Siguió corriendo por calles oscuras, y sus sollozos fueron reduciéndose hasta desaparecer.
Seguramente los Wall le darían dinero. Ellos eran así. Se imaginaba la cara preocupada de Tessa, inclinada sobre una cuna. Krystal iba a darles un nieto.
Fats la abandonaría cuando se quedara embarazada, eso era lo que hacían todos; Krystal lo había visto infinidad de veces en los Prados. Aunque era un chico muy raro: quizá la sorprendiera. A ella tanto le daba. Su interés por él se había reducido hasta casi extinguirse, sólo le importaba porque era una pieza esencial de su plan. Lo que quería era el bebé: el bebé era más que un medio para conseguir un fin. Le gustaban los bebés; siempre había adorado a Robbie. Se los quedaría a los dos y los cuidaría; sería una especie de abuelita Cath para su familia, sólo que mejor, más cariñosa y más joven.
Quizá Anne-Marie fuera a visitarla cuando ya no viviera en casa de Terri. Sus hijos serían primos. Tuvo una clara visión en la que estaba con Anne-Marie ante la puerta de la escuela St. Thomas de Pagford, diciendo adiós con la mano a dos niñitas con vestido azul claro y calcetines cortos.
En casa de Nikki había luces encendidas, como siempre. Krystal echó a correr.
Demencia
5.11Según la ley ordinaria, los idiotas están sujetos a una incapacidad legal permanente para votar, pero las personas que tienen la mente perturbada pueden votar durante sus intervalos de lucidez.
Charles Arnold-Baker
La administración local , 7.ª edición
Samantha Mollison ya se había comprado los tres DVD del grupo musical favorito de Libby. Los tenía escondidos en el cajón de los calcetines y las medias, al lado de su diafragma, y preparó una coartada por si Miles los encontraba: eran un regalo para Libby. A veces, en la tienda, donde últimamente había menos movimiento que nunca, buscaba fotografías de Jake en internet. Durante una de esas sesiones de búsqueda de imágenes —Jake con traje, pero sin camisa; Jake con vaqueros y camiseta de tirantes blanca— descubrió que el grupo iba a dar un concierto en Wembley dos semanas más tarde.
Libby se alegraría mucho si le regalaba una entrada; además, sería una oportunidad para pasar un rato juntas. Samantha tenía una amiga de la universidad que vivía en West Ealing; podrían quedarse a dormir en su casa. Más emocionada de lo que se había sentido en mucho tiempo, consiguió dos entradas carísimas para el concierto. Esa noche, cuando regresó a su casa, estaba radiante por el efecto de aquel delicioso secreto, casi como si llegara de una cita.
Miles estaba en la cocina; todavía no se había cambiado y tenía el teléfono en la mano. Al verla entrar se quedó mirándola con una expresión extraña, difícil de descifrar.
—¿Qué pasa? —preguntó Samantha, un poco a la defensiva.
—No consigo hablar con papá. Su teléfono comunica todo el rato. Han colgado otro mensaje.
Como ella lo miraba perpleja, añadió con un deje de impaciencia:
—¡El Fantasma de Barry Fairbrother! ¡Otro mensaje! ¡En la web del concejo!
—Ah —dijo Samantha desenrollándose la bufanda—. Vale.
—Acabo de encontrarme a Betty Rossiter por la calle y me lo ha contado. He mirado en el foro, pero no he visto nada. Mamá ya debe de haberlo borrado. Bueno, eso espero, porque si la Pelmaza va con esto a un abogado, mamá va a estar en la línea de fuego.
—¿Era sobre Parminder Jawanda? —dijo Samantha con tono deliberadamente despreocupado.
No preguntó de qué se la acusaba, en primer lugar porque estaba decidida a no ser una bruja entrometida y cotilla como Shirley y Maureen, y en segundo lugar porque creía saberlo ya: que Parminder era la responsable de la muerte de Cath Weedon. Tras una breve pausa, preguntó con cierto retintín:
—¿Y dices que tu madre va a estar en la línea de fuego?
—Bueno, es la administradora de la página web, así que podrían responsabilizarla si no elimina cualquier afirmación difamatoria o potencialmente difamatoria. No estoy seguro de que mis padres comprendan la gravedad de todo esto.
—Podrías defender a tu madre. A ella le encantaría.
Pero Miles no la oyó. Pulsaba una y otra vez la tecla de rellamada y fruncía el entrecejo, porque el teléfono de su padre seguía comunicando.
—Esto se está poniendo muy feo —dijo.
—Cuando era Simon Price a quien atacaban no te parecía tan grave. ¿Qué diferencia hay?
—Si es una campaña contra los miembros del concejo, o contra los candidatos…
Samantha se dio la vuelta para ocultar una sonrisa. Al fin y al cabo, no era por su madre por quien Miles estaba preocupado.
—Pero ¿qué quieres que publiquen sobre ti? —preguntó con fingida inocencia—. Tú no tienes secretos.
«Si los tuvieras, a lo mejor serías más interesante.»
—¿Y esa carta?
—¿Qué carta?
—Por amor de Dios. ¡Mamá y papá dijeron que había llegado una carta, una carta anónima sobre mí! ¡Ponía que no le llegaba a la suela del zapato a Barry Fairbrother!
Samantha abrió la nevera y contempló su poco apetecible contenido, consciente de que su marido no podía verle la cara con la puerta abierta.
—No pensarás que alguien tiene algo contra ti, ¿verdad? —preguntó.
—No, pero soy abogado. Puede haber gente que me guarde rencor. No creo que esos mensajes anónimos… No sé, hasta el momento todos se refieren a la otra parte, pero podría haber represalias en… No me gusta nada el cariz que están tomando las cosas.
—Mira, Miles, en eso consiste la política —repuso Samantha, divertida—. En airear los trapos sucios.
Él salió ofendido de la cocina, pero a ella no le importó: su pensamiento volvía a estar ocupado por pómulos cincelados, cejas picudas y músculos abdominales tensos y firmes. Ya se sabía de memoria casi todas las canciones del DVD. Se compraría una camiseta del grupo, y otra para Libby. Jake estaría contoneándose a sólo unos metros de ella. Se divertiría como hacía años que no lo hacía.
Entretanto, Howard se paseaba arriba y abajo por la tienda de delicatessen con el móvil pegado a la oreja. Habían bajado las persianas y encendido las luces, y al otro lado del arco de la pared, Shirley y Maureen se afanaban en preparar la cafetería para la inauguración, desempaquetando loza y vasos, hablando en voz baja, alborotadas, y tratando de oír las contribuciones casi monosilábicas de Howard a la conversación que mantenía.
—Sí… Hum… Hum… Sí…
—Chillándome, así como lo oyes —decía Shirley—. Chillándome y soltando palabrotas. «Quítelo ahora mismo, joder», me dijo. Y yo le respondí: «Voy a quitarlo, doctora Jawanda, y le agradecería que no me insultara.»
—Yo, si me hubiera insultado, lo habría dejado allí un par de horas más —opinó Maureen.
Shirley sonrió: resultaba que había decidido prepararse una taza de té, dejando el mensaje anónimo sobre Parminder cuarenta y cinco minutos más antes de quitarlo. Maureen y ella ya habían desmenuzado el asunto del mensaje hasta dejarlo pelado; su hambre más inmediata estaba saciada. Ahora Shirley miraba hacia el futuro con ruindad, ansiosa por ver cómo reaccionaría Parminder al haberse hecho público su secreto.
—Entonces no pudo ser ella quien puso el mensaje sobre Simon Price —dedujo Maureen.
—No, evidentemente —coincidió Shirley mientras pasaba el trapo por las bonitas piezas de loza azul y blanca que había escogido, rechazando otras de tono rosa que a Maureen le gustaban más.
A veces, aunque no estuviera directamente involucrada en el negocio, a Shirley le gustaba recordarle a Maureen que todavía tenía mucha influencia por ser la mujer de Howard.
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