Fue la convicción de que a sus dos hijas les aguardarían aulas enteras de niñas como Krystal en el instituto Winterdown lo que decidió por fin a Miles y Samantha a sacarlas de la escuela para llevarlas a St. Anne, el colegio privado para niñas de Yarvil, donde estaban internas de lunes a viernes. El hecho de que Krystal Weedon les hubiera usurpado a sus nietas el sitio que les correspondía por derecho se convirtió rápidamente en uno de los ejemplos favoritos de Howard en sus conversaciones sobre la nefasta influencia de la barriada en la vida de Pagford.
El primer estallido de indignación de Pagford se había transformado en una sensación de agravio más templada, pero no por ello menos intensa. Los Prados contaminaban y corrompían un lugar lleno de paz y belleza, y los furiosos lugareños seguían resueltos a cortar amarras con la barriada y abandonarla a su suerte. Sin embargo, las sucesivas revisiones del perímetro territorial y las reformas llevadas a cabo en el gobierno local no se tradujeron en cambios reales: los Prados seguían formando parte de Pagford. Los recién llegados al pueblo aprendían con rapidez que aborrecer la barriada constituía un salvoconducto necesario para contar con la buena disposición de la vieja guardia de Pagford, que lo controlaba todo.
Pero ahora, más de sesenta años después de que el viejo Aubrey Fawley entregara aquel fatídico pedazo de tierra a Yarvil, tras décadas de paciente trabajo, de estrategias y peticiones, de recopilar información y arengar a subcomités, los vecinos de Pagford que se oponían a los Prados se encontraban, por fin, en el tembloroso umbral de la victoria.
La recesión estaba obligando a las autoridades locales a racionalizar, recortar y reorganizar. Entre las altas instancias de la Junta Comarcal de Yarvil había quienes preveían cierta ventaja en los resultados electorales si el municipio absorbía la barriada —que, con sus casas ruinosas, tenía pocas probabilidades de salir bien parada de las medidas de austeridad impuestas por el gobierno central— y sumaba su descontenta población al grueso de sus votantes.
Pagford tenía su propio representante en Yarvil: el consejero de la junta comarcal Aubrey Fawley. No se trataba del mismo hombre que había permitido la construcción de los Prados, sino de su hijo, el «joven Aubrey», que había heredado la finca Sweetlove y trabajaba de lunes a viernes como directivo en un banco mercantil de Londres. La implicación de Aubrey en los asuntos locales despedía cierto tufillo a penitencia, cierta sensación de que debía enmendar el daño que su padre había infligido tan despreocupadamente al pueblecito. Él y su esposa Julia donaban y entregaban los premios de la feria agrícola, participaban en una serie de comités locales y en Navidad celebraban una fiesta cuyas invitaciones eran muy codiciadas.
Howard sentía orgullo y placer ante la idea de que Aubrey y él fueran aliados tan estrechos en la incesante cruzada por adscribir los Prados a Yarvil, porque Aubrey se movía en altas esferas mercantiles que le inspiraban un fascinado respeto. Cada tarde, después de cerrar la tienda, Howard extraía el cajón de su anticuada caja registradora y contaba monedas y billetes sucios antes de guardarlos en la caja fuerte. Aubrey, por su parte, nunca tocaba dinero durante su jornada de trabajo, y sin embargo lo movía en cantidades inimaginables de un continente a otro. Lo administraba y lo multiplicaba y, cuando los pronósticos eran menos propicios, lo observaba desvanecerse desde su pedestal. Para Howard, Aubrey estaba rodeado de una mística en la que ni una crisis financiera global podría hacer mella; el dueño de la tienda de delicatessen mostraba impaciencia ante cualquiera que culpara a los iguales de Aubrey de la desastrosa situación en la que se encontraba el país. Su opinión, que no se cansaba de repetir, era que nadie se había quejado cuando las cosas marchaban bien, y le mostraba a Aubrey el mismo respeto que a un general herido en una guerra impopular.
Entretanto, como consejero de la junta comarcal, Aubrey tenía acceso a toda clase de estadísticas interesantes y estaba en buena posición para compartir con Howard gran parte de la información sobre el problemático satélite de Pagford. Ambos sabían qué cantidades exactas de recursos municipales se destinaban, sin contrapartidas ni mejoras aparentes, a las maltrechas calles de los Prados; que en la barriada nadie era dueño de su casa (mientras que por entonces casi todas las casas de ladrillo de Cantermill tenían propietarios que las habían embellecido tanto que costaba reconocerlas, con jardineras en las ventanas, porches y césped en los jardincitos delanteros); que casi dos tercios de los ocupantes de los Prados vivían de las ayudas estatales; y que una proporción considerable de su población frecuentaba la Clínica Bellchapel para Drogodependientes.
Howard siempre llevaba consigo una imagen mental de los Prados, como el recuerdo de una pesadilla: pintadas obscenas en los tablones que tapiaban las ventanas; adolescentes que merodeaban por paradas de autobús siempre pintarrajeadas; antenas parabólicas por todas partes, vueltas hacia los cielos como óvulos desnudos de sombrías flores metálicas. A menudo se hacía preguntas retóricas: ¿Por qué no habían organizado y arreglado un poco aquel sitio? ¿Qué impedía a los residentes crear un fondo común con sus escasos recursos y comprar un cortacésped entre todos? Pero esas cosas nunca pasaban: los Prados esperaban a que las administraciones locales de la ciudad y el pueblo se ocuparan de limpiar, reparar y mantener; a que dieran y dieran y volvieran a dar.
Howard se acordaba entonces de la Hope Street de su infancia, con sus diminutos jardines traseros, cuadrados de tierra apenas mayores que un mantel, pero casi todos, incluido el de su madre, rebosantes de judías verdes y patatas. Que él supiera, nada impedía a los habitantes de los Prados cultivar hortalizas, nada les impedía imponer disciplina a sus siniestros hijos encapuchados y grafiteros, nada les impedía aunar esfuerzos en una comunidad y enfrentarse a la mugre y la miseria; nada les impedía adecentarse y aceptar empleos; nada en absoluto. Y así, Howard se veía obligado a sacar la conclusión de que habían elegido libremente vivir como vivían, y que el ambiente de degradación ligeramente amenazador de la barriada no era más que una manifestación palmaria de ignorancia e indolencia.
En cambio, Pagford despedía, al menos en opinión de Howard, una especie de resplandor moral, como si el alma colectiva de la comunidad se hiciera patente en sus calles adoquinadas, en sus colinas, en sus casas pintorescas. Para Howard, el pueblo donde había nacido era mucho más que una serie de edificios y un río que fluía raudo entre sus arboladas riberas, con la majestuosa silueta de la abadía sobre los cestillos colgantes de la plaza. Para él, el pueblo era un ideal, una forma de ser; una microcivilización que se alzaba firmemente contra el declive nacional.
—Soy un hombre de Pagford —les decía a los veraneantes—, nacido y criado aquí.
Con esas palabras se hacía a sí mismo un gran cumplido disfrazado de lugar común. Había nacido en Pagford y allí moriría, y jamás había soñado con marcharse, ni ansiaba otro cambio de escenario que no fuera contemplar cómo las estaciones transformaban los bosques circundantes y el río, cómo la plaza florecía en primavera y brillaba en Navidad.
Barry Fairbrother sabía todo eso; de hecho, lo había comentado. Se había reído desde el otro extremo de la mesa en el centro parroquial, se había reído en la mismísima cara de Howard.
—¿Sabes, Howard? Para mí, Pagford eres tú.
Y Howard, sin alterarse ni un ápice (pues siempre había hecho frente a las bromas de Barry con sus propias bromas), había contestado:
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