Se me ocurrió que cada día que pasaba, el bote salvavidas se parecía cada vez más a un recinto de zoológico: Richard Parker tenía un lugar cubierto donde dormir y reposar, una despensa donde esconder la comida, una atalaya y ahora tenía un abrevadero.
La temperatura ascendió. El calor era sofocante. Pasé el resto del día pescando a la sombra del palio. Según pareció, había tenido la suerte del principiante con aquel primer dorado que pesqué. No cogí nada en todo el día, ni siquiera a última hora de la tarde, cuando los habitantes marinos afloraron en abundancia. Me vino a visitar otra tortuga, otra especie, una tortuga verde, más corpulenta y con el caparazón más liso, pero igual de curiosa de la misma forma inmutable que una tortuga de carey. No hice nada al respecto, pero empecé a pensar que quizás debiera.
Lo único bueno del calor fue ver la actividad de los alambiques solares. Todos los conos estaba cubiertos de gotas de condensación en el interior.
Cayó la noche. Calculé que la mañana siguiente haría una semana desde que se había hundido el Tsimtsum.
La familia Robertson sobrevivió treinta y ocho días en alta mar tras naufragar. El capitán Bligh del famoso Bounty amotinado y sus compañeros náufragos sobrevivieron cuarenta y siete días. Steven Callahan sobrevivió setenta y seis. Owen Chase, cuya descripción del hundimiento del barco ballenero Essex por una ballena luego sirvió de inspiración a Hermann Melville, sobrevivió ochenta y tres días en alta mar junto con dos oficiales, a excepción de una semana en la que permanecieron en una isla inhóspita. La familia Bailey sobrevivió ciento dieciocho días. He oído hablar de un marinero mercante coreano llamado Poon, creo, que en los años cincuenta sobrevivió al Pacífico durante ciento setenta y tres días.
Yo sobreviví doscientos veintisiete días. Doscientos veintisiete días de sufrimiento, más de siete meses.
Procuré estar siempre ocupado. Esa fue la clave de mi supervivencia. En un bote salvavidas, incluso en una balsa, siempre hay algo por hacer. Un día típico, si se le puede aplicar semejante término a un náufrago, consistía en lo siguiente:
Salida del sol hasta media mañana despertar oraciones
desayuno para Richard Parker inspección general del bote salvavidas, prestando especial atención a todos los nudos y las cuerdas revisión de los alambiques solares (limpiar, inflar, llenarlos de agua)
desayuno e inspección de provisiones de comida pesca y preparación del pescado en caso de haber pescado alguno (vaciar, limpiar, colgarlo en tiras al sol para curarlo)
Media mañana hasta media tarde oraciones almuerzo ligero
descanso y actividades tranquilas (escribir el diario, examinar costras, heridas, mantenimiento de materiales, hurgar en la taquilla, observar y estudiar a Richard Parker, sacar toda la carne de los huesos de tortuga, etc.)
Media tarde hasta última hora de la tarde oraciones
pesca y preparación de pescado
ocuparme de las tiras de pescado curados (darles
la vuelta, sacar todos los trozos podridos) preparar la cena
cena para mí mismo y Richard Parker
Anochecer
inspección general del bote salvavidas (otra vez
nudos y cuerdas) sustraer y almacenar el destilado de los alambiques solares guardar toda la comida y materiales preparar para la noche (hacer la cama, dejar bengala en lugar seguro, por si apareciera buque, y colector de agua de lluvia, por si lloviera) oraciones
Noche
dormir mal oraciones
Las mañanas solían ser más amenas que las tardes, cuando la vacuidad del tiempo se hacía más patente.
Había acontecimientos que afectaban a esta rutina. Si 11ovía, fuera la hora que fuese, día o noche, me encargaba de sujetar los colectores de agua de lluvia y de almacenar febrilmente el agua que recogían. La visita de una tortuga también desbarataba mi rutina. Y Richard Parker, cómo no, era otro trastorno regular. Mi prioridad por encima de cualquier otra fue complacerlo, sin bajar la guardia ni un instante. El apenas tenía rutina más allá de comer, beber y dormir, pero hubo veces en que se despertaba del letargo y daba vueltas a su territorio, gruñendo y refunfuñando. Por suerte, el sol y el mar lo cansaban en seguida y se batía en retirada bajo la lona, donde se tendía de costado, o boca abajo con la cabeza apoyada en las patas delanteras cruzadas.
Sin embargo, mi relación con él se limitaba a lo estrictamente necesario. También pasé horas observándolo porque me distraía. Un tigre es un animal fascinante de por sí, y todavía más si se trata del único compañero de viaje que tienes.
Durante un tiempo estuve pendiente en todo momento por si aparecía un buque. Fue algo compulsivo. Pero tras unas cuantas semanas, cinco o seis quizá, dejé de hacerlo casi por completo.
Y si sobreviví, fue gracias a que me abandoné al olvido. Mi historia empezó en una fecha de calendario, el 2 de julio de 1977, y acabó en una fecha de calendario, el 14 de febrero de 1978, pero entre medio no hubo calendario. No conté ni los días ni las semanas ni los meses. El tiempo no es más que una ilusión que nos hace suspirar. Sobreviví porque me olvidé incluso de la noción del tiempo.
Lo que recuerdo son los acontecimientos, los encuentros y las rutinas, todos los hitos que surgieron de vez en cuando del océano del tiempo y quedaron grabados en mi memoria. El olor de los cartuchos de las bengalas de mano gastadas, las oraciones al amanecer, el sacrificio de las tortugas y la biología de las algas, para dar algunos ejemplos. Y muchos más. Pero no sé si podré ordenarlos. Mis recuerdos me vuelven todos revueltos.
La ropa se me desintegró, víctima del sol y la sal. Primero se gastó tanto que parecía una gasa. Luego se rasgó hasta que sólo quedaban las costuras. Finalmente, se rompieron las costuras. Durante meses, viví completamente desnudo, aparte del silbato que me colgaba del cuello de un cordel.
Los furúnculos rojos y rabiosos del agua salada me desfiguraron como una lepra de alta mar, transmitida por el agua que me empapaba. Cada vez que se me abrían, la piel de debajo era excepcionalmente sensible y si me rozaba alguna herida abierta sin querer, el dolor era tan intenso que daba un grito ahogado y se me saltaban las lágrimas. Como es de suponer, los furúnculos salían en las partes de mi cuerpo que más se mojaban y las que más contacto tenían con la balsa, es decir, en el trasero. Hubo días en que ni siquiera sabía cómo ponerme para descansar. El tiempo y el sol curaron las heridas, pero era un proceso lento y aparecían nuevos furúnculos si no me mantenía seco.
Pasé horas intentando descifrar lo que decía el manual de supervivencia acerca de la navegación. Las explicaciones llanas y sencillas sobre cómo vivir del mar eran abundantes, pero el autor había dado por sentado que el lector ya tenía conocimientos básicos de navegación. Supongo que se había imaginado que su náufrago iba a ser un marinero experimentado que, armado de una brújula, una carta náutica y un sextante, entendería cómo se había metido en un problema, aunque no supiera cómo salir de él. Por consiguiente, el manual estaba repleto de consejos como: «Recuerde, el tiempo es distancia. No se olvide de darle cuerda a su reloj», o «si hace falta, puede medir la latitud con los dedos». Yo tenía un reloj, pero estaba en el fondo del Pacífico. Lo había perdido cuando se hundió el Tsimtsum. Y por lo que se refería a la latitud y la longitud, mis conocimientos marinos se limitaban exclusivamente a lo que vivía en el mar, no lo que navegaba encima de él. Para mí los vientos y las corrientes eran un misterio. Las estrellas no me decían nada. Era incapaz de nombrar siquiera una constelación. Mi familia vivía según los movimientos de una sola estrella: el sol. Éramos la definición de quien madruga, Dios ayuda. Durante mi vida, había contemplado algunos cielos nocturnos preciosos llenos de estrellas, en los que con sólo emplear dos colores y el estilo más sencillo, la naturaleza pinta el más magnífico de los cuadros, bajo los que me llenaba de asombro, me sentía minúsculo y sacaba un sentido de dirección del espectáculo, sin lugar a dudas, pero me refiero a dirección espiritual, no geográfica. No tenía la más remota idea de cómo guiarme por el cielo como si fuera un mapa de carreteras. ¿Cómo iban a ayudarme las estrellas, por mucho que brillaran, si nunca paraban de moverse?
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