El sol trepó por el cielo, alcanzó su cénit y comenzó a bajar. Pasé el día entero sentado en el remo, cambiando de posición justo lo necesario para no perder el equilibrio. Todo mi ser estaba atento al puntito en el horizonte que vendría a rescatarme. Era un estado de aburrimiento tenso y ansioso. En mi memoria, asocio aquellas primeras horas con un ruido, un ruido que jamás te imaginarías, pues no tiene nada que ver con los ladridos de la hiena ni con el susurro del mar: fue el zumbido de las moscas. El bote estaba lleno. Aparecieron y sobrevolaron el bote de la forma esperada de las moscas, describiendo grandes órbitas excepto cuando se acercaban a otra mosca, y entonces salían zumbando persiguiéndose y haciendo espirales en el aire. Algunas se aventuraron a salir al remo. Dieron vueltas a mi alrededor, petardeando como si fueran avionetas de una sola hélice, antes de volver a casa a toda prisa. Desconozco si ya formaban parte del bote o si acompañaron a alguno de los animales a bordo, seguramente la hiena. Pero procedieran de donde procediesen, no aguantaron mucho tiempo; en menos de dos días no quedaba ni una. La hiena, desde su posición detrás de la cebra, intentó atraparlas con la boca y se comió más de una. Las otras se las debió de llevar el viento. Quizás algunas corrieran mejor suerte, completaran su término de vida y murieran de viejas.
A medida que se fue haciendo más oscuro, aumentó mi congoja. Todo lo que concernía al final del día me asustaba. Por la noche, un barco no me vería. Por la noche, la hiena podría reanimarse, y Zumo de Naranja también.
Cayó la noche. No había luna. Las nubes tapaban las estrellas. El contorno de las cosas se volvió indefinido. Desvaneció todo: el mar, el bote, hasta mi propio cuerpo. El mar estaba en calma y apenas había viento así que ni siquiera pude guiarme por el ruido. Creí estar flotando en una negrura pura y abstracta. Fijé la mirada en donde pensé que estaba el horizonte, y los oídos en cualquier movimiento de los animales. Dudé que resistiera hasta el amanecer.
En algún momento de la noche la hiena se puso a gruñir y la cebra, a ladrar y chillar. Oí unos golpes repetidos. Empecé a temblar de miedo y, no te voy a engañar, me oriné encima. Pero los ruidos venían del otro extremo del bote. No noté ningún movimiento que indicara que se me acercara ese maldito animal. Según parecía, no venía a por mí. De algún lado más cercano en la oscuridad procedían irnos ruidos que parecían gemidos, resoplidos y varios lengüetazos. Sólo de pensar que Zumo de Naranja pudiera estar moviéndose me ponía enfermo de los nervios así que lo desterré de mi mente. Sencillamente lo pasé por alto. También oí algunos ruidos que venían del agua, justo debajo de donde estaba sentado, susurros que aparecieron y desaparecieron en un instante. Allí abajo, también estaban luchando por la vida.
La noche pasó, minuto a tortuoso minuto.
Hacía frío. Era una observación ajena, como si a mí no me incumbiera. Amaneció. Ocurrió de forma rápida, si bien paulatina e imperceptible. Un rincón del cielo cambió de color. El aire empezó a llenarse de luz. El mar en calma se abrió ante mí como un gran libro. Sin embargo, seguía sintiendo la noche. De repente, se hizo de día.
El calor llegó cuando el sol se asomó por el horizonte como una enorme naranja eléctrica iluminada, pero no tuve que esperar mucho para percibirlo. Con los primeros rayos de sol me llegó la esperanza. A medida que los objetos a mi alrededor fueron tomando forma y llenándose de color, la esperanza creció en mí hasta que me invadió el corazón como una canción. ¡Oh, cómo gocé de aquella luz y de su calor! Todo no estaba perdido. Ya había pasado lo peor. Había sobrevivido a la noche. Hoy vendrían a rescatarme. Sólo de pensarlo, sólo de hilar aquellas palabras en la cabeza, fue en sí una fuente de esperanza. Y la esperanza se cebó en la esperanza. Cuando el horizonte se tornó en una línea nítida y recta, lo escruté ansioso e impaciente. Hacía un día claro y la visibilidad era perfecta. Me imaginé a Ravi saludándome y luego burlándose: «O sea que estás en un bote salvavidas y no se te ocurre nada mejor que llenarlo de animales, ¿no? Y ahora, ¿qué? ¿Te has convertido en Noé?». Mi padre estaría sin afeitar y despeinado. Mi madre miraría hacia los cielos y me estrecharía entre sus brazos. Repasé una docena de versiones de cómo iba a ser en el barco de rescate, variaciones sobre el tema de nuestro dulce reencuentro. Aquella mañana, la curva del horizonte iba hacia abajo, pero te aseguro que la de mis labios iba firmemente hacia arriba, esbozando una sonrisa.
Por muy extraño que parezca, no pensé en mirar qué estaban haciendo los animales hasta un buen rato después. La hiena había atacado a la cebra. Tenía la boca roja y estaba masticando un pedazo de pellejo. Los ojos se me fueron directamente a la herida, a la zona atacada. Di un grito ahogado.
Faltaba la pierna rota de la cebra. La hiena la había desgajado y arrastrado hasta la popa, justo detrás de la cebra. Encima del muñón en carne viva colgaba un trozo de piel. Todavía salía sangre de la herida. La víctima estaba sobrellevando su dolor con paciencia, sin protestar. Le rechinaban los dientes, pero ésa era la única señal visible de su aflicción. El horror, la repulsión y la rabia se apoderaron de mí. Sentí un odio intenso hacia la hiena. Pensé en alguna forma de matarla. Pero no hice nada. Mi indignación duró más bien poco. Tengo que ser sincero. La verdad es me quedaba muy poca compasión para la cebra. Cuando tu propia vida corre peligro, los lazos de empatía se aflojan debido a las ansias terribles y egoístas de sobrevivir. Me entristeció ver que sufría tanto, y siendo un animal tan grande y fornido, el suplicio no estaba ni mucho menos finalizado, pero no pude hacer nada para aliviarla. Sentí lástima y pasé a otra cosa. No me siento orgulloso de lo que hice. Lamento haber actuado con tan poca sensibilidad. No me he olvidado de esa cebra ni de lo que padeció. No hay oración en la que no piense en ella.
No había ni rastro de Zumo de Naranja. Volví los ojos hacia el horizonte.
Aquella tarde, se levantó el viento y me di cuenta de que el bote, aunque pesara tanto, flotaba justo en la superficie del agua, seguramente porque el peso que llevaba estaba por debajo del límite de su capacidad. Teníamos francobordo de sobra, es decir, había mucha distancia entre el agua y la regala. Iba a hacer falta un mar de muy mal talante para hundirnos. Pero también quería decir que el extremo del bote que fuera contra el viento tendería a ladearse, eso haría que se girara, y por lo tanto, las olas siempre nos vendrían de lado. Las olas pequeñas golpeaban contra el casco como puñetazos incesantes. Las más grandes provocaban un balanceo cansino que nos tiraba de un lado al otro. Este movimiento constante me estaba revolviendo el estómago.
Quizá me sintiera mejor si cambiaba de posición. Me deslicé por el remo y me senté en la proa. Ahora estaba de cara a las olas, con el resto del barco a mi izquierda. Estaba más cerca de la hiena, pero no hizo ademán de levantarse.
Fue mientras estaba respirando hondo y concentrándome en hacer desaparecer las náuseas cuando vi a Zumo de Naranja. Me había imaginado que estaría completamente escondida, cerca de la proa, debajo de la lona, cuanto más lejos de la hiena, mejor. Pero no fue así. Estaba en el banco lateral, justo al lado de la pista de atletismo de la hiena. El bulto de la lona enrollada me había impedido verla hasta que levantó la cabeza un par de centímetros.
La curiosidad pudo más que yo. Tenía que verla mejor. A pesar del balanceo del bote, me puse de rodillas. La hiena me miró, pero no se movió. Entonces miré a Zumo de Naranja. Estaba casi doblada, con las manos en la regala y la cabeza colgada entre los brazos. Tenía la boca abierta y la lengua fuera. Estaba jadeando. A pesar de la tragedia en la que estaba inmerso, me eché a reír. El porte de Zumo de Naranja en aquel instante anunciaba una sola palabra: mareo. Me vino a la cabeza una nueva especie: el exótico orangután de mar de color verde. Volví a sentarme. ¡Pobrecita! ¡Parecía tan humanamente mareada! Resulta muy gracioso ver características humanas en los animales, sobre todo en los monos, en los que son más evidentes. Los simios son el espejo más claro que tenemos en el reino animal. Por eso tienen tanto éxito en los zoológicos. Solté otra carcajada. Me llevé las manos al pecho, sorprendido por este nuevo sentimiento. ¡Cielo santo! Era como si un volcán de alegría estuviera entrando en erupción en mi interior. Es más, Zumo de Naranja no sólo consiguió animarme, sino que había asumido las náuseas de los dos. Yo me sentía de maravilla.
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