Esa tarde, apareció cuando empezó a ponerse el sol. Había vuelto a amarrar el bote salvavidas al remo que había clavado entre las algas. Me encontraba en la proa, asegurándome de que la cuerda estuviera bien atada a la roda. Al principio no lo reconocí. El animal que vi corriendo a galope tendido hacia mí no podía ser el mismo tigre lánguido y desaliñado que se había convertido en mi compañero de infortunios. Pero lo era. Era Richard Parker y venía hacia mí a toda prisa, con una mirada de determinación en los ojos. Por encima de la cabeza bajada, le asomaba ese cuello poderoso. El pelaje y los músculos temblaban con cada paso. Oí la vibración del suelo bajo sus patas.
He leído que hay dos miedos que son imposibles de curar: la reacción de susto cuando oímos un ruido inesperado y el vértigo. Yo quisiera añadir otro más, a saber, el miedo al ver que un asesino notorio viene directa y rápidamente hacia ti.
Cogí el silbato, nervioso. Cuando estaba a apenas ocho metros del bote salvavidas, toqué el silbato con todas mis fuerzas. Un pitido desgarrador partió el aire.
Tuvo el efecto deseado. Richard Parker frenó. Pero era evidente que no quería pararse. Toqué el silbato por segunda vez. Richard Parker se volvió y empezó a dar sal titos muy extraños, como si fuera un ciervo, y a gruñir con ferocidad. Toqué el silbato por tercera vez. Se le pusieron todos los pelos de punta. Tenía las zarpas extendidas y estaba frenético. Temí que el muro defensivo de los silbidos estuviera a punto de derrumbarse y que iba a atacarme.
Sin embargo, Richard Parker hizo algo asombroso: se lanzó al agua. Me quedé boquiabierto. Justamente lo que jamás me hubiera imaginado que haría es precisamente lo que hizo, y con ímpetu y resolución, además. Nadó con tenacidad hasta la popa del bote salvavidas. Estuve a punto de volver a tocar el silbato, pero opté por abrir la tapa de la taquilla y sentarme replegándome al refugio particular de mi territorio.
Subió a la popa, chorreando litros de agua y levantando mi extremo del bote. Durante unos instantes, se mantuvo encima de la regala y el banco de la popa, escrutándome. Sentí desfallecer mis esperanzas. No me veía capaz ni de volver a tocar el silbato. Lo miré con indiferencia. Saltó al fondo del bote y desapareció debajo de la lona. Desde donde estaba sentado, veía parte de su cuerpo a través de los huecos que quedaban a cada lado de la tapa de la taquilla. Me eché encima de la lona, donde él no podía verme, pero donde estaba directamente encima de él. Lo único que deseaba era tener un par de alas para salir volando.
Me calmé. Me obligué a recordar que la situación era exactamente la misma que antes, que llevaba meses viviendo justo encima de un tigre que estaba vivito y coleando.
Conseguí controlar la respiración y me dormí.
Esa noche me desperté y, habiendo vencido el miedo, me asomé por encima de la lona. Richard Parker estaba soñando: estaba temblando y gruñendo. Fuera cual fuera su disgusto, había conseguido despertarme con sus quejidos.
A la mañana siguiente, volvió a desaparecer al otro lado de la cresta.
Decidí que en cuanto estuviera recuperado del todo, iría a explorar la isla. Por lo que veía, era bastante grande. La costa se extendía hacia la derecha y la izquierda describiendo una curva suave, y deduje que la circunferencia de la isla debía de ser considerable. Pasé el día caminando, y cayéndome, entre la orilla y el árbol, tratando de recobrar las fuerzas en las piernas. Cada vez que me caí, me atiborré de algas.
Richard Parker volvió hacia el final del día, un poco más temprano que el día anterior. Lo estaba esperando. Me quedé sentado y no toqué el silbato. Se acercó a la orilla y con un enorme salto, llegó al costado del bote salvavidas. Se metió en su territorio sin entrar en el mío, haciendo que el bote se tambaleara un poco. Su capacidad de recuperación me resultó aterradora.
Por la mañana, dejándole un margen considerable a Richard Parker, salí a explorar la isla. Subí hasta lo alto de la cresta. Llegué sin dificultades, poniendo un pie delante del otro con orgullo, caminando con brío, y bien, con cierta torpeza. Si no me hubiera recuperado del todo, estoy convencido de que me hubieran vuelto a fallar las piernas cuando vi qué había al otro lado de la cresta.
Para empezar por los detalles, vi que la isla entera estaba cubierta de algas, no sólo la orilla. Vi una enorme meseta con un bosque verde en el centro. Alrededor de este bosque había varios centenares de estanques de igual tamaño con algunos árboles distribuidos de modo uniforme entre ellos. La disposición daba la impresión inequívoca de seguir alguna especie de diseño.
Pero lo que se me quedó grabado para siempre en la memoria fueron los suricatas. A primera vista, calculé que debía de haber cientos de miles de estos animalitos. El paisaje estaba atestado de suricatas. Y cuando aparecí yo, todos se volvieron para mirarme, atónitos, como pollos en una granja, y se levantaron sobre sus patas traseras.
Nosotros no habíamos tenido suricatas en el zoológico. Pero había leído acerca de ellos en libros y otras publicaciones. Los suricatas viven en Sudáfrica y son de la familia de las mangostas, es decir, viven en madrigueras y son carnívoros. De adultos, miden unos treinta centímetros y pesan un kilo. Son mamíferos delgados, de constitución parecida a las comadrejas, y tienen el hocico afilado. Tienen los ojos pequeños y plantados en el centro de la cara; las patas cortas, con cuatro garras no retráctiles en cada una, y una cola bastante poblada que mide unos veinte centímetros. Tienen el pelaje entre un color pardo claro y gris con manchas negras o marrones en la espalda. La punta de la cola, las orejas y los círculos característicos alrededor de sus ojos son de color negro. Son animales ágiles y agudos, diurnos y de costumbres sociales. En su hábitat natural (el desierto del Kalahari, en Sudáfrica) se alimentan, entre otras cosas, de escorpiones, siendo inmunes a su veneno. Cuando están en alerta, los suricatas adoptan una posición muy peculiar, levantando el cuerpo sobre las puntas de sus patas posteriores y manteniendo el equilibrio con la cola, como si fuera un trípode. A menudo los suricatas adoptan esta postura de forma colectiva, apiñándose y mirando en la misma dirección, como si fueran hombres de negocios esperando que llegue el autobús. Su expresión seria y la forma en que cuelgan las patas delanteras recuerda a un niño tímido posando para un fotógrafo o a un paciente que tras quitarse la ropa en el consultorio de un médico, trata de taparse los genitales con recato.
Eso es lo que vi: cientos de miles, un millón de suricatas que se volvieron hacia mí en posición de firmes como si dijeran «Señor, sí, señor». Tengo que decir que un suricata, aunque esté de pie, no mide más de cuarenta y cinco centímetros, de modo que lo más imponente de estas criaturas no era su tamaño, sino el número incalculable que había. Me quedé paralizado, sin apenas atreverme a respirar. Si mi presencia hacía que un millón de suricatas huían aterrorizados, el caos sería inmensurable. Sin embargo, tras unos instantes perdieron todo interés en mí. Volvieron a concentrarse en lo que habían estado haciendo antes de que yo entrara en escena: en comer algas y mirar fijamente al agua de los estanques. Cuando vi todas aquellas cabezas agachadas a la vez, me recordó la hora de las oraciones en una mezquita.
Los animalitos no parecían tener ningún miedo. Mientras bajaba por la cuesta, ninguno de ellos se apartó ni se inquietó por el hecho de verme allí. Si hubiera querido, hubiese podido acariciarles la cabeza e incluso coger a uno en brazos, pero no hice nada por el estilo. Me limité a caminar entre la que tenía que ser la colonia más grande de suricatas del mundo, una de las experiencias más extrañas y maravillosas de mi vida. El aire estaba lleno de un ruido incesante. Eran ellos, sus chillidos, gorjeos, parloteos y ladridos. Había tantos que según los caprichos de su entusiasmo, el ruido venía y desaparecía como una bandada de pájaros, dando vueltas a mi alrededor y desvaneciéndose poco a poco cuando los más cercanos callaban para dar paso a sus compañeros al otro lado de la meseta.
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