Se quedó sentado un momento más, disfrutando de la facilidad con que respiraba gracias al inhalador. Ese día significaba mucho para él. Treinta y cinco años atrás, había introducido la gastronomía de calidad en Pagford con el ímpetu de un aventurero del siglo XVI que regresa con exquisiteces traídas de la otra punta del mundo, y Pagford, tras el recelo inicial, no había tardado en empezar a husmear con curiosidad y timidez en sus tarros de poliestireno. Pensó con añoranza en su difunta madre, que tan orgullosa estaba de su próspero negocio. Lamentó que no hubiera llegado a ver la cafetería. Howard se levantó con esfuerzo, cogió la gorra de cazador de su gancho y se la encasquetó con cuidado, en un acto de autocoronación.
Sus nuevas camareras llegaron a las ocho y media. Howard les tenía preparada una sorpresa.
—Tomad —dijo, tendiéndoles los uniformes: un vestido negro con delantal de volantes blanco, exactamente como él había imaginado—. Creo que son de vuestra talla; los ha escogido Maureen. Ella también se pondrá uno.
Gaia reprimió una risa cuando Maureen entró sin decir nada en la tienda, proveniente de la cafetería, muy sonriente. Llevaba las sandalias Dr. Scholl y medias negras. El vestido le llegaba cinco centímetros por encima de las arrugadas rodillas.
—Podéis cambiaros en la trastienda, chicas —dijo, señalando la puerta por la que acababa de aparecer Howard.
Gaia ya estaba quitándose los vaqueros junto al lavabo del personal cuando vio la expresión de Sukhvinder.
—¿Qué te pasa, Suks? —preguntó.
Ese repentino apodo dio a Sukhvinder el valor para decir lo que, de otra manera, quizá no habría sido capaz de verbalizar.
—No puedo ponerme este vestido —susurró.
—¿Por qué no? Te quedará bien.
Pero era un vestido de manga corta.
—No puedo.
—Pero si… ¡Dios mío! —exclamó Gaia.
Sukhvinder se había arremangado la sudadera. Tenía la cara interna de los brazos cubierta de feas cicatrices entrecruzadas, y unos profundos cortes más recientes, con la sangre ya coagulada, que iban desde la muñeca hasta el codo.
—Suks —le dijo Gaia con serenidad—. ¿A qué juegas, tía?
Sukhvinder negó con la cabeza; tenía los ojos anegados en lágrimas. Gaia se quedó pensativa un momento y entonces dijo:
—Ya sé… Ven aquí.
Empezó a quitarse la camiseta de manga larga.
Se oyó un golpe en la puerta y el pestillo, que no estaba echado del todo, se abrió: Andrew, sudoroso y cargado con dos pesados paquetes de rollos de papel higiénico, metió un pie para entrar, pero el grito de Gaia lo frenó en seco. Al retroceder tropezó con Maureen, que lo reprendió:
—Las chicas se están cambiando ahí dentro.
—El señor Mollison me ha dicho que ponga esto en el lavabo para el personal.
Joder. Qué guay. Gaia en bragas y sujetador. Andrew se lo había visto casi todo.
—¡Lo siento! —gritó Andrew desde el otro lado de la puerta.
Se había puesto tan colorado que le palpitaba la cara.
—Gilipollas —masculló Gaia, tendiéndole la camiseta a Sukhvinder—. Póntela debajo del vestido.
—Quedará muy raro.
—No importa. La semana que viene te pones una negra; parecerá que lleves un vestido de manga larga. Ahora nos inventaremos alguna explicación…
Y cuando salieron de la trastienda, ya uniformadas, Gaia anunció:
—Tiene eccema en los brazos. Se le hacen costras.
—Ah —dijo Howard, y le miró los brazos a Sukhvinder, cubiertos por las mangas largas y blancas de la camiseta de Gaia, y luego miró a Gaia, que estaba tan preciosa como había imaginado.
—La semana que viene me pondré una camiseta negra —dijo Sukhvinder sin mirarlo a los ojos.
—Muy bien —asintió él, y le dio unas palmaditas en la parte baja de la espalda a Gaia al dirigirlas a ambas a la cafetería—. Bien, preparaos. Ya casi estamos. ¡Abre las puertas, Maureen, por favor!
Ya había un grupito de clientes esperando en la acera. En el escaparate, un letrero rezaba: LA TETERA DE COBRE - INAUGURACIÓN - ¡EL PRIMER CAFÉ ES GRATIS!
Andrew pasó horas sin ver a Gaia. Howard lo tuvo muy ocupado subiendo y bajando cartones de leche y zumos de fruta por la empinada escalera del sótano, y limpiando el suelo de la pequeña cocina en la parte de atrás. Lo hicieron comer pronto, antes que a las dos camareras. No volvió a verla hasta que Howard lo llamó al mostrador de la cafetería; ella iba en ese momento en la dirección opuesta, hacia la trastienda, y pasó a escasos centímetros de Andrew.
—¡Estamos desbordados, señor Price! —exclamó Howard de buen humor—. Anda, consíguete un delantal limpio y pásales la bayeta a esas mesas mientras Gaia come algo.
Miles y Samantha Mollison se habían sentado a una mesa junto a la ventana con sus dos hijas y Shirley.
—Parece que va viento en popa —comentó Shirley mirando alrededor. Entonces se fijó en Sukhvinder—. Pero ¿qué demonios lleva esa cría bajo el uniforme?
—¿Vendajes? —sugirió Miles entornando los ojos para ver bien a la chica en el otro extremo del local.
—¡Hola, Sukhvinder! —exclamó Lexie, que la conocía de la escuela primaria.
—No grites, cariño —la regañó su abuela, y Samantha sintió una punzada de rabia.
Maureen salió de detrás de la barra con su vestidito negro y el delantal con volantes, y Shirley, con la taza de café en los labios, se quedó de una pieza.
—Madre mía —musitó mientras Maureen se acercaba a ellos sonriendo de oreja a oreja.
Samantha se dijo que, en efecto, Maureen estaba ridícula, en especial junto a dos chicas de dieciséis años con el mismo vestidito, pero no iba a darle a Shirley la satisfacción de admitir que estaba de acuerdo con ella. Se volvió con gran alarde para mirar al chico que limpiaba las mesas allí cerca. Era flacucho, pero de hombros razonablemente anchos. Se le marcaban los músculos en movimiento bajo la camiseta holgada. Parecía increíble que el trasero de Miles, ahora tan gordo, pudiera haber sido una vez así de pequeño y prieto; entonces el chico se volvió hacia la luz y Samantha le vio el acné.
—No está nada mal, ¿verdad? —le comentó Maureen a Miles con su voz de cuervo—. Ha estado a rebosar desde que hemos abierto las puertas.
—Bueno, chicas —dijo Miles a su familia—, ¿qué vamos a tomar para contribuir a las ganancias del abuelo?
De mala gana, Samantha pidió un plato de sopa, y en ese momento se les acercó Howard desde la tienda de delicatessen; llevaba el día entero cruzando a la cafetería cada diez minutos para saludar a los clientes y comprobar los ingresos en la caja.
—Un éxito aplastante —le dijo a Miles, haciéndose un hueco a su mesa—. ¿Qué te parece el local, Sammy? No lo habías visto, ¿verdad? ¿Te gusta el mural? ¿Y la vajilla?
—Ajá —repuso Samantha—. Muy bonitos.
—Estaba pensando en celebrar aquí mis sesenta y cinco —dijo Howard, y se rascó distraídamente la erupción que aún no habían curado las cremas de Parminder—, pero no hay espacio suficiente. Creo que lo haremos en el centro parroquial, como habíamos decidido.
—¿Cuándo será, abuelo? —preguntó la vocecita de Lexie—. ¿Estoy invitada?
—El veintinueve, y tú, ¿cuántos tienes ya, dieciséis? Pues claro que estás invitada —repuso Howard alegremente.
—¿El veintinueve? —intervino Samantha—. Ay, pero…
Shirley la miró con severidad.
—Howard lleva meses planeándolo, y hace siglos que todos hablamos del asunto.
—… esa noche es el concierto de Libby —concluyó Samantha.
—Es algo del colegio, ¿no? —preguntó Howard.
—No —contestó Libby—. Mamá ha conseguido entradas para el concierto de mi grupo favorito. En Londres.
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