Concentré mi atención en mejorar la balsa. Repasé todos los nudos, asegurándome de que cada uno estuviera bien apretado y sujeto. Tras reflexionarlo un poco, decidí transformar el remo que servía de reposapiés en un mástil, para llamarlo de alguna manera. Desaté el remo. Me esmeré en cortar una muesca en medio del mango con el filo de dientes de sierra del cuchillo de caza. Con la punta del cuchillo, hice tres agujeros en la parte plana del remo. Fue un trabajo lento, pero satisfactorio. Al menos me distrajo durante un buen rato. Cuando hube acabado, amarré el remo al interior de uno de los rincones de la balsa con la parte plana, el tope, en el aire y el mango bajo el agua. Enrollé la cuerda con fuerza alrededor de la muesca para que el remo no resbalara. Entonces, para cerciorarme de que el remo no se cayera y para proporcionarme las cuerdas necesarias para colgar un palio y provisiones, pasé la cuerda por los agujeros que había hecho en el tope y la até a los extremos de los remos horizontales. Sujeté el chaleco salvavidas que había estado atado al remo de reposapiés a la base del mástil. Iba a tener una doble función: proporcionaría mayor flotabilidad para compensar el peso vertical añadido del mástil y me serviría para crear un asiento un poco más elevado.
Tiré una manta encima de las cuerdas. Resbaló hacia el agua. La inclinación de las cuerdas era demasiado empinada. Doblé el borde longitudinal de la manta una vez, corté dos agujeros en el centro, a unos treinta centímetros el uno del otro, y uní los agujeros con un trozo de cordel, que obtuve destejiendo un segmento de cuerda. Volví a echar la manta encima de las cuerdas y até la cuerda alrededor del tope. Ya tenía mi palio.
Tardé casi todo el día en modificar la balsa, pues tuve que encargarme de arreglar muchos detalles. El movimiento constante del mar, aunque fuera suave, no me facilitó el trabajo. Y tuve que vigilar a Richard Parker. El resultado de mis esfuerzos no fue precisamente un galeón. El supuesto mástil se asomaba a escasos centímetros de mi cabeza y la cubierta apenas me servía para sentarme en él o para tenderme en posición fetal. Pero no podía quejarme. La balsa estaba en condiciones de navegar y me salvaría de Richard Parker.
Cuando acabé mi trabajo, ya estaba atardeciendo. Cogí una lata de agua, un abrelatas, cuatro galletas de las raciones de supervivencia y cuatro mantas. Cerré la taquilla (muy lentamente esta vez), me senté en la balsa y solté la cuerda. La balsa se alejó del bote. La cuerda principal se tensó mientras que la cuerda de seguridad, que había medido adrede para que fuera más larga, colgaba en el agua. Coloqué dos mantas encima del asiento, doblándolas para que no tocaran el agua. Me envolví con las otras dos mantas y me apoyé en el mástil. Me gustaba la elevación que me proporcionaba el chaleco salvavidas de más, aunque la verdad es que estaba a la misma distancia del agua que del suelo cuando uno se sienta sobre un cojín grueso. Aun así, esperaba no mojarme demasiado.
Disfruté de la comida mientras miraba cómo el sol descendía en el cielo despejado. Fue un momento de tranquilidad. La bóveda del mundo estaba teñida de colores espléndidos. Las estrellas también tenían ganas de participar, y cuando la manta de colores empezó a deslizarse al otro lado del horizonte, centellearon a través del intenso azul. El viento era suave, una brisa cálida, y el agua subía y bajaba como si fuera un círculo de personas bailando con las manos alzadas, juntándose y separándose, juntándose y separándose.
Richard Parker se incorporó. Sólo le veía la cabeza y los hombros por encima de la regala. Miró hacia el mar. Le grité:
– ¡Eo, Richard Parker!
Lo saludé con la mano. Me miró. Entonces hizo una especie de resoplido o estornudo: ninguna de las palabras acaba de describirlo bien. Otro prusten. ¡Qué bestia tan hermosa! ¡Qué semblante tan noble! ¡Qué apropiado que su nombre completo sea Tigre de Bengala Real! En cierto sentido, podía considerarme afortunado: ¿y si hubiera acabado con alguna criatura que fuera tonta o fea, un tapir o un avestruz o una bandada de pavos reales? Seguro que semejante compañía hubiera tenido algunas características más fastidiosas.
Oí el ruido de algo al caer al agua. Miré hacia abajo. Di un grito ahogado. Había estado convencido de que estaba solo. La quietud del aire, el esplendor de la luz, la sensación de seguridad relativa: todo esto me había llevado a creerlo. ¿No suele haber un elemento de silencio y soledad en la paz? ¿No resulta difícil imaginar la paz en una estación de metro concurrida? ¿De dónde venía tanta conmoción?
Con una sola mirada descubrí que el mar es una ciudad. Justo a mis pies, a mi alrededor y sin siquiera sospecharlo, vi autopistas, avenidas, calles y rotondas repletas de tráfico submarino. Dentro de agua densa, vidriosa y jaspeada de millones de motitas iluminadas de plancton, había peces que parecían camiones, autobuses, coches, bicicletas y peatones, todos dando vueltas como locos, sin duda dando bocinazos y gritos. Predominaba el color verde. En las profundidades múltiples, donde me llegaba la vista, divisé estelas de burbujas fosforescentes de color verde, las estelas de peces temerarios. En cuanto desaparecía una estela, aparecía otra. Las estelas aparecían de todas las direcciones y desaparecían en todas la direcciones. Parecían aquellas fotografías tomadas con exposición dilatada de las ciudades por la noche, con aquellos haces de luz de color rojo de las luces traseras de los automóviles. Salvo que en el mar, los coches iban por encima y debajo de los otros coches, como si estuvieran amontonados en enlaces de diez pisos. Y en el mar, los colores de los coches eran de lo más extravagante. Por ejemplo, los cincuenta dorados que tenía patrullando debajo de la balsa hacían alarde de su color azul, verde y dorado cada vez que pasaban a toda prisa. Había otros peces que no supe identificar de color amarillo, marrón, plateado, azul, rojo, rosa, verde, blanco y de todas las combinaciones imaginables: lisos, a rayas y moteados. Los únicos que se negaban rotundamente a acicalarse eran los tiburones. Pero a pesar del tamaño y el color, había una constante: todos conducían de forma vertiginosa. Vi muchos choques, todos con víctimas mortales, lamento decir, y varios coches que sufrieron trompos para luego colisionar contra barreras, salir disparados del agua y volver a sumergirse entre explosiones de luminiscencia. Observé este ajetreo urbano como aquel que contempla una ciudad desde un globo de aire caliente. Fue un espectáculo maravilloso e impresionante. Estoy convencido de que Tokio debe de ser muy parecido en hora punta.
Seguí mirando hasta que se apagaron las luces de la ciudad.
Cuando estaba a bordo del Tsimtsum, lo único que alcancé a ver fueron delfines. Había supuesto que el Pacífico, salvo algunos cardúmenes de peces, era un descampado de agua muy poco poblado. Ahora sé que los cargueros son demasiado rápidos para los peces. Es lo mismo que si pretendes ver animales salvajes en una selva cuando vas en coche por la autopista. Los delfines son nadadores muy rápidos y juegan alrededor de los barcos y los buques del mismo modo en que los perros persiguen a los coches: corren detrás de ellos hasta que ya no pueden seguir más. Si uno desea ver a los animales salvajes, hay que ir a explorar la selva a pie y en silencio. Y del mismo modo, es necesario pasear por el Pacífico a ritmo lento, para decirlo de alguna manera, para descubrir las riquezas y la abundancia que esconde.
Me tumbé de costado. Por primera vez en cinco días sentí cierta tranquilidad. Una pequeña esperanza, ganada a pulso, bien merecida y razonable, resplandecía en mi interior. Me dormí.
Me desperté una vez durante la noche. Aparté el palio y miré hacia fuera. Vi una luna creciente muy definida y un cielo perfectamente despejado. Las estrellas brillaban con un resplandor tan feroz, tan contenido, que me pareció absurdo decir que la noche era negra. El mar yacía tranquilo, bañado en una luz tímida, grácil, un juego cadencioso de negro y plateado que se extendía sin límites a mi alrededor. El volumen de las cosas me desconcertó: el volumen del aire encima de mí, el volumen del agua a mi alrededor y debajo de mí. Por una parte estaba conmovido; por la otra, aterrorizado. Me sentí como el sabio Markandeya que se cayó de la boca de Vishnu mientras éste dormía y percibió el universo entero, todo lo que existe. Antes de que el sabio se muriera del susto, Vishnu lo volvió a meter en la boca. Por primera vez, y no la última, ya que me ocurrió repetidas veces entre trances de tormento a lo largo de mi terrible experiencia, me di cuenta de la grandiosidad del escenario de mi sufrimiento. Aprecié mi sufrimiento por lo que realmente era, algo finito e insignificante, y me calmé. Mi sufrimiento no tenía cabida en ninguna parte, comprendí. Y era capaz de aceptarlo. No pasaba nada. (La luz del día solía incitar mis protestas: «¡No! ¡No! ¡No! Mi sufrimiento sí importa. ¡Quiero vivir! Es inevitable que confunda mi vida con la del universo. La vida es una mirilla, un mero agujerito que da a una inmensidad. ¿Cómo no voy a pensar en esta perspectiva tan breve y apretujada que tengo de las cosas? ¡Si esta mirilla es lo único que tengo!») Mascullé algunas palabras de una oración musulmana y volví a dormirme.
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