Cogí el cuchillo y, con la intención de provocarla, le pinché una de las aletas delanteras. Sólo logré hacer que retrocediera más. Opté por un enfoque más directo. Con la misma seguridad que si lo hubiera hecho miles de veces, hinqué el cuchillo justo en el lado derecho de la cabeza de la tortuga, inclinándolo hacia dentro. Hundí la hoja entre los pliegues de piel y la giré. La tortuga se metió todavía más hacia dentro, sin forzar el lado donde estaba el cuchillo, y de pronto sacó la cabeza con ferocidad e intentó morderme. Di un respingo hacia atrás. Salieron las cuatro aletas y la tortuga intentó huir. Se estaba balanceando sobre la espalda, batiendo las aletas frenéticamente y moviendo la cabeza de un lado al otro. Agarré el hacha y le di en el cuello, haciéndole un tajo. Empezó a salir sangre de color rojo brillante a chorros. Cogí un vaso y conseguí unos trescientos mililitros de sangre, lo que cabe en una lata de refresco. Hubiera obtenido mucha más, un litro, supongo, pero la tortuga tenía un pico agudo y unas aletas delanteras largas y poderosas, equipadas con dos garras en cada una. La sangre que logré recaudar no olía a nada en especial. La probé. Estaba tibia y sabía a animal, si bien recuerdo. Es difícil recordar las primeras impresiones. Bebí toda la sangre hasta la última gota.
Creí que podría abrirle el caparazón duro de la parte inferior con el hacha, pero resultó más fácil cortarlo con el filo de dientes de sierra. Apoyé un pie en medio del caparazón y el otro lejos de las aletas, que parecían aspas de molino. Corté la piel áspera en el extremo superior sin problemas, menos en la zona de las aletas. Lo que más costó fue serrar el borde, donde el caparazón de arriba y el de abajo se unían, más que nada porque la tortuga no se estaba quieta. Cuando terminé de separar el caparazón estaba agotado y bañado en sudor. Tiré del caparazón inferior. Se separó, a regañadientes, con un ruido como a succión mojada, dejando al descubierto toda una vida interna: músculos, grasa, sangre, entrañas y huesos. Y la tortuga seguía retorciéndose. Le corté el cuello hasta las vértebras, pero como si no hubiera hecho nada. Las aletas siguieron dando vueltas. Con dos golpes de hacha, le corté la cabeza entera. Las aletas no pararon. Peor aún fue que la cabeza amputada seguía dando boqueadas y parpadeando. La tiré al mar. Cogí el resto de la tortuga que seguía palpitando y la dejé caer en el territorio de Richard Parker. Estaba haciendo ruidos como si tuviera intención de levantarse. Seguramente había olido la sangre de la tortuga. Fui corriendo a refugiarme en la balsa.
Observé resentido mientras agradecía mi regalo y se ponía hecho un verdadero cochino. Yo estaba acabado. Por un miserable vaso de sangre, el esfuerzo de matar la tortuga no había merecido la pena.
Empecé a meditar sobre el tema de dominar a Richard Parker. No bastaba con que me tolerara los días calurosos y despejados, sencillamente porque le diera pereza salir a bordo. No podía pasarme la vida huyendo de él. Necesitaba acceder a la taquilla y a la parte superior de la lona sin tener que temer por mi vida, independientemente de la hora que fuera o el tiempo que hiciera. Lo que necesitaba eran derechos, la clase de derechos que uno obtiene con el poder.
Había llegado el momento de imponerme y forjarme mi propio territorio.
A aquellos que alguna vez se encuentren en un aprieto similar al mío, les recomendaría que siguieran las siguientes pautas:
1. Escoja un día en el que las olas sean pequeñas, pero regulares. Es necesario que el mar desempeñe bien su papel cuando el bote esté de lado con respecto a las olas, pero sin que llegue a volcarse.
2. Suelte toda la cuerda del ancla flotante para que el bote esté lo más estable y cómodo posible. Prepare su refugio fuera del bote salvavidas por si lo necesita (lo más probable es que le haga falta en algún
que otro momento). Si puede, idee alguna forma de protegerse. Hay muchas cosas que pueden servirle de escudo. Si envuelve ropa o mantas alrededor de las extremidades, tendrá una armadura mínima.
3. Ahora viene la parte más complicada: tiene que provocar al animal que lo aqueja. Sea tigre, rinoceronte, avestruz, jabalí u oso pardo, sea la bestia que sea, tiene que exasperarla. La manera más eficaz probablemente sea acercarse al límite de su territorio y entrar en el territorio neutral con gran estrépito. Yo hice justamente eso: me acerqué al borde de la lona y empecé a dar patadas en el banco del medio, haciendo sonar el pito suavemente. Es importante que haga un ruido consistente y reconocible para marcar su agresión. Pero debe ir con cuidado. La idea es provocar al animal, pero sin excederse. Debe evitar que el animal lo ataque sin más. Si lo hace, Dios lo ampare. Piense que corre el riesgo de acabar despedazado, pisoteado, destripado, y lo más probable de todo es que el animal se lo coma. No es lo que usted busca. Lo que busca es un animal resentido, fastidiado, irritado, molesto, enfadado y enojado, pero no homicida. No debe entrar en el territorio del animal bajo ninguna circunstancia. Contenga su agresión y limítese a mirarlo fijamente a los ojos, a tocar el silbato y a gritar pullas.
4. Cuando haya conseguido irritar al animal, obre con toda la mala fe posible para provocarlo a que entre en su territorio. Por experiencia propia, le recomiendo un buen método para lograr que esto ocurra: empiece a retroceder lentamente mientras sigue haciendo los ruidos. ¡EN NINGÚN MOMENTO DEBE DEJAR DE MIRARLO FIJAMENTE A LOS OJOS! En cuanto el animal haya puesto una pata en su territorio, incluso cuando haya pisado con resolución el territorio neutral, ya habrá conseguido su objetivo. No sea quisquilloso ni legalista respecto a dónde ha colocado la pata. Tiene que mostrar su afrenta sin demora. No espere a interpretar la acción, malinterprétela lo más rápidamente posible. La idea es que tiene que hacer entender al animal que el vecino de arriba es excepcionalmente puntilloso en cuanto a su territorio.
5. Una vez el animal haya cruzado la barrera, tendrá que mostrarle una indignación inagotable. Aunque haya vuelto a su refugio fuera del bote o esté en el extremo final de su territorio en el bote, EMPIECE A TOCAR EL SILBATO CON TODA SU FUERZA y ACERQUE EL ANCLA FLOTANTE AL BOTE SALVAVIDAS. Estas dos acciones son importantísimas. No debe esperar a llevarlas a cabo. Si puede hacer que el bote salvavidas se coloque en una posición perpendicular a las olas de otro modo, con el remo, por ejemplo, hágalo de inmediato. Cuanto antes consiga orientar el bote, mejor.
6. El hecho de tocar un silbato sin interrupción acabará agotando a cualquier náufrago, pero no debe flaquear. El animal perturbado tiene que asociar la náusea creciente que siente con los sonidos agudos del silbato. Si quiere acelerar el proceso, póngase de pie encima de uno de los extremos del bote, con un pie en cada una de las regalas y muévase al ritmo de las olas. Por muy menudo que sea, por muy grande que sea el bote salvavidas, le sorprenderá cómo cambia la cosa con un poco de ayuda. Le aseguro que en pocos segundos el bote empezará a menearse como Elvis Presley. No olvide tocar el silbato sin parar y procure no volcar el bote.
7. Tiene que continuar hasta que el animal en cuestión (el tigre, el rinoceronte, lo que sea) esté tan mareado que no pueda siquiera aguantarse de pie. Espere hasta que lo vea haciendo arcadas, hasta que esté tumbado en el fondo del bote, temblando como una hoja, con los ojos en blanco y en sus últimos estertores. Mientras tanto, tiene que destrozar los tímpanos del animal con los pitidos estridentes del silbato. Si usted también se marea, no malgaste el vómito echándolo al mar. Utilícelo para marcar las fronteras de su territorio. Le aseguro que es una barrera estupenda.
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