La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región, siempre ha tenido una motivación secreta. Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos. Votaba siempre lo que yo le decía en todas las reuniones del concejo. Ahora que no estoy, no será de utilidad como concejala, porque se ha vuelto loca.
Lo había visto por primera vez la mañana anterior, al abrir la web del concejo para revisar las actas de la última reunión. La conmoción había sido casi física: empezó a respirar de forma rápida y superficial, como en los momentos más difíciles del parto, cuando intentaba situarse por encima del sufrimiento, distanciarse del doloroso presente.
Ya debía de saberlo todo el mundo. No podía esconderse.
La asaltaban pensamientos extraños. Por ejemplo, qué habría dicho su abuela de que hubieran acusado a Parminder en un foro público de amar al marido de otra mujer, y un gora , para colmo. Casi podía ver a bebe tapándose la cara con un pliegue del sari, sacudiendo la cabeza, meciéndose adelante y atrás como solía hacer cuando la familia recibía un duro golpe.
—Algunos maridos —le había dicho Vikram la noche anterior, con una nueva y extraña mueca en su sardónica sonrisa— querrían saber si es verdad.
—¡Claro que no es verdad! —había replicado Parminder tapándose la boca con una mano temblorosa—. ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¡Claro que no! ¡Tú lo conocías! ¡Éramos amigos, sólo amigos!
Pasó por delante de la Clínica Bellchapel para Drogodependientes. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos sin darse cuenta? Era un peligro. Conducía sin prestar atención.
Recordó la noche en que Vikram y ella habían ido a cenar a un restaurante, hacía casi veinte años, para celebrar su decisión de contraer matrimonio. Ella le había explicado el jaleo que había armado su familia el día que Stephen Hoyle la había acompañado a casa, y él había estado de acuerdo en que era una tontería pueblerina. Entonces él lo había entendido. Pero no lo entendía ahora que era Howard Mollison quien la acusaba, en lugar de sus retrógrados parientes. Por lo visto, Vikram no se daba cuenta de que los goras podían ser estrechos de miras, falsos y maldicientes…
Se había pasado el desvío. Tenía que concentrarse. Tenía que prestar atención.
—¿Llego tarde? —preguntó, cuando por fin cruzó el aparcamiento y caminó hacia Kay Bawden.
Ya conocía a la asistente social, porque había ido a su consulta para pedir la renovación de su receta de anticonceptivos.
—No, no —dijo Kay—. He pensado que sería mejor que la acompañara hasta el despacho, porque esto es un laberinto…
El edificio de los Servicios Sociales de Yarvil era un feo bloque de oficinas de los años setenta. Camino de los ascensores, Parminder se preguntó si Kay sabría lo del mensaje anónimo aparecido en la página web del concejo, o lo de la queja presentada contra ella por la familia de Catherine Weedon. Imaginó que al abrirse las puertas del ascensor se encontraría con una fila de hombres trajeados, esperando para acusarla y condenarla. ¿Y si aquella revisión del caso de Robbie Weedon sólo era una artimaña y en realidad se dirigía hacia su propio juicio?
Kay la guió por un pasillo lúgubre y desierto hasta una sala de reuniones. Dentro había tres mujeres que la saludaron con una sonrisa. Kay inició las presentaciones:
—Ésta es Nina. Asiste a la madre de Robbie en Bellchapel —dijo, y se sentó de espaldas a las ventanas con persianas de lamas—. Gillian es mi supervisora. Louise Harper es la supervisora de la guardería de Anchor Road. La doctora Parminder Jawanda es la médica de cabecera de Robbie —añadió.
Parminder aceptó un café. Las otras cuatro mujeres se pusieron a hablar sin incluirla en la conversación.
(«La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región…»
«Que se las da de preocuparse tanto.» Howard Mollison, qué cabrón eres. Pero siempre la había tenido por una hipócrita; Barry ya lo decía.
—Como provengo de los Prados, Howard cree que quiero que la gente de Yarvil invada Pagford. Pero tú eres una profesional de clase media, y por eso considera que no tienes ningún derecho a estar a favor de los Prados. Cree que eres una hipócrita o que creas problemas por mera diversión.)
—… no entiendo por qué a esa familia le corresponde un médico de cabecera de Pagford —dijo una de las asistentes sociales desconocidas, cuyos nombres ya había olvidado.
—Hay varias familias de los Prados adscritas a nuestro consultorio —contestó Parminder sin vacilar—. Pero ¿no hubo algún problema con los Weedon y su anterior…?
—Sí, los echaron del consultorio de Cantermill —confirmó Kay, que tenía delante un fajo de notas más grande que el de sus colegas—. Terri agredió a una enfermera. Por eso les asignaron el consultorio de Pagford. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Casi cinco años —respondió Parminder, que había recabado todos los datos en el consultorio.
(Había visto a Howard en la iglesia, el día del funeral de Barry, con sus gruesas manazas recogidas, fingiendo que rezaba, y a los Fawley arrodillados a su lado. Parminder sabía en qué creían los cristianos. «Ama a tu prójimo como a ti mismo…» Si Howard hubiera sido más sincero, se habría vuelto hacia un lado y le habría rezado a Aubrey…
«Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos…»
¿Sería verdad que no había podido disimularlo?)
—¿… la última vez que lo ha visto, Parminder? —estaba preguntando Kay.
—Cuando su hermana lo trajo para que le recetáramos antibióticos para una otitis. Hará unas ocho semanas.
—¿Y cómo lo encontró? —preguntó otra de las presentes.
—La verdad es que su crecimiento es normal —dijo Parminder, y sacó unas fotocopias de su bolso—. Le hice una exploración concienzuda, porque… bueno, conozco el historial de la familia. Tenía un peso adecuado, aunque supongo que su dieta no será ninguna maravilla. No tenía piojos, liendres ni nada parecido. Tenía las nalgas un poco irritadas, y recuerdo que su hermana dijo que a veces todavía se orinaba encima.
—Es que todavía le ponen pañales —aportó Kay.
—Entonces, ¿no le encontró ningún problema grave de salud? —preguntó la mujer que había hecho la pregunta anterior.
—No encontré señales de malos tratos. Recuerdo que le quité la camiseta para examinarlo, y no tenía cardenales ni otras lesiones.
—En la casa no vive ningún hombre —intervino Kay.
—¿Y la otitis? —preguntó la supervisora de Kay.
—Tenía una infección bacteriana posterior a un virus. Nada fuera de lo común. Típico de los niños de esa edad.
—Así que, en general…
—He visto cosas mucho peores —afirmó Parminder.
—Dice que fue la hermana quien lo llevó, y no su madre. ¿Es usted también la médica de cabecera de Terri?
—Creo que hace cinco años que Terri no viene por la consulta —dijo Parminder.
La supervisora se dirigió entonces a Nina.
—¿Cómo le va con la metadona?
(«Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí…»
«Quizá el Fantasma no sea Howard, sino Shirley, o Maureen —pensó de repente Parminder—. Es más probable que fueran ellas quienes me observaban cuando estaba con Barry, deseosas de ver algo raro con sus pervertidas mentes de vieja…»)
—… es la vez que más está durando en el programa —iba diciendo Nina—. Ha mencionado a menudo la revisión del caso. Tengo la impresión de que sabe que se le están agotando las oportunidades. No quiere perder a Robbie, eso lo ha repetido muchas veces. Creo que has conseguido hacérselo entender, Kay. La verdad es que veo que se responsabiliza un poco de la situación, por primera vez desde que la conozco.
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