J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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III

Pero entonces, según aseguraba la leyenda local, llegó la repentina oscuridad que acompaña siempre al hada mala.

Mientras Pagford celebraba que la finca Sweetlove hubiese caído en tan seguras manos, Yarvil estaba sumida en la construcción de un barrio de viviendas de protección oficial al sur de su núcleo urbano. El desasosiego se apoderó de Pagford cuando se supo que la nueva urbanización ocuparía parte de las tierras que había entre la ciudad y el pueblo.

Era de sobra conocido que desde la guerra había una demanda cada vez mayor de vivienda barata, pero el pueblo, momentáneamente distraído por la llegada de Aubrey Fawley, empezó a bullir de desconfianza ante las intenciones de Yarvil. Las barreras naturales del río y la colina que siempre habían garantizado la soberanía de Pagford parecieron menguar con la misma rapidez con que se multiplicaban las casas de ladrillo. Yarvil llenó hasta el último palmo de tierra disponible con esas construcciones y sólo se detuvo en el límite septentrional de Pagford.

El pueblo exhaló un colectivo suspiro de alivio que no tardaría en revelarse prematuro. De inmediato, Yarvil consideró que la urbanización de Cantermill no bastaba para satisfacer las necesidades de su población, y la ciudad empezó a buscar otras tierras que colonizar.

Fue entonces cuando Aubrey Fawley (que para los vecinos de Pagford seguía siendo más mítico que humano) tomó la decisión que desencadenaría una enconada disputa que duraría más de sesenta años.

Puesto que no sacaba ningún provecho de los campos llenos de maleza que lindaban con la nueva urbanización, vendió los terrenos a buen precio al Ayuntamiento de Yarvil, y utilizó el dinero para restaurar los alabeados paneles de madera del salón de la mansión Sweetlove.

Pagford fue presa de una furia inconmensurable. Los campos de Sweetlove habían constituido parte importante de sus defensas contra el avance de la ciudad; y ahora, de pronto, el excedente de población de Yarvil ponía en peligro el antiquísimo límite del territorio del pueblo. Alborotadas reuniones del concejo parroquial, cartas furibundas al periódico y al Ayuntamiento de Yarvil, protestas directas a quienes ostentaban el poder; nada cambió el rumbo que habían tomado las cosas.

Las casas de protección oficial empezaron a avanzar de nuevo, pero con una diferencia. En el breve intervalo que siguió a la finalización de la primera urbanización, el municipio había caído en la cuenta de que podía construir más barato. Así pues, la nueva hornada no fue de ladrillo, sino de estructura metálica y prefabricado de hormigón. Esa segunda barriada se conocería en el pueblo con el nombre de los Prados, por los campos en que se había edificado, y se distinguía de la primera fase de Cantermill por sus materiales y su arquitectura de inferior calidad.

Y fue en una de esas casas de hormigón y acero de los Prados, que a finales de los sesenta ya estaban combadas y agrietadas, donde nació Barry Fairbrother.

IV

Pese a las vagas promesas del Ayuntamiento de Yarvil de asumir la responsabilidad de mantener la nueva barriada, Pagford —como sus furibundos vecinos habían pronosticado desde el principio— no tardó en encontrarse con nuevas facturas que afrontar. Mientras que la prestación de la mayor parte de los servicios a los Prados, y el mantenimiento de sus casas, recayeron en el consistorio de Yarvil, hubo cuestiones que el municipio, con su proverbial altanería, delegó en el pueblo: la conservación de las aceras, el alumbrado y los bancos públicos, las marquesinas de autobús y los espacios comunitarios.

Los puentes que cruzaban la carretera de Pagford a Yarvil se llenaron de pintadas; las paradas de autobús de los Prados fueron objeto de vandalismo; los adolescentes de la barriada alfombraron el parque infantil de botellas de cerveza y destrozaron las farolas a pedradas. Un sendero que discurría a las afueras del pueblo, uno de los enclaves favoritos de turistas y paseantes, se convirtió en el lugar elegido por la juventud de los Prados para reunirse y «cosas mucho peores», como expresó enigmáticamente la madre de Howard Mollison. Al Concejo Parroquial de Pagford le tocó ocuparse de limpiar, reparar y reemplazar, y desde el principio se tuvo la sensación de que los fondos destinados por Yarvil a tal efecto eran insuficientes para el tiempo y los gastos requeridos.

Ningún aspecto de esa carga no deseada produjo más rabia y amargura que el hecho de que los niños de los Prados quedaran dentro de la circunscripción de la escuela primaria anglicana de St. Thomas. Los niños de la barriada disfrutaban del derecho a lucir el codiciado uniforme azul y blanco, a jugar en el patio junto a la primera piedra colocada por lady Charlotte Sweetlove y a irrumpir en las pequeñas aulas con su molesto y estridente acento de Yarvil.

En Pagford pronto se extendió la creencia popular de que las casas de los Prados estaban convirtiéndose en premio y objetivo para cualquier familia de Yarvil beneficiaria de ayuda social y con hijos en edad escolar; y que en Cantermill había una auténtica pugna por cruzar la linde hacia los Prados, igual que los mexicanos entran en Texas. Su precioso colegio de St. Thomas —un imán para los profesionales que acudían a trabajar a Yarvil y que se sentían atraídos por las pequeñas aulas, los pupitres de persiana, el vetusto edificio de piedra y el exuberante verdor del campo de deportes— se vería invadido y desbordado por hijos de marginados, drogadictos y madres de retoños engendrados por distintos padres.

Ese escenario de pesadilla nunca había sido realidad del todo, pues, aunque el St. Thomas ofrecía ventajas, también tenía sus inconvenientes: la obligación de adquirir el uniforme o rellenar los formularios requeridos para optar a una ayuda para comprarlo; la necesidad de procurarse abonos de autobús y levantarse más temprano para que los niños llegaran puntuales. Para algunas familias de los Prados, esos obstáculos resultaban insalvables, y escolarizaban a sus hijos en la gran escuela primaria construida para cubrir las necesidades de la urbanización de Cantermill, donde los alumnos no llevaban uniforme. La mayoría de los niños de los Prados que acudían al St. Thomas harían buenas migas con sus compañeros de Pagford; a algunos, de hecho, llegarían a considerarlos chicos perfectamente normales. Ése sería el caso de Barry Fairbrother, que había pasado sus años de colegial representando su papel de payaso de la clase listo y popular, advirtiendo sólo muy de vez en cuando que a los padres y madres de Pagford se les congelaba la sonrisa cuando mencionaba dónde vivía.

No obstante, en el St. Thomas se veían obligados en ocasiones a admitir a algún alumno de los Prados indudablemente problemático. Krystal Weedon vivía con su bisabuela en Hope Street cuando le llegó el momento de empezar el colegio, de modo que no hubo forma de impedir que se matriculara en el centro, si bien el pueblo, cuando la niña regresó a los Prados con su madre a la edad de ocho años, abrigó grandes esperanzas de que no volviera nunca al St. Thomas.

El lento tránsito de Krystal por la escuela había sido parecido al de una cabra a través del cuerpo de una boa constrictor: un trayecto igualmente visible e incómodo para las dos partes implicadas. Tampoco era que Krystal estuviese siempre en las aulas: durante gran parte de su escolarización en el St. Thomas había recibido clases individuales de un profesor especial.

Un golpe de verdadera mala suerte quiso que Krystal estuviese en la misma clase que Lexie, la nieta mayor de Howard y Shirley. En cierta ocasión, Krystal la había abofeteado con tanta fuerza que le hizo saltar dos dientes. Que ya los tuviera flojos no les pareció a los padres y los abuelos de la niña un atenuante digno de consideración.

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