—Ya voy, joder.
La puerta se abrió para revelar a una mujer con aspecto de niña y anciana a un tiempo, vestida con una sucia camiseta azul claro y unos pantalones de pijama de hombre. Era de la misma estatura que Kay, pero estaba encogida; los huesos de la cara y el esternón asomaban bajo la fina piel blanca. El pelo, teñido en casa, áspero y muy rojo, parecía una peluca sobre una calavera; las pupilas se le veían minúsculas y el pecho prácticamente plano.
—Hola, ¿eres Terri? Soy Kay Bawden, de los servicios sociales. Sustituyo a Mattie Knox.
Los brazos de la mujer, frágiles y grisáceos, estaban salpicados de pústulas blancuzcas, y tenía una llaga abierta y de un rojo furibundo en la cara interior de un antebrazo. En una extensa zona de tejido cicatrizado en el brazo derecho y la base del cuello, la piel le brillaba como si fuera plástico. En Londres, Kay había conocido a una drogadicta que en un descuido prendió fuego a su casa y tardó demasiado en comprender qué estaba sucediendo.
—Sí, vale —repuso Terri tras una larga pausa.
Al hablar parecía mucho mayor; le faltaban varios dientes. Le dio la espalda a Kay y se alejó con paso inestable por el pasillo en penumbra. Kay la siguió. La casa olía a comida rancia, sudor y mugre enquistada. Terri la condujo a través de la primera puerta a la izquierda, que daba a una diminuta sala de estar.
No había libros, cuadros, fotografías ni televisor; sólo un par de viejas y sucias butacas y una estantería rota. El suelo estaba alfombrado de porquería. Unas flamantes cajas de cartón apiladas contra la pared resultaban totalmente incongruentes.
De pie en el centro de la habitación había un niñito con las piernas desnudas, camiseta y un voluminoso pañal-braguita. Kay sabía, porque lo había leído en el expediente, que tenía tres años y medio. Parecía gimotear por inercia y sin motivo, emitiendo un ruido como de motor para indicar que estaba allí. Aferraba un paquete de cereales en miniatura.
—Éste debe de ser Robbie, ¿no? —dijo Kay.
El crío la miró cuando pronunció su nombre, pero siguió lloriqueando.
Terri apartó de un manotazo una lata de galletas vieja y rayada que había en una de las sucias y maltrechas butacas y se hizo un ovillo en el asiento, observando a Kay con los ojos entornados. Ella se sentó en la otra butaca, en cuyo brazo reposaba un cenicero lleno a rebosar. Varias colillas habían caído en el asiento; las notaba bajo los muslos.
—Hola, Robbie —le dijo al niño, al tiempo que abría el expediente de Terri.
El pequeño siguió con sus gimoteos, agitando el paquete de cereales; algo repiqueteaba en su interior.
—¿Qué tienes ahí? —quiso saber Kay.
Robbie se limitó a agitar el paquete con mayor energía. Una pequeña figura de plástico salió disparada de él, describió un arco en el aire y cayó por detrás de las cajas de cartón. Robbie empezó a berrear. Kay observó a Terri, que miraba a su hijo con rostro inexpresivo, hasta que por fin murmuró:
—¿Qué pasa, Robbie?
—¿Qué tal si intentamos sacarla de ahí? —propuso Kay, alegrándose de tener un motivo para levantarse y sacudirse la parte posterior de las piernas—. Echemos un vistazo.
Apoyó la cabeza contra la pared para escudriñar en el resquicio de detrás de las cajas. La figurita había quedado encajada a poca distancia. Metió una mano en el estrecho espacio. Las cajas eran pesadas y costaba moverlas. Consiguió aferrar la figura y, una vez la tuvo, comprobó que era de un hombre rechoncho y gordo como un Buda, todo de un morado brillante.
—Aquí tienes —le dijo al niño.
Robbie dejó de llorar; cogió la figura y volvió a meterla en el paquete de cereales, que empezó a agitar otra vez.
Kay miró alrededor. Bajo la estantería rota había dos cochecitos de juguete volcados.
—¿Te gustan los coches? —le preguntó a Robbie, señalándolos.
El pequeño no siguió la dirección de su dedo, sino que la miró entornando los ojos con expresión curiosa y desconfiada. Entonces se alejó a saltitos, recogió un coche y lo sostuvo en alto para que Kay lo viera.
— Bruuum —dijo—. Coche.
—Eso es —repuso Kay—. Muy bien. Coche. Brum brum . —Volvió a sentarse y sacó el bloc de notas del bolso—. Bueno, Terri, ¿qué tal andan las cosas?
Hubo un silencio antes de que Terri contestara:
—Muy bien.
—Me alegro. Mattie está de baja, de modo que yo la sustituyo. Necesito repasar un poco la información que me ha dejado, para comprobar que no haya cambiado nada desde que te vio la semana pasada, ¿de acuerdo?
»Bien, vamos a ver. Robbie va ahora a la guardería, ¿no? ¿Cuatro mañanas y dos tardes a la semana?
La voz de Kay parecía llegarle a Terri como un eco distante. Era como hablar con alguien que estuviera en el fondo de un pozo.
—Ajá —dijo tras una pausa.
—¿Qué tal le va? ¿Lo pasa bien?
Robbie embutió el cochecito en el paquete de cereales. Recogió una colilla que se había desprendido de los pantalones de Kay y la metió también con el coche y el Buda morado.
—Ajá —repuso Terri con tono amodorrado.
Pero Kay estaba leyendo la última nota que Mattie le había garabateado antes de solicitar la baja.
—¿No debería estar hoy allí, Terri? ¿No es el martes uno de los días que va?
Terri parecía luchar contra el sueño. Cabeceó ligeramente un par de veces y por fin contestó:
—Le toca a Krystal llevarlo, pero pasa.
—Krystal es tu hija, ¿no? ¿Cuántos años tiene?
—Catorce —contestó Terri como en una ensoñación—, y medio.
Kay comprobó en sus notas que Krystal tenía dieciséis. Hubo un largo silencio.
A los pies de la butaca de Terri había dos tazones desportillados. Uno contenía restos de un líquido que parecía sangre. Había cruzado los brazos sobre el pecho.
—Ya lo tenía vestido —añadió Terri arrastrando las palabras desde lo más profundo de su conciencia.
—Perdona, Terri, pero debo preguntártelo: ¿has consumido droga esta mañana?
La mujer se pasó por la boca una mano como una garra de pájaro.
—Qué va.
—Tengo caca —intervino Robbie, y se precipitó hacia la puerta.
—¿Necesita ayuda? —se ofreció Kay cuando Robbie desapareció de la vista y lo oyeron correteando escaleras arriba.
—No; sabe hacerlo solo —balbuceó Terri.
Apoyó la cabeza en el puño y el codo en la butaca. Robbie empezó a gritar desde el rellano.
—¡Puerta! ¡Puerta!
Lo oyeron aporrear la madera. Terri no se movió.
—¿Lo ayudo? —insistió Kay.
—Ajá —repuso Terri.
Kay subió la escalera y accionó el endurecido picaporte para abrirle la puerta al niño. El baño apestaba. La bañera estaba gris, con sucesivos cercos marrones, y no habían tirado de la cadena. Kay lo hizo antes de permitir que Robbie se encaramase a la taza. El niño arrugó la cara e hizo ruidosos esfuerzos, sin inmutarse ante la presencia de Kay. Un sonoro chapoteo y un nuevo tufo se añadió a la atmósfera ya pestilente. El pequeño bajó de la taza y empezó a subirse el voluminoso pañal sin limpiarse; Kay lo sentó de nuevo y trató de que lo hiciera solo, pero por lo visto esa costumbre le era ajena. Acabó por limpiarlo ella. Tenía las nalgas prácticamente en carne viva: llenas de costras, rojas e irritadas. El pañal apestaba a amoníaco. Trató de quitárselo, pero el crío gritó, le dio una patada y se apartó de ella para volver corriendo a la sala de estar con el pañal a medio subir. Kay fue a lavarse las manos, pero no había jabón. Tratando de no inhalar, salió al rellano y cerró la puerta del baño.
Echó una ojeada a los dormitorios antes de volver a la planta baja. El contenido de los tres se desparramaba hasta el rellano lleno de trastos. Todos dormían en colchones en el suelo. Aparentemente, Robbie compartía habitación con su madre. Entre la ropa sucia esparcida por todas partes vio un par de juguetes baratos, de plástico, para una edad inferior. A Kay la sorprendió que tanto el edredón como las almohadas llevaran fundas.
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