Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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– Sin hienas ni cebras.

– Sin ellas.

– Sin suricatas ni mangostas.

– No las queremos.

– Sin jirafas ni hipopótamos.

– ¡Nos taparemos los oídos con los dedos!

– O sea que tenía razón. Lo que quieren ustedes es una historia sin animales.

– Queremos una historia sin animales que explique por qué se hundió el Tsimtsum.

– Vamos a ver. Voy a necesitar un momento.

– Por supuesto. Creo que por fin estamos avanzando. Esperemos que se deje de tonterías.

[SILENCIO LARGO]

– Bueno, les voy a contar otra historia.

– Perfecto.

– El buque se hundió. Hizo una especie de eructo gigantesco y metálico. Algunos objetos flotaron hasta la superficie y volvieron a desvanecerse. Me encontré nadando en medio del océano Pacífico. Nadé hacia el bote salvavidas. Fueron las brazadas más duras de mi vida. Tenía la sensación de que no estaba avanzando. Tragué mucha agua salada. Estaba congelado y me estaba quedando sin fuerzas. No hubiese llegado si no fuera porque el cocinero me tiró un salvavidas y me arrastró hacia el bote. Me subí como pude al bote y me desplomé.

«Sobrevivimos cuatro. Mi madre se agarró a unos plátanos y nadó hacia el bote. El cocinero ya estaba a bordo, y el marinero también.

»Se comió las moscas. El cocinero, me refiero. No llevábamos ni un día en el bote salvavidas; la comida y el agua que teníamos nos durarían semanas; no teníamos ninguna razón que nos hiciera sospechar que no nos rescatarían en breve. Pero allí estaba, dando manotazos para coger las moscas y comérselas con glotonería. Enseguida se convirtió en el mismísimo demonio de la gula. Nos insultó, diciéndonos que éramos idiotas e imbéciles por no disfrutar del festín. Nos sentimos ofendidos y asqueados, pero disimulamos. De hecho, fuimos muy educados. Era un desconocido y un extranjero. Mi madre sonrió, negó con la cabeza y levantó una mano para rechazar la oferta. Era un ser repugnante. Un vertedero tendría más criterio que la boca de ese hombre. También se comió la rata. La despedazó y la secó al sol. Yo… bueno, para ser sincero, yo también comí un trocito muy pequeño cuando mi madre no estaba mirando. Tenía tanta hambre. Era un animal, ese hombre, malhumorado e hipócrita.

»E1 marinero era joven. En realidad, era mayor que yo. Debía de tener veintitantos, pero se rompió la pierna cuando saltó al bote salvavidas y el dolor lo convirtió en niño. Era hermoso. No tenía vello facial y tenía el cutis fino y radiante. Y tenía unas facciones muy elegantes: la cara ancha, la nariz chata, los ojos achinados y plisados. Parecía un emperador chino. ¡Sufrió tanto! Fue espantoso. No hablaba ni una palabra que no fuera en chino. Ni siquiera sabía decir «sí», ni «no», ni «hola» ni «gracias». No entendimos nada de lo que nos estaba diciendo. Debió de sentirse muy solo. Cuando lloraba, mi madre le sostenía la cabeza en el regazo y yo le cogía la mano. Fue tan, tan triste. Estaba sufriendo y no pudimos hacer nada.

»Tenía la pierna completamente destrozada. Le salía el hueso de la piel. Estaba gritando de dolor. Se lo encajamos lo mejor que pudimos y nos aseguramos de que comiera y bebiera. Pero se le infectó la pierna y aunque cada día drenamos el pus, empeoró. El pie se le puso negro e hinchado.

»Fue idea del cocinero. Era un animal. Nos dominó. Nos susurró que la infección se extendería y sólo sobreviviría si le cortábamos la pierna. Como tenía el hueso roto a la altura del muslo, lo único que tendríamos que hacer era cortar la carne y ponerle un torniquete. Ese susurro malvado aún resuena en mis oídos. Nos dijo que se encargaría él de la misión de salvarle la vida al marinero, pero que nosotros tendríamos que sujetarlo. La única anestesia sería la sorpresa que se iba a llevar. Nos abalanzamos sobré él. Mi madre y yo le inmovilizamos los brazos mientras el cocinero se sentó encima de su pierna buena. El marinero se retorció y chilló. Respiraba aguadamente. El cocinero maniobró el cuchillo con rapidez. Se le cayó la pierna. Mi madre y yo lo soltamos en seguida y nos apartamos de él. Creíamos que una vez libre, dejaría de forcejear. Creíamos que se quedaría tendido tranquilamente donde estaba. Pero no fue así. Se incorporó al instante. El hecho de no entender los gritos hizo que nos calaran todavía más. Gritó y nosotros lo miramos, petrificados. Había sangre por todas partes. Peor aún fue el contraste entre la actividad frenética del marinero y el reposo sosegado de su pierna en el fondo del bote. Se la quedó mirando como suplicándole que volviera a su sitio. Por fin, se recostó. Entramos en acción. El cocinero cubrió el hueso con un pliegue de piel. Envolvemos el muñón en un trozo de tela y le atamos una cuerda para que dejara de sangrar. Lo tendimos lo más cómodamente posible sobre un colchón hecho de chalecos salvavidas y procuramos abrigarlo con las mantas. Pensé que no serviría de nada. No creía posible que un ser humano pudiera aguantar tanto dolor, tanta carnicería. Pasó toda la tarde y la noche quejándose, con la respiración áspera y entrecortada. Le dieron ataques de delirio agitado. No esperaba encontrarlo vivo a la mañana siguiente.

»Sin embargo, se aferró a la vida. Al alba seguía vivo. Perdió y recobró el conocimiento varias veces. Mi madre le dio agua. Vi la pierna amputada. Me dejó sin habla. Con toda la conmoción, había quedado apartada y olvidada en la oscuridad. Estaba secretando un líquido y parecía más delgada. Cogí un chaleco salvavidas y lo usé como guante. Cogí la pierna.

»- ¿Qué haces?-me preguntó el cocinero.

»-Voy a tirarla al agua-repuse.

»-No seas idiota. Nos servirá de cebo. ¿Para qué crees que se la he cortado, si no?

«Pienso que se arrepintió de aquellas últimas palabras incluso cuando le estaban saliendo de la boca, pues fueron perdiendo intensidad. Se apartó.

»- ¿Que para qué se la ha cortado, si no?-espetó mi madre-. ¿Qué quiere decir exactamente?

»Fingió estar ocupado.

»La voz de mi madre subió de tono:

»- ¿Nos está diciendo que le hemos cortado la pierna a este chico no para salvarle la vida, sino para usarla de cebo?

»E1 animal se quedó callado.

»- ¡Respóndame!-gritó mi madre.

«Levantó la vista como un animal acorralado y la fulminó con la mirada.

»-Se nos están agotando las provisiones-gruñó-. Si no conseguimos más comida, moriremos.

»Mi madre le devolvió la mirada.

»- ¿Qué dice? ¡No se nos está agotando nada! Todavía nos queda mucha agua y muchos paquetes de galletas. Nos arreglaremos como sea hasta que vengan a rescatarnos.

»Agarró el recipiente donde guardábamos las galletas. No pesaba casi nada. Lo sacudió y oyó que sólo quedaban unas pocas migas en el fondo.

»¿Cómo?-exclamó, abriéndolo-. ¿Dónde están las galletas? ¡Si ayer por la noche el recipiente estaba lleno!

»E1 cocinero apartó la vista. Yo también.

»- ¡Es un monstruo!-gritó mi madre-. Si nos estamos quedando sin comida es porque usted se ha atiborrado.

»-Bueno, él también-contestó el cocinero, señalándome con la cabeza.

»Los ojos de mi madre se volvieron hacia mí. Se me cayó el alma a los pies.

»-Piscine, ¿es cierto?

»-Fue por la noche, mamá. Estaba medio dormido y estaba hambriento. Me ofreció una galleta. Me la comí sin pensármelo…

»-Conque una, ¿eh?-dijo el cocinero con desdén.

»Esta vez, la que apartó la vista fue mi madre. La rabia la abandonó. Sin decir nada, fue a atender al marinero.

«Quería que se enfadara. Quería que me castigara. Pero ese silencio, no. Bajo el pretexto de colocar más chalecos salvavidas alrededor del marinero para que estuviera más cómodo, conseguí acercarme a ella. Le susurré:

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