»-Lo siento, mamá. Lo siento.
»Se me llenaron los ojos de lágrimas. Cuando miré hacia ella, vi que a ella también. Pero no me miró. Estaba mirando hacia algún recuerdo suspendido en el aire.
»-Estamos solos, Piscine. Completamente solos-dijo en un tono que aniquiló todas las esperanzas que me quedaban.
»En mi vida me había sentido tan solo como en aquel instante. Ya llevábamos dos semanas en el bote salvavidas y nos estaba afectando. Sabíamos que las posibilidades de que hubieran sobrevivido mi padre y Ravi eran cada vez más escasas.
«Cuando nos volvimos, vimos que el cocinero había cogido la pierna del marinero y que la estaba colgando por encima del agua para acabar de drenarla. Mi madre le tapó los ojos al marinero.
»Murió plácidamente. La vida se le fue escurriendo igual que el líquido de la pierna. El cocinero no tardó en masacrarlo. La pierna no sirvió de cebo. Estaba demasiado podrida y la carne no se quedaba enganchada en el anzuelo. Sencillamente se disolvió en el agua. Ese monstruo no desperdició nada. Lo cortó a pedacitos, incluso la piel y cada centímetro de sus intestinos. Preparó hasta los genitales. Cuando hubo acabado con el torso, pasó a los brazos, los hombros y las piernas. Mi madre y yo nos estremecimos de dolor y horror. Mi madre gritó:
»- ¿Cómo puede hacerlo? ¿Dónde está su humanidad? ¡No tiene vergüenza! ¿Que le ha hecho a usted ese pobre muchacho? ¡Monstruo! ¡Es un monstruo!
»E1 cocinero se limitó a responder con una vulgaridad indescriptible.
»- ¡Por el amor de Dios, al menos tápele la cara!-sollozó mi madre.
»Fue espeluznante ver aquel rostro tan bello, tan noble y sereno, conectado a semejante carnicería. El cocinero se abalanzó sobre la cabeza del marinero y ante nuestros propios ojos, le arrancó la cabellera y la cara. Mi madre y yo vomitamos.
»Cuando hubo terminado, tiró el cadáver mutilado del marinero al agua. Poco después, el bote estaba cubierto de tiras de carne y órganos que el cocinero puso a secar al sol. Retrocedimos estremecidos. Procuramos no mirarlas. Pero el olor persistió.
»La próxima vez que se nos acercó el cocinero, mi madre le dio un guantazo en toda la cara, un guantazo que resonó y quedó suspendido en el aire. Jamás me lo hubiera esperado de mi madre. Pero fue heroico. Fue un acto de indignación y pena y dolor y coraje, propinado en memoria del pobre marinero. Lo hizo para salvar su dignidad.
»Me quedé atónito. El cocinero también. Se quedó allí sin moverse ni hablar. Mi madre se lo quedó mirando. Me acuerdo que él no fue capaz de mirarla a los ojos.
»Nos retiramos a nuestros espacios privados. Yo no me aparté del lado de mi madre. Sentía una mezcla de admiración encandilada y miedo atroz.
»Mi madre lo vigiló. Dos días después lo agarró in fraganti. Trató de ser discreto, pero lo vio llevar la mano a la boca.
»- ¡Lo he visto!-gritó-. ¡Acaba de comerse un trozo! ¡Ha dicho que era para cebo! ¡Es un monstruo! ¡Un animal! ¡Cómo puede hacerlo! ¡Es carne humana! ¡Es de la misma especie que usted!
»Si esperaba que el cocinero sintiera vergüenza, que escupiera el pedazo, que se derrumbara y le pidiera disculpas, estaba muy equivocada. Siguió masticando. De hecho, echó la cabeza hacia atrás e introdujo el resto de la tira en la boca.
»¡Mmm! Tiene gusto a carne de cerdo-masculló.
»Mi madre expresó su asco e ira apartando la vista bruscamente. Comió otra tira.
»-Ya me siento con más fuerzas-dijo, volviéndose para concentrarse en la pesca.
»Cada uno teníamos nuestra punta en el bote salvavidas. Es increíble cómo la voluntad puede construir muros. Pasamos días enteros haciendo como si no estuviera allí.
»Pero no pudimos hacerle caso omiso del todo. Era un animal, pero un animal práctico. Era un manitas y conocía bien el mar. Fue él quien tuvo la idea de construir una balsa para atraer más peces. Aunque sólo hubiéramos sobrevivido unos días, hubiese sido gracias a él. Yo lo ayudé con todo lo que pude. Tenía muy mal genio y no paraba de gritarme e insultarme.
»Mi madre y yo no comimos ningún trozo del cuerpo del marinero, ni un bocado, a pesar de que estábamos muy debilitados. Sin embargo, empezamos a comer lo que el cocinero sacaba del mar. Mi madre, una vegetariana de toda la vida, tuvo que obligarse a comer pescado crudo y carne de tortuga cruda. Le costó mucho. Nunca superó su aversión. Supongo que para mí fue más fácil. Descubrí que el hambre mejora el sabor de lo que sea.
«Cuando a tu vida se le ha concedido el indulto, es imposible no sentir algo de afecto por la persona a quien debes ese indulto. Nos emocionábamos cada vez que el cocinero sacaba una tortuga del agua o pescaba un dorado grande. Nos hacía sonreír y sentíamos una oleada de calor en el pecho que duraba horas. Mi madre y el cocinero llegaron a tratarse con cordialidad e incluso bromearon. Durante algunas de las puestas de sol más espectaculares, la vida casi parecía buena. En esos instantes lo miraba con… sí, con ternura. Con amor. Me imaginaba que éramos buenos amigos. Era un hombre tosco, hasta cuando estaba de buen humor, pero hicimos como si no nos diéramos cuenta, incluso entre nosotros. Dijo que encontraríamos una isla. Ésa era la esperanza que teníamos. Nos agotamos los ojos escudriñando el horizonte en busca de una isla que nunca llegó. Entonces empezó a robar agua y comida.
»E1 océano se elevó como un muro enorme a nuestro alrededor. Creí que nunca íbamos a superarlo.
»La mató. El cocinero mató a mi madre. Estábamos famélicos. Yo estaba muy debilitado y no pude sujetar una tortuga. Por mi culpa la perdimos. Él me pegó. Mi madre le plantó una bofetada y él se la devolvió. Ella me miró y me dijo: «¡vete!», empujándome hacia la balsa. Salté. Estaba convencido de que ella me seguía. Caí al agua y me subí como pude a la balsa. Estaban peleándose. Yo no hice nada, sólo miré. Mi madre estaba luchando contra un hombre adulto, un hombre malvado y musculoso. La cogió de la muñeca y se la retorció. Mi madre chilló y se cayó. Él se tiró encima. Apareció el cuchillo. Lo alzó. Entonces lo bajó. Cuando volvió a levantarlo estaba ensangrentado. Lo alzó y bajó bastantes veces. No la veía. Estaba en el fondo del bote salvavidas. Sólo lo veía a él. Paró. Levantó la vista y me miró. Lanzó algo hacia mí. Un chorro de sangre me azotó la cara. No existe látigo capaz de proporcionarme un azote más doloroso. La cabeza de mi madre me cayó en las manos. La solté. Se hundió entre una nube roja, con la trenza a la zaga como una cola. Los peces se lanzaron sobre ella. Entonces vi una sombra larga y gris que se le cruzó en el camino y la cabeza desapareció. Levanté la vista. No lo veía. Se había escondido en el fondo del bote salvavidas. Apareció cuando tiró el cuerpo de mi madre al agua. Tenía la boca ensangrentada. El agua bullía de peces.
»Pasé el resto del día y la noche en la balsa, mirándolo. No nos dijimos ni una palabra. Podría haber cortado la cuerda de la balsa, pero no lo hizo. Me conservó a su lado, como una conciencia sucia.
»Por la mañana, delante de sus narices, tiré de la cuerda y me subí al bote salvavidas. No tenía fuerzas. Él no dijo nada. Yo también guardé silencio. Pescó una tortuga. Me dio la sangre. La cortó en pedazos y dejó las mejores partes encima del banco del medio. Comí.
«Entonces nos peleamos y lo maté. No tenía ninguna expresión en la cara, ni de desesperación ni de rabia, ni de miedo ni de dolor. Sencillamente, se resignó. Dejó que lo matara, aunque para mí fue una lucha. Sabía que había ido demasiado lejos, incluso según sus propios principios brutales. Había ido demasiado lejos y ya no quería seguir viviendo. Pero nunca dijo «lo siento». ¿Por qué nos aferramos a la malevolencia?
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