—Voy a contratar a alguien para que le aplaste la cara a ese hijo de la gran puta —soltó de pronto, mientras se llevaba a la boca una cucharada de pastel de manzana, y los demás entendieron que se refería a Howard Mollison.
—Ha aparecido otro mensaje en la página web del concejo —informó Ruth con ansiedad—. No has sido el único, Simon. Shir… Me lo han contado en el trabajo. La misma persona, el Fantasma de Barry Fairbrother, ha escrito algo horrible sobre la doctora Jawanda. Howard y Shirley han pedido a un técnico que revise la web y, por lo visto, quien está escribiendo esos mensajes utiliza los datos de usuario de Barry Fairbrother, así que, por si acaso, los han borrado de la… la base de datos o como se llame…
—¿Y eso me va a devolver mi puto empleo?
Ruth no volvió a abrir la boca hasta pasados unos minutos.
A Andrew lo inquietó lo que había contado su madre. Era preocupante que estuvieran investigando al Fantasma de Barry Fairbrother, y resultaba turbador que alguien hubiera seguido su ejemplo. ¿A quién más que a Fats podía habérsele ocurrido utilizar los datos de usuario de Barry Fairbrother? Pero ¿qué razones podía tener Fats para atacar a la doctora Jawanda? ¿O era otra forma de meterse con Sukhvinder? Aquello no le gustaba nada…
—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó Simon desde el otro lado de la mesa.
—Nada —balbuceó Andrew, pero rectificó—: Es muy fuerte, ¿no? Quedarte sin trabajo…
—Ah, ¡te parece muy fuerte, ¿eh?! —le chilló Simon, y Paul soltó la cuchara y se tiró el helado por encima—. ¡Limpia eso, Pauline! ¡Menudo mariquita estás hecho! —Volvió a mirar a Andrew y añadió—: Ya lo ves, Carapizza, la vida real es esto. ¡El mundo está lleno de canallas que intentan joderte! ¡Y tú —dijo, apuntando con el dedo a su hijo mayor— ya estás jodiendo a Mollison, o no hace falta que vuelvas a casa mañana por la noche!
—Simon…
Pero él apartó la silla de la mesa y tiró su cuchara, que rebotó en el suelo con estrépito, salió de la cocina y cerró de un portazo. Andrew sabía lo que vendría a continuación, y no se equivocaba.
—Para él es un golpe muy duro —explicó Ruth, temblorosa, a sus hijos—. Después de tantos años trabajando para esa empresa… Le preocupa pensar cómo va a mantenernos a partir de ahora.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, cuando sonó el despertador, Andrew lo apagó de un manotazo y saltó de la cama. Estaba emocionado como si fuera Navidad. Se lavó y se vistió a toda velocidad, y luego dedicó cuarenta minutos a su pelo y su cara, aplicándose base de maquillaje en los granos más grandes.
Temió que Simon le saliera al paso cuando pasara de puntillas frente a la habitación de sus padres, pero no fue así. Tras un rápido desayuno, sacó la bicicleta de carreras del garaje y bajó a toda pastilla por la colina hasta Pagford.
Hacía una mañana neblinosa que prometía un día soleado. Las persianas de la tienda de delicatessen todavía estaban bajadas, pero cuando empujó la puerta, ésta cedió y se oyó el tintineo de la campanilla.
—¡Por aquí no! —gritó Howard, y se le acercó bamboleándose—. ¡Tienes que entrar por la puerta de atrás! ¡Quita la bicicleta de ahí y déjala junto a los cubos de basura!
En la parte trasera de la tienda, a la que se accedía por un estrecho callejón, había un pequeño y húmedo patio con suelo de piedra bordeado por altos muros, unos cobertizos con cubos de basura metálicos de tamaño industrial, y una trampilla que daba a una escalera de vértigo que conducía al sótano.
—Átala por ahí, donde no estorbe —dijo Howard, que se había asomado a la puerta trasera, resollando y con la cara perlada de sudor.
Mientras Andrew forcejeaba con el candado de la cadena, Howard se secó la frente con el delantal.
—Bueno, empezaremos por el sótano —dijo, una vez que el chico hubo atado la bicicleta. Señaló la trampilla—. Baja por ahí y mira cómo están organizadas las cosas.
Se agachó para asomarse a la trampilla mientras Andrew descendía por la escalera. Howard llevaba años sin poder bajar a su propio sótano. Maureen solía hacerlo, no sin dificultad, un par de veces por semana, pero ahora que estaba lleno de artículos para la cafetería, se hacían indispensables unas piernas más jóvenes.
—¡Fíjate bien en todo! —le gritó a Andrew, al que ya no divisaba—. ¿Ves dónde tenemos las tartas y los productos de bollería? ¿Ves los sacos de café en grano y las cajas de bolsitas de té? ¿Y los rollos de papel higiénico y las bolsas de basura en el rincón?
—Sí —contestó la resonante voz de Andrew desde las profundidades.
—Llámame señor Mollison —dijo Howard con un deje arisco en su jadeante voz.
Abajo, en el sótano, Andrew se preguntó si tenía que empezar en ese mismo momento.
—Vale… señor Mollison. —Su respuesta sonó un tanto sarcástica, y Andrew se apresuró a arreglarlo preguntando con tono educado—: ¿Qué hay en los armarios grandes?
—Míralo tú mismo —respondió Howard, impaciente—. Para eso has bajado. Para saber dónde tienes que colocar las cosas y de dónde tienes que cogerlas.
Howard oyó los ruidos sordos que producía Andrew al abrir las macizas puertas, y confió en que el chico no fuera demasiado tonto ni necesitara instrucciones continuas. Ese día a Howard se le había acentuado el asma; el índice de concentración de polen era muy alto para la época del año, y a eso había que sumarle la sobrecarga de trabajo, la emoción y las pequeñas frustraciones de la inauguración. Si seguía sudando tanto, quizá tuviera que llamar a Shirley para pedirle que le llevara una camisa limpia antes de que abrieran las puertas.
—¡Ya está aquí la furgoneta! —anunció Howard al oír el murmullo de un motor al final del callejón—. ¡Sube! Tienes que bajarlo todo al sótano y ponerlo en su sitio, ¿de acuerdo? Y súbeme un par de cartones de leche a la cafetería. ¿Me has entendido?
—Sí… señor Mollison —dijo la voz de Andrew allá abajo.
Howard volvió despacio adentro para coger el inhalador que llevaba siempre en su chaqueta, colgada en la trastienda. Después de unas cuantas inhalaciones se sintió mejor. Se secó de nuevo el sudor de la cara con el delantal e hizo crujir la silla en la que se sentó a descansar.
Desde que había ido a ver a la doctora Jawanda por el sarpullido, había pensado varias veces en lo que ella le había advertido sobre su peso: que era la fuente de todos sus problemas de salud.
Eran tonterías, sin duda. No había más que ver al hijo de los Hubbard: flaco como un espárrago y sin embargo padecía un asma de miedo. Howard siempre había sido corpulento, desde que tenía uso de razón. En las pocas fotografías en que aparecía con su padre, que había abandonado a la familia cuando Howard tenía cuatro o cinco años, era un bebé gordinflón. Después de marcharse su padre, su madre lo sentaba a la cabecera de la mesa, entre ella y su abuela, y se quedaba muy compungida si el niño no repetía plato. Poco a poco, Howard había ido creciendo hasta llenar el espacio entre las dos mujeres, y a los doce años estaba igual de gordo que el padre que los había abandonado. Howard asociaba el buen apetito con la masculinidad. Su corpulencia era uno de sus rasgos característicos. Las dos mujeres que lo querían habían construido esa mole con gran satisfacción, y él creía que era típico de la Pelmaza, esa aguafiestas castradora, querer arrebatársela.
Pero a veces, en momentos de debilidad, cuando le costaba respirar o moverse, se asustaba. No le importaba que Shirley se comportara como si él jamás hubiera estado en peligro, pero recordaba las largas noches en el hospital después del bypass, cuando no podía conciliar el sueño por miedo a que su corazón fallara y se detuviera. Siempre que veía a Vikram Jawanda, recordaba que sus largos y oscuros dedos le habían tocado el corazón desnudo y palpitante; la cordialidad que rebosaba en cada encuentro era una forma de ahuyentar ese terror instintivo, primario. Después, en el hospital le habían dicho que tenía que adelgazar un poco, pero ya había adelgazado trece kilos por culpa de la espantosa comida que allí le daban, y en cuanto recibió el alta, Shirley se propuso volver a engordarlo…
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