J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Tienes que ir —le dijo a su madre.

—Pues no iré.

—Se trata de la abuelita Cath.

—¿Y qué?

—Hizo mucho por nosotras.

—No hizo una mierda —replicó Terri con desdén.

—Sí hizo —la contradijo Krystal, con las mejillas encendidas y apretando la mano de Robbie.

—Por ti a lo mejor sí. Por mí no hizo una mierda. Ya puedes ir a berrear en su puta tumba si quieres. Yo paso.

—¿Por qué?

—Es asunto mío, ¿vale?

Entonces apareció la vieja sombra de la familia.

—Va a venir Obbo, ¿verdad?

—Es asunto mío —repitió Terri con patética dignidad.

—Ven al funeral —dijo Krystal elevando la voz.

—Vas tú.

—No te chutes —le pidió Krystal, y su voz subió una octava.

—No me voy a chutar —dijo Terri, pero le dio la espalda y se puso a mirar por la sucia ventana de la cocina, desde donde se veía una parcela de hierba crecida y salpicada de basura, lo que ellas llamaban el «jardín trasero».

Robbie se soltó de la mano de su hermana y se fue a la sala. Con los puños metidos en los bolsillos de los pantalones de chándal y cuadrando los hombros, Krystal intentó decidir qué hacer. Le daba ganas de llorar pensar que iba a perderse el funeral, pero su aflicción contenía también cierto alivio, porque, si no iba, no debería enfrentarse a la batería de miradas hostiles que a veces había tenido que soportar en casa de la abuelita Cath. Estaba furiosa con Terri, y sin embargo la entendía. «Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra?» Quería conocer a Anne-Marie, pero tenía miedo.

—Vale, pues yo me quedo.

—No tienes que quedarte. Puedes ir si quieres. Me da igual.

Pero Krystal se quedó porque sabía que aparecería Obbo, que llevaba más de una semana fuera ocupándose de sus turbios asuntos. Deseó que hubiera muerto, que no volviera nunca.

Se puso a ordenar la casa, por hacer algo, mientras se fumaba uno de los cigarrillos liados que le había dado Fats Wall. No le gustaban, pero sí que él se los hubiera regalado. Los había guardado en el joyero de plástico de Nikki, junto con el reloj de Tessa.

Había pensado que, después del polvo en el cementerio, quizá no volviera a ver a Fats, porque él se había quedado muy callado y se había ido casi sin decirle adiós, pero pocos días después quedaron en el parque. Krystal advirtió que él se lo pasaba mejor esa vez que la anterior; no estaban colocados, y aguantó más. Después se quedó tumbado a su lado en la hierba, bajo los matorrales, fumando, y cuando ella le dijo que había muerto la abuelita Cath, él le contó que la madre de Sukhvinder Jawanda le había recetado a su bisabuela un medicamento inadecuado o algo así; no sabía exactamente qué había pasado.

Krystal se quedó horrorizada. Eso significaba que la abuelita Cath no tenía por qué haber muerto; podría estar viva todavía en su bonita casa de Hope Street, por si Krystal la necesitaba, ofreciéndole un refugio con una cama cómoda y sábanas limpias, la pequeña cocina llena de comida y una vajilla compuesta por piezas desparejadas, y el pequeño televisor en el rincón de la sala: «No quiero ver porquerías, Krystal, apágalo.»

A Krystal le caía bien Sukhvinder, pero la madre había matado a la abuelita Cath. No había que establecer diferencias entre los miembros de una tribu enemiga. Krystal tenía la clara intención de hacer polvo a Sukhvinder; pero entonces había intervenido Tessa Wall. Krystal no recordaba los detalles de lo que le había dicho, pero por lo visto Fats se había equivocado, o al menos no tenía toda la razón. Le había prometido a Tessa, a regañadientes, dejar en paz a Sukhvinder pero, en su mundo frenético y cambiante, una promesa así sólo podía ser una medida provisional.

—¡Deja eso! —le gritó a Robbie, que intentaba abrir la lata de galletas donde Terri guardaba sus bártulos.

Krystal se la quitó de un tirón y la sostuvo en las manos como si se tratara de un ser vivo, algo que pelearía por su vida y cuya destrucción traería consecuencias terribles. En la tapa de la lata había un dibujo cubierto de arañazos: un carruaje con equipaje en el techo, tirado por la nieve por cuatro caballos castaños, y en lo alto un cochero con una corneta. Se llevó la lata arriba mientras Terri fumaba en la cocina, y la escondió en su dormitorio. Robbie la siguió.

—Quiero al parque a jugar.

A veces Krystal lo llevaba y lo montaba en los columpios o en la rueda.

—Hoy no, Robbie.

El crío se puso a lloriquear hasta que ella le gritó que se callara.

Más tarde, cuando ya había oscurecido —después de que Krystal bañara a Robbie y le preparara unos espaguetis, cuando ya hacía mucho que el funeral había terminado—, Obbo llamó a la puerta. Krystal lo vio desde la ventana del dormitorio de Robbie e intentó llegar antes que Terri, pero no pudo.

—Qué hay, Ter —dijo Obbo, y traspasó el umbral sin que nadie lo hubiera invitado—. Me han dicho que la semana pasada me buscabas.

Krystal le había ordenado a Robbie que se quedara donde estaba, pero el niño la siguió por la escalera. Ahora percibía el olor a champú del pelo de su hermanito mezclado con el olor a tabaco y sudor impregnado en la vieja chaqueta de cuero de Obbo. Él había bebido, así que, cuando le sonrió con lascivia a Krystal le llegó una vaharada de cerveza.

—Qué pasa, Obbo —dijo Terri con aquel tono que Krystal sólo le oía cuando hablaba con él. Era conciliador, complaciente; admitía que Obbo tenía ciertos derechos en aquella casa—. ¿Dónde te habías metido?

—En Bristol. ¿Y tú qué, Ter?

—Mi madre no quiere nada —intervino Krystal.

Él la miró parpadeando a través de sus gruesas gafas. Robbie se aferraba con fuerza a la pierna de su hermana y le hincaba las uñas.

—¿Y ésta quién es, Ter? —preguntó Obbo—. ¿Tu mami?

Terri rió. Krystal miró con odio a Obbo; Robbie seguía fuertemente agarrado a su pierna. Obbo deslizó su adormilada mirada hacia el crío.

—¿Y cómo está mi niño?

—No es tu niño, capullo —le soltó Krystal.

—¿Cómo lo sabes? —replicó Obbo, tranquilo y sonriente.

—Vete a la mierda. Mi madre no quiere nada. ¡Díselo! —le gritó a Terri—. Dile que no quieres nada.

Arredrada, atrapada entre dos voluntades más fuertes que la suya, Terri dijo:

—Sólo ha venido a ver…

—Mentira —la cortó Krystal—. Eso es mentira. Díselo. ¡No quiere nada! —le gritó con fiereza a la cara sonriente de Obbo—. Lleva semanas sin chutarse.

—¿Es verdad, Terri? —preguntó él sin dejar de sonreír.

—Sí —dijo Krystal al ver que su madre no contestaba—. Todavía va a Bellchapel.

—Pues no será por mucho tiempo —observó Obbo.

—Vete a la puta mierda —le espetó Krystal, furiosa.

—Porque la van a cerrar.

—¿Ah, sí? —El pánico se reflejó en la cara de Terri—. No es verdad.

—Claro que sí. Por los recortes.

—Tú no tienes ni idea —le dijo Krystal—. No le hagas caso, mamá. No han dicho nada, ¿a que no?

—Por los recortes —repitió Obbo, palpándose los abultados bolsillos en busca de cigarrillos.

—Acuérdate de la revisión que tenemos pendiente —le dijo Krystal a su madre—. No puedes chutarte. No puedes.

—¿Qué dices? —preguntó Obbo mientras intentaba encender el mechero.

Pero ninguna de las dos le contestó. Terri le sostuvo la mirada a su hija un par de segundos; luego, de mala gana, la deslizó hacia Robbie, que iba en pijama y seguía agarrado a la pierna de Krystal.

—Sí, ya me iba a la cama, Obbo —balbuceó sin mirarlo—. Nos vemos otro día.

—Me ha dicho Cheryl que se ha muerto la abuelita —comentó él.

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