– Da igual. Siguen siendo intrusos.
– Es posible que Piscine esté bailando al ritmo de otro tipo de progreso.
– No, si encima defiéndelo. ¿Te da lo mismo que nuestro hijo ahora se crea musulmán?
– ¿Y qué quieres hacerle, Santosh? Le hace ilusión, y tampoco está haciendo daño a nadie. Igual es una fase. Quizás también desaparezca, igual que la señora Gandhi.
– ¿Por qué no puede tener los intereses normales de un chico de su edad? Fíjate en Ravi. Lo único que le importa es el criquet, las películas y la música.
– ¿Y eso te parece mejor?
– No, no. Es que ya no sé ni qué pensar. Ha sido un día muy largo-suspiró-. Me pregunto dónde irá a parar con todo esto.
Mi madre se echó a reír.
– La semana pasada acabó un libro que se llama La imitación de Cristo.
– ¡La imitación de Cristo! ¡Me vuelvo a preguntar dónde irá a parar con todo esto!-exclamó papá.
Se rieron.
Adoraba mi alfombra de oración. Aunque no fuera de primera calidad, a mis ojos brillaba con luz propia. Lamento haberla perdido. Dondequiera que la extendiese, sentí un cariño especial hacia el suelo que cubría y sus alrededores, y eso indica que era una buena alfombra de oración dado que me ayudaba a recordar que la tierra es la creación de Dios e igual de sagrada en todo el mundo. El estampado, líneas doradas sobre un fondo rojo, era sencillo: a un extremo había un rectángulo delgado acabado en una punta triangular para indicar la quibla, la dirección de oración. Alrededor de la punta flotaban unas volutas, como espirales de humo o acentos de un lenguaje extraño. Era suave. Cuando rezaba, las borlas sin trenzar me quedaban a pocos centímetros de la cabeza a un extremo y al otro, a pocos centímetros de la punta de los dedos. El tamaño era perfecto para que me sintiera a gusto en cualquier rincón de esta inmensa tierra.
Rezaba fuera porque me gustaba. Solía extender la alfombra en una esquina del jardín trasero. Era un lugar apartado a la sombra de un pompón haitiano, al lado de un muro cubierto de una buganvilla. En lo alto del muro había una fila de poinsettias en macetas. La buganvilla había trepado hasta el árbol. El contraste entre las brácteas púrpuras y las flores rojas del árbol era muy bonito. Y cada vez que estaba en flor, el árbol se llenaba de cuervos, minas, tordos, estorninos rosados, nectarinas y pericos. El muro me quedaba a la derecha, formando un ángulo abierto. Justo delante y un poco a la izquierda, un poco más allá de la sombra lechosa y moteada del árbol, veía el resto del jardín a plena luz del sol. El jardín se transformaba, por supuesto, según el tiempo, la hora y la época del año. Pero todavía lo recuerdo perfectamente, como si nunca hubiera cambiado. Me orientaba hacia La Meca, señalada con una línea que había marcado en la tierra amarilla y que procuraba dejar siempre visible.
Cuando terminaba mis oraciones, a veces me volvía y veía a mi padre, a mi madre o a Ravi observándome, hasta que finalmente se acostumbraron.
El bautizo fue una ocasión un poco delicada. Mi madre se portó de maravilla, mi padre miró la ceremonia con impavidez y Ravi, gracias a Dios, no pudo venir porque tenía un partido de criquet. Aun así, no me libré de sus comentarios al respecto. El agua bendita me corrió por el rostro hasta el cuello y aunque sólo me echaron una tacita, tuvo el mismo efecto refrescante que una lluvia monzónica.
¿Por qué hay gente que se cambia de país? ¿Qué la empuja a desarraigarse y dejar todo lo que ha conocido por un desconocido más allá del horizonte? ¿Qué le hace estar dispuesta a escalar semejante Everest de formalidades que le hace sentirse como un mendigo? ¿Por qué de repente se atreve a entrar en una jungla foránea donde todo es nuevo, extraño y complicado?
La respuesta es la misma en todo el mundo: la gente se cambia de país con la esperanza de encontrar una vida mejor.
A mediados de los años setenta, la India era un país aquejado de problemas. Lo deduje por las arrugas que surcaban la frente de mi padre cada vez que leía los diarios. Y por los fragmentos de conversación que acertaba a oír entre mi padre y mi madre y Mamaji y los demás. No es que no entendiera lo que decían, sencillamente me daba igual. Los orangutanes seguían a la expectativa de que les cayera un chapatti; los monos nunca preguntaban por las noticias desde Delhi; los rinocerontes y las cabras todavía vivían en paz; los pájaros gorjeaban; las nubes transportaban la lluvia; el sol calentaba; la tierra respiraba; Dios sencillamente era, y mi mundo era libre de emergencia.
La señora Gandhi finalmente pudo más que mi padre. En febrero de 1976, el gobierno de Tamil Nadu fue derrocado por el gobierno en Delhi. Nuestro gobierno había sido uno de los detractores más tajantes de la señora Gandhi. La toma de poder se ejecutó sin complicaciones. El ministerio del presidente autónomo Karunanidhi se esfumó silenciosamente gracias a las «dimisiones» y los arrestos domiciliarios. ¿Qué importa la caída de un gobierno autónomo si la constitución de un país entero se ha visto anulada durante ocho meses? Sin embargo, para mi padre fue la guinda de la toma de poder dictatorial de la nación entera por parte de la señora Gandhi; los lobos ni se inmutaron aunque mi padre decidió enseñar los colmillos.
– ¡Ahora sólo faltaría que viniera al zoológico y nos dijera que las cárceles están muy llenas y que necesita más espacio!-gritó-. ¿Qué te parece si metemos a Desai junto con los leones?
Morarji Desai era un político de la oposición. No era precisamente amigo de la señora Gandhi. Me entristece pensar en la preocupación incesante de mi padre. Si a la señora Gandhi le hubiera dado por hacer volar el zoológico por los aires de su propia mano, me hubiera dado igual si eso iba a hacer feliz a mi padre. Ojalá no se hubiera inquietado tanto. Es duro para un hijo ver a su padre tan angustiado.
Pero se angustió. Cualquier empresa es una empresa arriesgada, sobre todo cuando se trata de una empresa con «e» minúscula, una empresa que se arriesga a perder hasta la camisa que lleva en la espalda. Un zoológico es una institución cultural. Está al servicio de la educación popular y la ciencia, igual que las bibliotecas públicas y los museos. Y del mismo modo, no era una empresa lucrativa, pues el Bien Mayor y el Beneficio Mayor no son objetivos compatibles, muy a pesar de mi padre. En realidad, no éramos una familia rica, y mucho menos en términos canadienses. Éramos una familia pobre pero daba la casualidad que teníamos muchos animales, aunque no pudiéramos proporcionarles un techo (en realidad, nosotros tampoco teníamos ninguno). La vida en un zoológico, igual que la vida de sus habitantes en su hábitat natural, es una vida precaria. Es una empresa que no es ni lo bastante grande para estar por encima de la ley, ni lo bastante pequeña para que sobreviva de sus márgenes. Para que pueda prosperar, un zoológico necesita un gobierno parlamentario, elecciones democráticas, libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de asociación, el imperio de la ley y el resto de los principios consagrados por la Constitución de la India. Si no, resulta imposible disfrutar de los animales. La política mala a largo plazo derrumbará cualquier empresa.
La gente se cambia de país porque la ansiedad la acaba desgastando. Porque le corroe la sensación de que por mucho que trabaje, sus esfuerzos serán infructuosos, y que lo que ha construido durante un año será derribado por otros en un solo día. Porque ven un futuro atascado y aunque ellos tal vez salgan ilesos, sus hijos no. Porque creen que nada va a cambiar, que la felicidad y la prosperidad no son alcanzables sino en otro lugar.
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