Las tortugas verdes ofrecían más carne que las de carey, y tenían una panza y caparazón más finos. Pero suelen ser más grandes que las de carey, y en mi estado debilitado, muchas veces eran demasiado grandes para sacarlas del agua.
Dios, pensar que soy vegetariano estricto. Pensar que de niño siempre me estremecía cuando abría un plátano porque me sonaba igual que si le rompiera el cuello a un animal. Descendí a un nivel de salvajismo que jamás hubiera creído
La parte inferior de la balsa, igual que la red, acabó hospedando una multitud de vida marina de menor tamaño. Primero floreció una especie de alga verde y suave que se aferró a los chalecos salvavidas. Luego apareció un alga más dura para hacerle compañía. Prosperó y se multiplicó. Entonces vinieron los animales. Lo primero que vi fueron unos camarones pequeñitos y traslúcidos que apenas medían un centímetro. Los siguieron unos peces igual de pequeños que parecían que estuvieran bajo un aparato de rayos X permanente; se veían los órganos internos a través de la piel transparente. Después, vi los gusanos negros con el dorso blanco, las babosas verdes y gelatinosas con extremidades primitivas, los peces de colores diversos que medían un par o tres de centímetros y que tenían la barriga abultada. Finalmente llegaron los cangrejos de color marrón que medían entre uno y dos centímetros de ancho. Lo probé todo menos los gusanos. Hasta probé las algas. Lo único que no tenía un sabor amargo o salado desagradable eran los cangrejos. Cada vez que aparecían, me los metía en la boca como si fueran caramelos hasta que no quedaba ni uno. No podía controlarme. Siempre tenía que esperar mucho hasta que llegara una nueva cosecha de cangrejos.
El casco del bote también atrajo una forma de vida: pequeños percebes canadienses. Les chupaba el líquido. La carne en su interior resultó ser un buen cebo.
Acabé encariñándome con estos autostopistas marinos, aunque añadieran un peso superfluo a la balsa. Me distraían del mismo modo que Richard Parker. Pasé muchas horas sin hacer nada, tumbado de costado, habiendo corrido uno de los chalecos salvavidas a un lado, como si fuera una cortina delante de una ventana, para que pudiera verlos con claridad. Lo que veía era un pueblo al revés, un pueblo pequeño, tranquilo y silencioso, cuyos habitantes se ocupaban de sus cosas con la dulce cortesía de los ángeles. La verdad es que el mero hecho de verlos actuaba como un bálsamo para mis nervios crispados.
Cambió mi ritmo de sueño. Aunque pasaba gran parte del día descansando, pocas veces conseguía dormir más de una hora seguida, ni siquiera por la noche. Lo que me molestaba no era el movimiento incesante del mar ni el silbido del viento; uno se acostumbra a ello del mismo modo que uno se habitúa a los bultos en un colchón. Lo que me despertaba era la aprensión y la ansiedad. Todavía desconozco cómo me las apañaba con tan pocas horas de sueño.
Richard Parker no tenía problemas. Se proclamó campeón de las siestas. Pasaba la mayor parte del tiempo bajo la lona. Pero durante los días en los que el sol no abrasaba y en las noches tranquilas, se aventuraba a salir. Una de sus posiciones favoritas era estar tumbado de costado en el banco de popa con el estómago colgando por el borde y las patas delanteras y traseras extendidas por los bancos laterales. Era mucho tigre para caber en un banco relativamente estrecho, pero lo conseguía curvando mucho la espalda. Cuando estaba completamente dormido, reposaba la cabeza encima de las patas delanteras, pero cuando se sentía más activo, cuando prefería mantener los ojos abiertos y mirar a su alrededor, volvía la cabeza y apoyaba la barbilla en la regala.
Otra de sus posiciones predilectas era estar sentado de espaldas a mí, con la parte trasera apoyada en el fondo del bote y la parte delantera encima del banco, con la cara oculta en la popa y las patas delanteras al lado de la cabeza, como si estuviéramos jugando al escondite y a él le tocara contar. Cuando se colocaba en esta posición, solía permanecer completamente inmóvil, excepto para mover las orejas muy de vez en cuando, indicando que no estaba necesariamente dormido.
Muchas noches estuve convencido de haber visto una luz en la distancia. Cada vez encendí una bengala. Cuando se me acabaron las bengalas cohete, gasté todas las bengalas de mano. ¿Fueron buques que no me vieron? ¿El reflejo de la luz de las estrellas que salían o que desaparecían? ¿Olas que se rompían, moldeadas por la luna y la vana esperanza hasta crear una ilusión? Fuera por lo que fuera, todo fue en vano. Nunca me dio resultado. Siempre me quedaba con el gusto amargo de la esperanza hecha añicos. Con el tiempo abandoné por completo la idea de que viniera a rescatarme un buque. Si el horizonte estaba a una distancia de cuatro kilómetros visto desde una altura de un metro y medio, ¿a qué distancia iba a estar, visto desde donde estaba sentado en la balsa apoyado en el mástil, con los ojos a apenas un metro del agua? ¿Cuáles eran las posibilidades de que un buque en medio del Pacífico entrara en un círculo tan pequeño? Y es más: que entrara en un círculo tan pequeño y me viera a mí. ¿Cuáles eran las posibilidades de que ocurriera algo así? No, no podía contar con la humanidad y su proceder tan arbitrario. Tierra, tenía que llegar a tierra dura, firme y segura.
Todavía recuerdo el olor que desprendían los cartuchos vacíos de las bengalas de mano. Por uno de esos fenómenos de la química, olían exactamente igual que el comino. Me embriagaba. Cuando olía los cartuchos, me transportaba a Pondicherry, un alivio maravilloso después de ver que mi grito de auxilio caía en oídos sordos. Era una experiencia muy fuerte, casi una alucinación. De un simple olor brotaba una ciudad entera. (Ahora, cuando huelo comino, veo el océano Pacífico.)
Richard Parker se paralizaba cada vez que lanzaba un cohete de mano. Clavaba la mirada en la luz, las pupilas como dos agujeritos. Mis ojos no podían con esa luz tan brillante, con ese centro blanco incandescente y esa aureola rosa y roja. Tenía que mirar hacia otro lado. La sujetaba con la mano extendida y la blandía lentamente. Durante un minuto, me quemaba el brazo y todo lo que tenía a mi alrededor se iluminaba con una luz extraña. El agua, negra y opaca hasta hacía unos segundos, resultaba estar repleta de peces.
No es tarea fácil matar una tortuga. La primera que maté fue una tortuga de carey pequeña. Lo que me tentó fue su sangre, esa «bebida buena, nutritiva y sin sal» que prometía el manual de supervivencia. Tanta era la sed que tenía. Agarré el caparazón de la tortuga y forcejeé con una de las aletas traseras. Cuando la tenía bien asida, le di la vuelta en el agua e intenté subirla a la balsa. No paraba de retorcerse. Nunca iba a poder con ella en la balsa. O la soltaba o intentaba subirla al bote. Miré hacia el cielo. Hacía un día cálido y despejado. Richard Parker parecía tolerar mi presencia en la proa en días tan calurosos, cuando el aire era como el interior de un horno y él no se asomaba hasta que se ponía el sol.
Con una mano, aguanté la aleta trasera de la tortuga y con la otra tiré de la cuerda del bote salvavidas. Me costó subirme a bordo. En cuanto lo conseguí, saqué la tortuga del agua de un tirón y la deposité al revés encima de la lona. Como había previsto, Richard Parker se limitó a gruñir un par de veces. No se sentía con ánimos para hacer esfuerzos con tanto calor.
Mi resolución era denodada y ciega. Sentí que no había tiempo que perder. Abrí el manual de supervivencia como aquel que abre un libro de cocina. Decía que había que darle la vuelta a la tortuga para que estuviera boca arriba. Hecho. Aconsejaba que «se introdujera un cuchillo en el cuello» para cortarle las arterias y las venas. Miré la tortuga. No tenía cuello. La tortuga se había retraído dentro del caparazón; lo único que estaba dispuesta a mostrar de la cabeza eran los ojos y el pico, rodeados de pliegues de piel. Me estaba mirando al revés con la expresión adusta.
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