J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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A Fats se le daba bastante bien el fútbol. A la gente le sorprendía, creían que tendría que aborrecer el deporte y despreciar los equipos. Jugaba tal como hablaba: hábilmente, con ligereza, fingiéndose torpe, atreviéndose a correr riesgos, sin preocuparse por si derribaba a alguien.

—No sabía que supiera jugar.

—A tu padre se le da muy bien el fútbol, cuando nos conocimos jugaba dos días a la semana —respondió Tessa con irritación—. Mañana a las diez, ¿de acuerdo? Te lavaré el pantalón de chándal.)

Fats dio una calada al pitillo, recordando a su pesar. No debería haber accedido a ir. En la actualidad simplemente se habría negado a participar en la payasada de Cuby, se habría quedado en la cama hasta que cesaran los gritos. Un año antes todavía no sabía muy bien en qué consistía ser auténtico.

(Salió de casa con Cuby y soportó un trayecto a pie de cinco minutos, ambos sin decir palabra y plenamente conscientes del abismo que los separaba.

El campo de fútbol pertenecía al St. Thomas. Estaba desierto bajo el sol. Se dividieron en dos equipos de tres, porque había un amigo de Declan pasando el fin de semana en su casa. El amigo en cuestión, que claramente veneraba a Fats, formó equipo con él y Cuby.

Fats y Cuby se pasaban la pelota en silencio, mientras que Barry, seguramente el peor jugador, prorrumpía en gritos y ovaciones con su acento de Yarvil mientras corría de aquí para allá por la zona de juego delimitada con sudaderas. Cuando Fergus marcó un gol, Barry corrió hacia él para celebrarlo con un abrazo, pero calculó mal y le dio un cabezazo en la mandíbula. Los dos cayeron despatarrados, Fergus gimiendo de dolor y riendo a la vez; Barry, sentado en el suelo, se disculpó entre carcajadas. Fats sonrió de oreja a oreja, pero cuando oyó la risa desagradable y estentórea de Cuby, se dio la vuelta, ceñudo.

Y entonces llegó aquel momento, aquel vergonzoso y horrible momento, con un empate en el marcador y a pocos segundos del final del partido, en que Fats le arrebató la pelota a Fergus y Cuby gritó:

—¡Adelante, Stu, chaval!

«Chaval.» Cuby no había dicho «chaval» en toda su vida. Sonó patético, falso y artificial. Trataba de ser como Barry, de imitar la forma relajada y natural en que éste animaba a sus hijos; trataba de impresionar a Barry.

Fats chutó un auténtico cañonazo y, antes de que la pelota impactara de lleno en la cara estúpida y confiada de Cuby y le rompiera las gafas y le brotara una única gota de sangre bajo el ojo, antes de todo eso, tuvo tiempo de comprender que había sido a propósito: que había querido hacerle daño a Cuby y el pelotazo había sido su justo castigo.)

No habían vuelto a jugar a fútbol. Al pequeño experimento fracasado de acercamiento entre padre e hijo se le dio carpetazo, como a otros diez o doce anteriores.

«¡Y yo nunca lo quise a él!»

Fats estaba seguro de haberlo oído. Y Cuby se refería a él. Estaban en su habitación. ¿De quién si no iba a estar hablando Cuby?

«Como si me importara una mierda», se dijo Fats. Era lo que había sospechado siempre. No sabía por qué había notado aquella sensación de frío en el pecho.

Recogió la silla del ordenador, que se había volcado durante el incidente, para ponerla en su sitio. La reacción más auténtica habría sido apartar a su madre de un empujón y partirle la cara a Cuby. Romperle otra vez las gafas. Hacerlo sangrar. Fats estaba indignado consigo mismo por no haberlo hecho.

Pero había otros métodos. Llevaba años oyendo cosas. Sabía mucho más de lo que ellos creían sobre los ridículos miedos de su padre.

Tenía los dedos más torpes que de costumbre. Cuando abrió la página web del concejo parroquial, la ceniza del cigarrillo que tenía en los labios cayó sobre el teclado. Unas semanas atrás, había buscado información sobre las inyecciones SQL y encontrado el código que Andrew no había querido compartir con él. Estudió el foro del concejo durante unos minutos, y entonces, sin dificultad, entró en el sistema con el nombre de Betty Rossiter, lo cambió por el de «El Fantasma de Barry Fairbrother» y empezó a teclear.

V

Shirley Mollison estaba convencida de que su marido y su hijo exageraban el peligro que suponía para el concejo dejar los mensajes del Fantasma colgados en la web. No le parecían peores que cotilleos y, que ella supiera, de momento la ley no los sancionaba; tampoco creía que la ley fuera tan absurda y poco razonable como para castigarla a ella por algo escrito por otra persona: sería manifiestamente injusto. Por orgullosa que se sintiera del título de abogado de su hijo, estaba segura de que en ese asunto se equivocaba.

Ahora comprobaba el foro incluso con mayor frecuencia de la recomendada por Miles y Howard, pero no porque temiera las consecuencias legales. Tenía la certeza de que el Fantasma de Barry Fairbrother no había cumplido aún con el cometido que se había impuesto, aplastar a los pro-Prados, y quería ser la primera en leer su siguiente mensaje. Se escabullía varias veces al día a la antigua habitación de Patricia y abría la página. En ocasiones sentía un estremecimiento mientras pasaba el aspirador o pelaba patatas, y corría hacia el estudio, sólo para llevarse una nueva decepción.

Shirley sentía un vínculo único y secreto con el Fantasma. Él había escogido su web como foro donde exponer la hipocresía de los oponentes de Howard, y ella creía que eso le daba derecho a sentir el orgullo del naturalista que ha construido un hábitat donde se digna anidar una especie poco común. Pero había algo más. Shirley disfrutaba con la ira del Fantasma, con su saña y su audacia. Se preguntaba quién sería, e imaginaba a un hombre fuerte y misterioso que estaba de parte de Howard y ella, que los apoyaba y les abría camino entre sus oponentes, que iban cayendo a medida que el Fantasma los segaba con la guadaña de las feas verdades que ellos ocultaban.

De algún modo, ningún hombre de Pagford parecía digno de ser el Fantasma, y la habría decepcionado enterarse de que era alguno de los anti-Prados que conocía.

—Suponiendo que sea un hombre —apuntó Maureen.

—Bien visto —opinó Howard.

—Yo creo que es un hombre —repuso Shirley con frialdad.

Cuando Howard se marchó a la cafetería el domingo por la mañana, Shirley, todavía en bata y con una taza de té en la mano, se dirigió de forma maquinal al estudio y abrió la página web.

Fantasías de un subdirector de instituto,colgado por El Fantasma de Barry Fairbrother.

Shirley dejó la taza con manos temblorosas, abrió el mensaje y lo leyó, boquiabierta. Luego corrió a la sala, cogió el teléfono y llamó a la cafetería, pero comunicaban.

Cinco minutos después, Parminder Jawanda, que también se había acostumbrado a abrir el foro del concejo con mayor frecuencia de la habitual, vio el mensaje. Al igual que Shirley, su reacción inmediata fue descolgar el teléfono.

Los Wall estaban desayunando sin su hijo, que aún dormía en la buhardilla. Cuando Tessa contestó, Parminder interrumpió su saludo.

—Hay un mensaje sobre Colin en la web del concejo. Haz lo que sea, pero no dejes que lo vea.

Los atemorizados ojos de Tessa se volvieron hacia su marido, que estaba a menos de un metro del auricular y había oído las palabras de Parminder, pronunciadas con toda claridad.

—Luego te llamo —respondió Tessa y, colgando el auricular con mano temblorosa, dijo—: Colin, espera…

Pero él ya había salido con determinación de la sala, cabeceando y con los brazos rígidos a los costados. Tessa tuvo que correr para alcanzarlo.

—Quizá es mejor no mirar —lo instó Tessa cuando la mano grande y huesuda de Colin movió el ratón sobre el escritorio—. O puedo leerlo yo y luego…

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