En ese preciso instante el aire se llenó de un zumbido y todo un cardumen de peces voladores se estrelló contra nosotros. Llegaron como un enjambre de langostas. Aparte de la cantidad, había algo que me recordaba a insectos: el murmullo y los chasquidos de sus alas. Salieron disparados del agua a docenas, algunos saltando más de cien metros por el aire haciendo flic-flacs. Muchos se zambulleron al agua antes de que llegaran al bote. Otros volaron por encima de nosotros. Algunos se estrellaron contra el costado del bote con un ruido que parecía un petardo cuando explota. Los más afortunados volvieron al agua tras rebotar en la lona. Otros, los menos afortunados, aterrizaron directamente dentro del bote, donde empezaron a aletear y chapotear y retorcerse como posesos. Y los demás chocaron directamente contra nosotros. Estando de pie encima de la proa, sentí que estaba sufriendo el martirio de San Sebastián. Cada pez que me dio se me hincó en la piel como una flecha. Me envolví en una manta para protegerme y traté de agarrar los peces que venían hacia mí. Acabé con cortes y cardenales por todo el cuerpo.
El motivo de esta arremetida se hizo patente de inmediato. Unos dorados empezaron a saltar del agua pisándoles los talones. Los dorados eran bastante más grandes y no pudieron competir con la capacidad de pilotaje de los peces voladores, pero nadaban más rápidamente que ellos y se lanzaban con más fuerza. Eran capaces de adelantar a los peces voladores si los tenían justo delante y de saltar del agua en el mismo momento y en la misma dirección que ellos. También había tiburones; ellos también salían volando del agua y aunque carecieran de la misma elegancia, algunos de los dorados tuvieron un final devastador. Este tumulto acuático desapareció con la misma rapidez que apareció, pero mientras duró, el mar borboteó y bulló, los peces saltaron y las mandíbulas no pararon.
Richard Parker se mostró más resistente que yo ante el bombardeo de los peces, y mucho más eficiente. Se irguió y se dedicó a bloquear, a pegar y a morder todos los peces que pudo. Gran parte de ellos acabaron en su estómago, enteros, con las alas batiéndose dentro de su boca. Fue una muestra brillante de fuerza y reflejos. En realidad, lo que más me impresionó no fueron los reflejos sino la seguridad animal pura, la concentración total en el momento. Esta mezcla de soltura y absorción, este «estar en el presente», hubiera sido la envidia de los yoguis más entrenados.
Cuando acabó todo, aparte de tener el cuerpo dolorido, tenía seis peces en la taquilla y otros muchos en el bote. Envolví uno de los peces en una manta, cogí un hacha de mano y me dirigí a la balsa.
Procedí con parsimonia. El hecho de haber perdido todo mi cebo por la mañana había sido un buen revulsivo. No podía permitirme otro error. Desenvolví el pez con cuidado, con una mano sujetándolo en todo momento, consciente de que intentaría dar un brinco para salvarse. Cuanto más cerca estaba de desenvolverlo del todo, más asco y miedo me dio. Apareció la cabeza. Tal y como lo estaba aguantando, parecía una bola de helado de pescado repugnante metido en un cono de manta de lana. La pobre bestia estaba abriendo y cerrando la boca y las branquias, necesitado de agua. Noté cómo empujaba con las alas entre mis manos. Di la vuelta al cubo y coloqué la cabeza del pez en la base. Agarré el hacha. La alcé.
Hice ademán de bajar el hacha varias veces, pero no pude llevar la acción a término. Este sentimentalismo tal vez parezca absurdo si tienes en cuenta lo que había presenciado en los días anteriores, pero aquellos habían sido actos ajenos, actos de animales predadores. Supongo que yo había participado en la muerte de la rata, pero me había limitado a lanzarla y fue Richard Parker quien se había encargado de matarla.
Toda una vida de vegetarianismo se interpuso entre el acto premeditado de decapitar un pez y yo.
Cubrí la cabeza del pez con la manta y di la vuelta al hacha. De nuevo titubeé. La idea de aplastar una cabeza blanda y viva con un hacha me abrumaba demasiado.
Dejé el hacha en la balsa. Finalmente decidí que le rompería el cuello, una muerte oculta. Envolví el pez en la manta con fuerza. Lo empecé a doblar con ambas manos. Cuanto más empujaba, más forcejeaba. Intenté imaginarme qué sentiría si me envolvieran en una manta y trataran de romperme el cuello. La idea me consternó. Tuve que dejarlo varias veces. Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo y cuanto más tardara, más sufriría el pez.
Las lágrimas me corrían por las mejillas pero me azucé hasta que oí un crac y dejé de sentir la lucha de aquella vida entre mis manos. Desplegué la manta. El pez volador estaba muerto. Estaba partido por la mitad y tenía sangre a un lado de la cabeza, a la altura de las branquias.
Lloré la muerte de esa pobre alma difunta a lágrima viva. Era el primer ser sensible que había matado. Me había convertido en asesino. Era igual de culpable que Caín. Tenía dieciséis años, era un chico inofensivo, ávido de la lectura y religioso, y ahora tenía las manos manchadas de sangre. Es una carga terrible. Toda vida sensible es sagrada. Nunca me olvido de incluir a ese pez en mis oraciones.
Una vez muerto, me resultó más fácil. Ahora era igual que los peces muertos que había visto en los mercados de Pondicherry. Era otra cosa, algo que no entraba en el orden esencial de la creación. Lo corté en pedazos con el hacha y lo metí todo en el cubo.
Aproveché las últimas horas del día para pescar. Al principio tuve la misma mala suerte que por la mañana. Pero al menos el éxito no parecía tan difícil de alcanzar. Los peces estaban mordisqueando con fervor. Era evidente que estaban interesados. Me di cuenta de que los peces en cuestión eran pequeños, demasiado pequeños para el anzuelo. Así que lancé el sedal más lejos y dejé que se hundiera más en el agua, más allá de donde estaban los peces pequeñitos que se congregaban alrededor de la balsa y el bote.
Decidí probar con la cabeza del pez volador. Sólo empleé un plomo y lancé el sedal varías veces para recogerlo en seguida, dejando que el cebo apenas rozara la superficie del agua. Por fin conseguí algo. Apareció un dorado y se abalanzó sobre la cabeza de pez volador. Solté un poco del sedal para asegurarme de que se hubiera tragado el cebo entero antes de darle un buen tirón. El dorado salió como una explosión del agua, tirando del sedal con tanta fuerza que creí que iba a caerme de la balsa. Me preparé para la batalla. El sedal se tensó mucho. Era de buena calidad; no iba a romperse. Empecé a tirar el dorado hacia mí. Forcejeó con toda su fuerza, saltando y zambulléndose y chapoteando en el agua. El sedal me estaba cortando las manos. Las protegí como pude con la manta. El corazón me latía con fuerza. El pez estaba fuerte como un toro. Creí que no iba a poder con él.
Vi que el resto de los peces habían desaparecido de los costados del bote y la balsa. Seguro que habían percibido la angustia del dorado. Tenía que darme prisa. Tanto forcejeo iba a atraer a los tiburones. Pero luchó como un diablo. Me dolían los brazos. Cada vez que conseguía acercarlo a la balsa, se retorcía con tal frenesí que me intimidó para que soltara un poco de sedal.
Finalmente logré subirlo a la balsa. Medía más de un metro. El cubo no me iba a servir para nada. El dorado se lo podría haber puesto de sombrero. Tuve que arrodillarme encima de él y agarrarlo con las manos para sujetarlo. Era una masa de puro músculo que no paraba de retorcerse y era tan grande que le asomaba la cola de debajo de mis piernas. Golpeó la balsa con fuerza. Me imagino que los vaqueros que montan los potros salvajes deben de experimentar una sensación bastante parecida. Yo estaba exaltado, triunfal. Los dorados son peces magníficos, grandes, carnosos y elegantes con la frente salida, cosa que les da un aspecto de tener una fuerte personalidad. Tienen una aleta dorsal muy larga y orgullosa como la cresta de un gallo, y una capa de escamas suave y brillante. Presentí que iba a proporcionar un golpe duro al destino si entablaba combate con un adversario tan noble. Con este pez, estaba tomando represalias contra el mar, contra el viento, contra los buques que se hundían, contra todas las circunstancias que estaban obrando en mi contra.
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