los cierran todos (esperemos que lo que queda de fauna pueda sobrevivir en el mundo natural que todavía no ha sido destrozado). Soy consciente de que los zoológicos ya no están bien vistos. La religión tiene que hacer frente al mismo problema. Los dos están plagados de ciertas ilusiones referentes a la libertad.
El zoológico de Pondicherry ya no existe. Han llenado los fosos y han derribado las jaulas. Ahora lo exploro en el único sitio que conservo para hacerlo: mi memoria.
Con mi nombre no se acaba la historia sobre mi nombre. Si te llamas Paco, nadie te pregunta «¿cómo se escribe?». Si te llamas Piscine Molitor Patel, eso ya es otro cantar.
Algunos creían que me llama P. Singh y que era sikh, y no entendían por qué no llevaba turbante.
Mientras estudiaba en la universidad, fui una vez a Montreal con unos amigos. Una noche me tocó pedir pizzas. La mera idea de tener que aguantar que otro francófono se mofara de mi nombre me abrumaba tanto que cuando el hombre al otro lado del teléfono me dijo: «¿Me dice su nombre?», yo le respondí: «Apunte lo que quiera». Media hora después llegaron dos pizzas a nombre de «Roque Piera».
Es cierto que en la vida conocemos a personas que pueden cambiarnos, a veces de forma tan profunda que nunca volvemos a ser los mismos, ni siquiera en nombre. Piensa en Simón, que se llama Pedro; en Mateo, alias Leví; en Natanael, también llamado Bartolomé; en Judas, no Iscariote, que se hizo llamar Tadeo; en Simeón que adoptó el nombre de Níger; en Saulo que se convirtió en Pablo.
Me encontré con mi soldado romano a los doce años, una mañana en el patio. Acababa de llegar a la escuela. Me vio y un ramalazo de inspiración maléfica iluminó su mente obtusa. Levantó el brazo, me señaló y gritó:
– ¡Mirad! ¡Ya ha llegado Pissing Patel!
En cosa de un segundo, todo el mundo se echó a reír. Las risas se disiparon mientras fuimos desfilando hacia el aula. Entré el último, luciendo mi corona de espinas.
Que los niños sean crueles no es ninguna novedad. Las palabras me llegaban flotando desde el otro lado del patio, sin querer, gratuitas: «¿Has visto a Pissing? Yo también lo estoy». O: «¡Pissing! Ay, perdona. Te he visto tan arrimado a la pared que creí que eras él».
O algo por el estilo. Si lograba no estremecerme, seguía con lo que estaba haciendo, como si no me hubiera enterado. Aunque el sonido desaparecía, el dolor persistía, igual que el olor a meado, incluso horas después de haberse evaporado.
Los profesores también tenían sus lapsus. Era el calor. A medida que pasaban las horas, la clase de geografía, que por la mañana había sido compacta como un oasis, se nos hacía más interminable que el desierto Thar; la clase de historia, tan viva a primera hora del día, se volvía reseca y polvorienta; la clase de matemáticas, tan precisa al principio, se volvía confusa. Debido a la fatiga de la tarde, mientras se secaban la frente y la nuca con un pañuelo, sin intención ni de ofenderme ni de ganarse una risa, hasta los profesores se olvidaban de la promesa fresca y acuática de mi nombre y lo distorsionaban de forma vergonzosa. A través de unas modulaciones casi imperceptibles siempre me llegaba el desliz. Era como si sus lenguas se convirtieran en aurigas arrastrados por caballos salvajes. La primera sílaba les salía sin problemas, Pi, pero al final el calor acababa venciendo y perdían el control de sus corceles que echaban espuma por la boca y se veían incapaces de remontar la segunda sílaba, siin. Ah no, lo que hacían era zambullirse con tesón, pronunciando un perfecto sing, y en el momento siguiente, todo estaba perdido. Levantaba la mano para responder a una pregunta y la recibían con ese: «A ver, Pissing». Los profesores casi nunca se daban cuenta de lo que acababan de llamarme. Después de unos momentos, me miraban cansinamente, sin entender por qué no soltaba la respuesta de una vez. Y a veces mis compañeros, también abatidos por el calor, ni siquiera reaccionaban. Ni una risita, ni una mueca burlona. Pero la afrenta nunca se me escapaba.
Pasé el último curso en el colegio de San José con la misma sensación que Mahoma en La Meca, profeta perseguido, la paz sea con él. Pero igual que él planeó huir a Medina, la Hégira que marcaría el inicio de la era musulmana, yo también planifiqué mi propia huida y el inicio de una nueva era para mí.
Después de San José, fui al Petit Séminaire, la mejor escuela secundaria de habla inglesa en Pondicherry. Ravi llevaba algunos años allí, e igual que todos los hermanos pequeños, me tocó sufrir el intento de seguirle los pasos a un hermano mayor muy popular. Fue el atleta de su generación en el Petit Séminaire, un lanzador temido y un bateador poderoso, el capitán del mejor equipo de criquet de la ciudad, nuestro preciado Kapil Dev. El hecho de que yo supiera nadar no produjo grandes olas, ni mucho menos. Parece ser que la gente que vive al lado del mar no se fía de los nadadores, igual que la gente de montaña no se fía de los alpinistas. Pero mi plan no era vivir eclipsado por nadie, aunque hubiera preferido cualquier nombre antes que «Pissing», aunque fuera «el hermano de Ravi». Tenía una idea mucho más brillante.
La llevé a cabo desde el primer día, desde la primera clase. Estaba rodeado por otros alumnos de San José. La clase empezó como suelen empezar todas las clases nuevas, es decir, con los nombres. Los dijimos en voz alta desde los pupitres, según el orden en que nos habíamos sentado.
– Ganapathy Kumar-dijo Ganapathy Kumar.
– Vipin Nath-dijo Vipin Nath.
– Shamshool Hudha-dijo Shamshool Hudha.
– Peter Dharmaraj-dijo Peter Dharmaraj.
Cada nombre se ganó una cruz en la lista y una mirada breve y mnemotécnica del profesor. Yo tenía los nervios de punta.
– Ajith Giadson-dijo Ajith Giadson, a cuatro pupitres…
– Sampath Saroja-dijo Sampath Saroja, a tres…
– Stanley Kumar
– Stanley Kumar, a dos…
– Sylvester Naveen-dijo Sylvester Naveen, el chico que tenía justo delante.
Me tocaba a mí. Había llegado la hora de deshacerme de Satán. Medina, allá voy.
Me levanté del pupitre y me dirigí rápidamente a la pizarra. Antes de que el profesor pudiera abrir la boca, cogí un trozo de tiza y dije, mientras escribía:
Me llamo Piscine Molitor Patel, conocido por todos como
Subrayé las dos primeras letras de mi nombre de pila.
Pi Patel.
Por si acaso, agregué:
Pi = 3,1416
Luego dibujé un círculo enorme y lo partí con un diámetro, para evocar aquella lección básica de geometría.
Hubo un silencio sepulcral. El profesor tenía los ojos clavados en la pizarra. Yo me estaba aguantando la respiración. Entonces dijo:
– Muy bien, Pi. Siéntate. La próxima vez procura pedir permiso antes de levantarte del pupitre.
– Sí, señor.
Me puso una cruz al lado del nombre y miró al chico siguiente.
– Mansoor Ahamad-dijo Mansoor Ahamad.
Me había salvado.
– Gautham Selvaraj-dijo Gautham Selvaraj.
Podía respirar tranquilo.
– Arun Annaji-dijo Arun Annaji.
Borrón y cuenta nueva.
Repetí el mismo espectáculo con todos los profesores. La repetición es un factor esencial, no sólo para adiestrar a los animales, sino también a los humanos. Entre un chico de nombre corriente y el siguiente, salía disparado a la pizarra y estampaba en ella (en más de una ocasión con un chirrido estrepitoso) los detalles de mi renacimiento. Mis compañeros no tardaron en corear conmigo, un crescendo que acababa en clímax, tras una inhalación brusca mientras subrayaba la nota pertinente, haciendo una interpretación tan conmovedora de mi nuevo nombre que hubiera hecho delicias de cualquier director de coro. Algunos de mis compañeros susurraban con urgencia: «¡Tres! ¡Coma! ¡Catorce! ¡Dieciséis!», mientras yo escribía a toda prisa. Al final partía el círculo con tanto ímpetu que salían volando trocitos de tiza.
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