Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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Fue el terrible precio de Richard Parker. Me regaló una vida, la mía, a costa de llevarse otra. Arrancó la carne del cuerpo del hombre y le rompió los huesos. El olor a sangre me inundó las narinas. En ese instante, algo murió en mí que jamás ha resucitado.

CAPÍTULO 91

Subí a bordo del bote de mi hermano. Lo exploré con las manos. Me había mentido. Aparte de un poco de carne de tortuga, encontré una cabeza de dorado e incluso unas migas de galletas, todo un capricho. Y además, tenía agua. Lo metí todo en la boca. Luego volví a mi bote y desamarré el suyo.

Las lágrimas que había llorado me habían ido bien. La ventana en el extremo superior del ojo izquierdo volvió a abrirse. Lavé los ojos con agua del mar. Con cada lavado, la ventana se abrió un poco más. En dos días, recuperé la vista.

Lo que vi me hizo desear no haberla recuperado. El cadáver de mi hermano estaba tendido en el fondo del bote, completamente desmembrado. Richard Parker había comido buena parte de su cuerpo y de su cara, de modo que nunca llegué a ver quién era. El torso eviscerado, con las costillas rotas curvadas hacia arriba, estaba tan ensangrentado y destrozado que parecía una miniatura del bote.

Tengo que confesar que cogí uno de los brazos con el pico cangrejo y usé su carne de cebo. También confieso que, empujado por la gravedad de mi escasez y la locura a la que me llevó, comí un poco de su carne. Sólo comí unos cuantos pedazos pequeños, tiras que iba a enganchar al anzuelo del pico. Tras secarlas al sol, tenían el mismo aspecto que la carne de un animal. Los metí en la boca casi sin darme cuenta. Tienes que comprender que mi sufrimiento no me daba tregua y él ya estaba muerto. Paré en cuanto cogí un pez.

Rezo por su alma cada día.

CAPÍTULO 92

Hice un descubrimiento botánico excepcional. Sin embargo, pocos van a creer el episodio que viene ahora. Aun así, quiero contarlo porque forma parte de la historia y porque ocurrió.

Estaba tendido de costado en la lona. Debía de ser la una o las dos de la tarde de un día tranquilo de sol y brisa suave. Había dormido un poco, un sueño diluido durante el que no había descansado ni soñado. Di la vuelta para apoyarme en el otro lado, gastando el mínimo de energía posible. Abrí los ojos.

A poca distancia vi árboles. No reaccioné. Estaba convencido de que era una ilusión y de que desaparecería con unos cuantos parpadeos.

Los árboles no desaparecieron. En realidad, crecieron hasta convertirse en bosque. Formaban parte de una isla baja. Me erguí un poco. Seguía sin dar crédito a mis ojos. Pero me emocionó ver un engaño de tan alta calidad visual. Los árboles eran bellísimos. Jamás había visto algo por el estilo. Tenían la corteza pálida y las ramas perfectamente distribuidas. Las hojas eran abundantes y de un color verde esmeralda tan brillante que en comparación, la vegetación durante los monzones hubiera parecido un color verde aceituna apagado.

Pestañeé con deliberación, creyendo que mis párpados actuarían como leñadores. Pero los árboles se negaron a caerse.

Miré hacia abajo. Lo que vi me satisfizo a la vez que me decepcionó. La isla no tenía tierra. Tampoco es que los árboles hubieran echado raíces en el agua, sino más bien se aguantaban sobre lo que parecía una masa densa de vegetación, del mismo color brillante que las hojas. ¿Dónde se ha visto una isla sin tierra? ¿Con árboles que crecen de la vegetación? Sentí satisfacción porque semejante geología confirmaba lo que yo había creído, es decir, que la isla era una quimera, un engaño de mi mente. Del mismo modo, me sentí decepcionado porque me hubiera encantado encontrar una isla, cualquier isla, por muy extraña que fuera.

Como los árboles seguían sin caerse, yo seguí mirando. El verde, después de tanto azul, me sonó a música celestial. El verde es un color precioso. Es el color del Islam. Es mi color favorito.

La corriente empujó el bote salvavidas hacia la ilusión. La orilla no era precisamente una playa, pues carecía de arena y guijarros e incluso de olas, dado que las que llegaban a la isla desparecían dentro de la porosidad. Desde una cresta a unos cien metros tierra adentro, la isla empezaba a descender hacia el mar y a unos doce metros de la orilla, mar adentro, acababa de repente y desaparecía dentro de las profundidades del océano Pacífico. Tenía que ser la plataforma continental más pequeña del mundo.

Empecé a acostumbrarme a mi delirio mental. Para asegurarme de que perdurara, procuré no someterlo a grandes tensiones y cada vez que el bote salvavidas empujaba suavemente la orilla, no me moví y me limité a seguir soñando. El material de la isla parecía una masa intricada y tupida de algas con forma de tubo de unos dos dedos de diámetro. Qué isla tan extravagante, pensé.

Tras algunos minutos, me acerqué al borde del bote. El manual de supervivencia aconsejaba que estuviera atento al color verde. Bueno, pues esto era verde. De hecho, había llegado al cielo de la clorofila. Un verde que superaba cualquier colorante o luz de neón. Un verde para embriagarse. «En última instancia, los pies son los que mejor evaluarán tierra firme», decía el manual. La isla estaba al alcance de mis pies. Evaluar, y decepcionarme, o no evaluar: ésa era la pregunta.

Decidí evaluarla. Miré a mi alrededor para comprobar que no hubiera tiburones en la costa. No había ninguno. Me di la vuelta para tumbarme boca abajo y bajé una pierna muy lentamente. Metí un pie en el agua. Era fresca y agradable. La isla estaba un poco más abajo, brillando bajo el agua. Extendí la pierna un poco más. Sabía que la burbuja de mi ilusión iba a reventarse en cualquier momento.

Pero no reventó. Hundí el pie en el agua hasta que dio con la resistencia gomosa de una superficie flexible, mas sólida. Apoyé más peso. La ilusión no desaparecía. Descansé todo mi peso en la isla. Seguía sin hundirme. Seguía sin creerlo.

Finalmente, mi nariz fue la que evaluó la isla. Llegó a mi sentido olfativo, abundante y fresco, abrumador: el olor a vegetación. Di un grito ahogado. Tras tantos meses de olores decolorados por el agua salada, el perfume a materia orgánica vegetal me emborrachó. Sólo entonces me lo creí, y lo único que se hundió fue mi mente. Mi proceso mental se desarticuló. Mis piernas empezaron a temblar.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío!-gimoteé.

Me caí al agua.

La combinación de tierra firme y agua fresca me impactó tanto que me dio fuerzas para arrastrarme hacia el interior de la isla. Farfullé unas palabras inconexas de gracias a Dios y me desplomé.

Pero ni así pude quedarme quieto. Estaba demasiado emocionado. Intenté ponerme de pie. La sangre me abandonó la cabeza. La tierra se sacudió con fuerza. De repente me dio un vahído cegador. Creí que iba a desmayarme. Recobré el equilibrio. Sólo me vi capaz de jadear. Logré sentarme.

– ¡Richard Parker!-grité-. ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Estamos salvados!

El olor de la vegetación era increíblemente fuerte. Y el verdor era tan fresco y lenitivo que se me antojó que las fuerzas y el consuelo me estaban inundando el organismo físicamente a través de los ojos.

¿Y estas algas tubulares tan raras y embrolladas? ¿Eran comestibles? Consistían en una especie de algas marinas, pero eran más rígidas que las algas normales. Por el tacto, me imaginé que aparte de ser húmedas, iban a ser crujientes. Tiré de un trozo. Arranqué varios pedazos sin demasiado esfuerzo. En sección, estaban compuestas de dos paredes concéntricas: una pared exterior húmeda, áspera y de color verde esmeralda, y la interior, que separaba la pared exterior del núcleo del alga. La división entre los dos tubos saltaba a la vista: el tubo central era de color blanco mientras que el tubo que lo envolvía era de un color verde que perdía intensidad a medida que se acercaba a la pared interior. La olí. Aparte de un aroma vegetal agradable, tenía un olor neutro. La lamí. El pulso se me aceleró. El exterior de las algas estaba cubierto de agua dulce.

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