Me encontraba solo y huérfano en medio del océano Pacífico, colgado de un remo, con un tigre de Bengala adulto al otro lado de una lona, un tropel de tiburones a mis espaldas y una tempestad a mi alrededor. Si hubiera contemplado mis perspectivas a la luz de la razón, estoy convencido de que me hubiera soltado del remo, que me hubiera rendido con la esperanza de morir ahogado antes de que me devoraran los tiburones. Pero la verdad es que no recuerdo haber tenido ningún pensamiento durante aquellos primeros minutos de seguridad relativa. Ni siquiera me di cuenta de que había amanecido. Me limité a agarrarme al remo, a no caerme, quién sabe por qué.
Después de un rato, hice buen uso del salvavidas. Lo saqué del agua y lo pasé por encima del remo. Lo deslicé por el mango del remo y conseguí introducir parte de mi cuerpo por el aro. Ahora sólo tenía que sujetarme con las piernas. Si Richard Parker decidía salir a cubierta, no podría dejarme caer al agua con tanta facilidad, pero en fin, sólo podía afrontar los terrores uno por uno, y opté por el Pacífico antes que el tigre.
Los elementos me permitieron seguir con vida. El bote salvavidas no se hundió. Richard Parker no salió de su escondite. Los tiburones merodearon pero no atacaron. Las olas me azotaron pero no me arrojaron al agua.
Miré cómo se desvaneció el buque entre abundantes regüeldos y borboteos. Las luces parpadearon y se apagaron. Estuve alerta, por si aparecía mi familia, algún superviviente, otro buque salvavidas, cualquier cosa que pudiera suscitarme esperanza. No vi nada. Sólo la lluvia, las olas errantes de un océano negro y los restos flotantes de una tragedia.
La oscuridad se disipó del cielo. Dejó de llover.
No iba a poder mantenerme en la posición en la que estaba eternamente. Tenía frío; tenía tortícolis de aguantar la cabeza y estirar tanto el cuello; el salvavidas me estaba clavando en la espalda, y si pretendía avistar otros botes salvavidas, tendría que subirme a un lugar más elevado.
Avancé lentamente por el remo hasta que conseguí apoyar los pies contra la proa. Tendría que actuar con máxima cautela. Me figuré que Richard Parker debía de estar tumbado debajo de la lona, de cara a la cebra, a la que indudablemente habría matado. De los cinco sentidos, los tigres confían sobre todo en el de la vista. Son capaces de detectar cualquier movimiento. Tienen un oído muy fino y el olfato regular. Eso si los comparamos con otros animales, claro. Al lado de Richard Parker, yo era ciego, sordo y olfativamente muerto. Pero en aquellos instantes, no podía verme y, teniendo en cuenta que estaba empapado, probablemente no lograría percibir mi olor. Además, entre el silbido del viento y los rugidos de las olas cada vez que se rompían, tampoco acertaría a oírme. Tenía alguna posibilidad, siempre y cuando no advirtiera mi presencia. En caso contrario, me mataría en el acto. Me pregunté si podría atravesar la lona de un salto.
El miedo y la razón disputaron largo y tendido. El miedo decía que «Sí». El animal en cuestión era carnívoro feroz y pesaba más de doscientos kilos. Cada una de sus zarpas cortaba como un cuchillo afilado. La razón me decía que «No». La lona es una tela muy resistente hecha de algodón o cáñamo, no de papel de arroz. Yo mismo había caído encima de ella desde una altura considerable. Richard Parker quizá pudiera triturarla con las zarpas con el mínimo esfuerzo en cuestión de segundos, pero no iba a atravesarla de golpe. Él no me había visto, y como no me había visto, no tenía motivos para despedazar la lona con las zarpas.
Me deslicé por el remo. Coloqué las piernas en el mismo lado del remo y apoyé los pies encima de la regala, es decir, el filo superior del bote o, para entendernos, el borde. Seguí avanzando hasta que conseguí subir las piernas encima del bote. No quité los ojos del otro extremo de la lona. En cualquier momento iba a ver la cabeza de Richard Parker asomarse y venir a por mí. Tenía tanto miedo que me dieron varios ataques de temblor, y justo donde más quieto tenía que estar, es decir, en las piernas, era donde más temblaba. No había llamada más evidente a la puerta de Richard Parker que el repiqueteo de mis piernas sobre la lona. Entonces el temblor se me extendió hasta los brazos y estuve a punto de caer al agua. Los ataques finalmente desaparecieron.
Cuando ya tenía una buena parte del cuerpo encima del bote, me incorporé y vi lo que había más allá de la lona. Para mi sorpresa, la cebra estaba viva. Seguía tendida cerca de la popa, en el mismo lugar donde había caído. Estaba visiblemente lánguida, pero el estómago le subía y bajaba rápidamente y los ojos no paraban de moverse de un lado a otro, presas del terror. Estaba de costado, mirando hacia la lona y tenía la cabeza y el cuello apoyados en el banco lateral del bote. La posición parecía bastante incómoda. Tenía una de las patas traseras completamente destrozadas. Le salía formando un ángulo muy poco natural. Parte del hueso le había atravesado la piel y había bastante sangre. Lo único que le daba un aspecto normal eran las patas delanteras, replegadas y pegaditas al torso torcido. De vez en cuando, la cebra sacudía la cabeza, ladraba y resoplaba. Pero aparte de eso, apenas se movió.
Era un animal precioso. Las marcas mojadas resplandecían un negro intenso y un blanco níveo. Yo estaba tan atacado de los nervios que fui incapaz de detenerme en ella. En cualquier caso, esa imagen fugaz se me quedó grabada por la fuerza extraña, limpia y artística de su estampado y la elegancia de su cabeza. Pero para mí, lo más trascendente era que Richard Parker no había acabado con ella. En circunstancias normales la habría matado. Pues así es la naturaleza de los predadores: matan. Dadas las circunstancias en las que nos hallábamos, en las que Richard Parker debía de estar sometido a una tremenda tensión mental, el miedo tendría que haber producido un nivel excepcional de agresión. Debería haber hecho una verdadera carnicería con la cebra.
No tardé en entender por qué se había librado la cebra de semejante fin. Me heló la sangre, y luego sentí cierto alivio. Una cabeza se asomó un poco más allá de donde acababa la lona. Me miró de forma directa y asustada, se escondió, se asomó de nuevo, volvió a esconderse, apareció una vez más y desapareció por última vez. La cabeza osuna y medio pelada pertenecía a una hiena manchada. El zoológico tenía un clan formado por seis hienas: dos hembras dominantes y cuatro machos subordinados. Supuestamente, iban con destino a un zoológico en Minnesota. La que tenía conmigo era un macho. La reconocí de inmediato por su oreja derecha, que estaba totalmente desgarrada. Los bordes irregulares del corte daban testimonio de violencia pasada. Ahora entendía por qué Richard Parker no había matado la cebra: porque ya no estaba en el bote. Era imposible que una hiena y un tigre compartieran un espacio tan pequeño. Seguramente se había caído de la lona y se había ahogado.
Tuve que figurarme cómo había llegado la hiena al bote salvavidas. Dudé mucho que las hienas fueran capaces de nadar en alta mar. Llegué a la conclusión de que había estado allí desde el principio, escondido bajo la lona, y que yo sencillamente no lo había visto cuando caí. También me di cuenta de otra cosa. Esta hiena era el motivo por el que los tripulantes me habían tirado al bote. No tenían ninguna intención de salvarme la vida. Vamos, nada más lejos de la realidad. Iba a ser una especie de pienso. Querían que la hiena me atacara y que yo, de alguna forma, me deshiciera de ella para que ellos no corrieran ningún peligro, aunque a mí me costara la vida. En ese momento entendí por qué estaban haciendo aquellos gestos justo antes de que apareciera la cebra.
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