J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Y yo la acompañaré —añadió Samantha—. Libby no puede ir sola.

—La mamá de Harriet dice que ella podría…

—Si vas a Londres, te llevo yo, Libby.

—¿El veintinueve? —preguntó Miles mirando a Samantha muy serio—. ¿El día después de las elecciones?

Ella soltó la risa burlona que le había ahorrado a Maureen.

—Se trata del concejo parroquial, Miles. No creo que tengas que ofrecer muchas ruedas de prensa.

—Bueno, pues te echaremos de menos, Sammy —concluyó Howard, y se levantó con esfuerzo, apoyándose en el respaldo de la silla de ella—. Será mejor que siga con… Ya está bien, Andrew, deja eso ya… Ve a ver si hace falta subir algo del sótano.

Andrew se vio obligado a esperar junto a la barra con la gente pasando ante él de ida y vuelta de los lavabos. Maureen cargaba a Sukhvinder con platos de bocadillos.

—¿Cómo está tu madre? —le preguntó la mujer a bocajarro a la muchacha, como si acabara de ocurrírsele.

—Bien —respondió ella ruborizándose.

—¿No está muy disgustada por ese asunto en la web del concejo?

—No —contestó Sukhvinder, pero los ojos se le humedecieron.

Andrew salió al patio de atrás; a media tarde daba el sol y hacía una temperatura agradable. Confiaba en que Gaia estuviese allí, aireándose un poco, pero debía de haberse quedado en la trastienda. Decepcionado, encendió un cigarrillo. Apenas había dado una calada cuando Gaia salió de la cafetería, rematando el almuerzo con una lata de refresco.

—Hola —dijo Andrew con la boca seca.

—Hola —contestó ella, y al cabo de un instante añadió—: Eh, ¿por qué ese amigo tuyo trata tan mal a Sukhvinder? ¿Es algo personal, o es racista?

—No, no es racista —respondió Andrew.

Se quitó el pitillo de la boca, intentando que no le temblaran las manos, pero no se le ocurría nada más que decir. El sol que se reflejaba en los cubos de basura le calentaba la sudorosa espalda; estar tan cerca de ella con aquel entallado vestidito negro era casi insoportable, en especial ahora que había visto lo que ocultaba debajo. Dio otra calada; no creía haberse sentido nunca tan deslumbrado, tan vivo.

—¿Y qué le ha hecho ella?

La curva de las caderas hasta la estrecha cintura; la perfección de aquellos ojos grandes y moteados por encima de la lata de Sprite. Andrew tuvo ganas de decir: «Nada, es un cabrón, le pegaré un puñetazo si me dejas tocarte…»

Sukhvinder salió al patio, parpadeando por el sol; parecía incómoda y acalorada con la camiseta de Gaia.

—Quiere que vuelvas a entrar —le dijo a ésta.

—Pues que espere —repuso Gaia con frialdad—. Voy a acabarme esto. Sólo he tenido cuarenta minutos.

Andrew y Sukhvinder la contemplaron mientras daba sorbos a la lata, impresionados por su arrogancia y su belleza.

—¿No estaba diciéndote la bruja algo sobre tu madre hace un momento? —le preguntó Gaia a Sukhvinder, que asintió con la cabeza—. Pues a mí me parece que fue el amiguito de éste —continuó Gaia, mirando a Andrew, y a él su énfasis en «de éste» le resultó absolutamente erótico, aunque lo hubiese dicho con tono despectivo— quien colgó ese mensaje sobre tu madre en la web.

—No pudo ser Fats —dijo Andrew con voz levemente temblorosa—. El que lo hizo se metió también con mi padre, hace un par de semanas.

—¿Cómo? —se interesó Gaia—. ¿La misma persona colgó algo sobre tu padre?

Él asintió, encantado de ser objeto de su interés.

—Decía que robaba, ¿no? —intervino Sukhvinder con considerable valentía.

—Sí. Y ayer lo despidieron. —Y mirando a los ojos a Gaia, casi sin vacilar, añadió—: Así que su madre no es la única persona que ha sufrido.

—Qué fuerte —soltó Gaia, y apuró la lata antes de lanzarla a un cubo de basura—. En este pueblo están como putas cabras.

IV

El mensaje sobre Parminder en la página web del concejo había elevado los temores de Colin Wall a un nuevo y espeluznante nivel. Sobre cómo obtenían información los Mollison sólo podía hacer conjeturas, pero si sabían lo de Parminder…

—¡Por Dios, Colin! —había exclamado Tessa—. ¡No son más que cotilleos malintencionados! ¡No tienen fundamento!

Pero Colin no se atrevía a creerla. Formaba parte de su naturaleza la tendencia a pensar que los demás también vivían con secretos que los volvían medio locos. Ni siquiera le quedaba el consuelo de haberse pasado casi toda su vida adulta temiendo calamidades que nunca se materializaban ya que, según la ley de las probabilidades, alguna se haría realidad.

Iba pensando en su inminente desenmascaramiento, como hacía ahora constantemente, cuando volvía de la carnicería a las dos y media, y no cayó en la cuenta de dónde estaba hasta que el bullicio de la cafetería lo sobresaltó. De no haberse encontrado ya a la altura de las ventanas de La Tetera de Cobre habría cruzado la plaza por el otro lado; ahora, la simple proximidad de algún miembro de la familia Mollison lo asustaba. Entonces vio algo a través del cristal que le llamó la atención.

Diez minutos después, cuando entró en la cocina de su casa, Tessa estaba hablando por teléfono con su hermana. Colin dejó la pierna de cordero en la nevera y subió con decisión las escaleras hasta la buhardilla de Fats. Abrió la puerta de par en par y encontró una habitación vacía, tal como esperaba.

No recordaba cuándo había entrado allí por última vez. El suelo estaba alfombrado de ropa sucia. Olía raro, pese a que Fats había dejado abierta la claraboya. Se fijó en una caja grande de cerillas sobre el escritorio. La abrió y comprobó que contenía muchos rollitos de cartón. Junto al ordenador, y con absoluto descaro, su hijo había dejado un paquetito de papel de fumar Rizla.

A Colin le pareció que el corazón le saltaba del pecho y se le detenía de golpe.

—¿Colin? —Oyó la voz de Tessa en el rellano de abajo—. ¿Dónde estás?

—¡Aquí arriba! —bramó.

Tessa apareció en la puerta con expresión asustada y nerviosa. Sin decir nada, Colin cogió la caja de cerillas y le enseñó el contenido.

—Oh —dijo débilmente ella.

—Dijo que hoy había quedado con Andrew Price. —A Tessa le dio miedo la mandíbula de su marido, donde un músculo airado se movía espasmódico—. Acabo de pasar por delante de esa cafetería nueva, en la plaza, y Andrew Price está trabajando allí, limpiando mesas. Así que ¿dónde está Stuart?

Tessa llevaba semanas fingiendo creer a Fats siempre que éste le decía que había quedado con Andrew. Llevaba días repitiéndose que Sukhvinder debía de confundirse al pensar que Fats salía (que se dignaría siquiera salir) con Krystal Weedon.

—No lo sé —contestó—. Baja a tomarte una taza de té. Lo llamaré.

—Prefiero esperar aquí —dijo él, y se sentó en la cama deshecha de Fats.

—Vamos, Colin, baja conmigo.

Tessa no se atrevía a dejarlo allí. No sabía qué podía encontrar en los cajones o en la mochila de Fats. No quería que curioseara en el ordenador o que mirara debajo de la cama. Para ella, negarse a hurgar en rincones oscuros se había convertido en su único modus operandi.

—Baja conmigo, Colin —insistió.

—No —contestó él, y cruzó los brazos como un niño enfurruñado, pero aquel músculo seguía tensándole la mandíbula—. Hay indicios de que se droga. El hijo del subdirector, nada menos.

Tessa, que se había sentado en la silla del ordenador de Fats, sintió una familiar punzada de cólera. Sabía que su egocentrismo era una consecuencia inevitable de la enfermedad de Colin, pero a veces…

—Muchos adolescentes experimentan —repuso.

—Sigues defendiéndolo, ¿eh? ¿Nunca se te ha ocurrido que tu manía de excusarlo siempre le lleva a pensar que puede hacer lo que le dé la gana?

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