J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Voy a tomármelo como un gran cumplido, Barry, sea cual sea tu intención.

Podía permitirse reír. La última ambición que le quedaba en la vida estaba casi a su alcance: la devolución de los Prados a Yarvil parecía segura e inminente.

Entonces, dos días antes de que Barry Fairbrother cayera fulminado en un aparcamiento, Howard había sabido a través de una fuente fidedigna que su oponente había quebrantado todas las reglas conocidas de su cargo y acudido al periódico local con una historia sobre la bendición que había supuesto para Krystal Weedon estudiar en el St. Thomas.

La idea de exhibir a Krystal Weedon ante el público lector como ejemplo de la exitosa integración de los Prados y Pagford podría haber tenido gracia (eso dijo Howard), de no haber sido tan grave. Sin duda, Fairbrother habría aleccionado a la muchacha, y la verdad sobre sus groserías, sus molestas interrupciones en clase, las lágrimas de los demás niños, las asiduas expulsiones y readmisiones, se habría perdido entre mentiras.

Howard confiaba en la sensatez de los habitantes del pueblo, pero temía los sesgos interpretativos de los periodistas y la interferencia de los buenos samaritanos ignorantes. Su oposición, aunque basada en fuertes principios, también era personal: aún no había olvidado a su nieta llorando en sus brazos, con dos agujeros sanguinolentos donde tenía los dientes, mientras él trataba de calmarla con la promesa de un regalo triple del ratoncito Pérez.

Martes

I

La mañana del segundo día tras la muerte de su marido, Mary Fairbrother se despertó a las cinco en punto. Había dormido en el lecho conyugal con su hijo de doce años, Declan, que se metió llorando entre las sábanas poco después de medianoche. Ahora estaba profundamente dormido, de modo que Mary se levantó con sigilo y bajó a la cocina para dar rienda suelta a las lágrimas. A cada hora aumentaba su dolor, porque la alejaba más del Barry vivo y constituía un minúsculo anticipo de la eternidad que iba a tener que pasar sin él. Una y otra vez olvidaba, durante un fugaz instante, que Barry se había ido para siempre y ya no podría acudir a él en busca de consuelo.

Cuando su hermana y su cuñado llegaron para preparar el desayuno, Mary cogió el móvil de Barry y se fue al estudio, donde empezó a buscar los números de varios de los muchos conocidos de su marido. Sólo llevaba en ello unos minutos cuando el teléfono que tenía en las manos empezó a sonar.

—¿Sí? —susurró.

—¡Ah, hola! Quisiera hablar con Barry Fairbrother. Soy Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette .

La desenvuelta voz de la joven le sonó a Mary ruidosa y horrible como una fanfarria; su estridencia se llevó consigo el sentido de las palabras.

—¿Perdone?

—Soy Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette . Me gustaría hablar con Barry Fairbrother. Por su artículo sobre los Prados.

—Ah —dijo Mary.

—Sí, no nos ha facilitado los datos de esa chica de la que habla. Se supone que hemos de entrevistarla. Krystal Weedon, ¿sabe?

Para Mary, cada palabra era como una bofetada. Contra toda lógica, se quedó sentada e inmóvil en la vieja silla giratoria de Barry y dejó que le llovieran los golpes.

—¿Me oye?

—Sí —contestó, y se le quebró la voz—. Sí, la oigo.

—Ya sé que el señor Fairbrother tenía mucho interés en estar presente cuando entrevistáramos a Krystal, pero vamos mal de tiempo y…

—No podrá estar presente —la interrumpió Mary, y su voz se volvió un chillido—: ¡No podrá volver a hablar de los puñeteros Prados ni de ninguna otra cosa! ¡Nunca más!

—¿Cómo? —preguntó la joven.

—Mi marido está muerto. ¿Entiende? Muerto. Así que los Prados tendrán que seguir sin él, ¿no cree?

Le temblaban tanto las manos que el móvil se le escurrió entre los dedos y, durante los instantes que tardó en conseguir cortar la comunicación, supo que la periodista oía sus entrecortados sollozos. Entonces se acordó de que Barry había dedicado casi todo su último día en este mundo y su aniversario de boda a su obsesión por los Prados y Krystal Weedon; la furia brotó en su interior y arrojó el móvil con tanta fuerza que dio contra una fotografía enmarcada de sus cuatro hijos y la tiró al suelo. Empezó a gritar y llorar a la vez. Su hermana y su cuñado subieron corriendo la escalera e irrumpieron en la habitación.

Al principio, lo único que consiguieron sacarle fue:

—¡Los puñeteros Prados, los puñeteros Prados!…

—Barry y yo crecimos allí —musitó su cuñado, pero se abstuvo de comentar nada más por temor a avivar la histeria de Mary.

II

La asistente social Kay Bawden y su hija Gaia se habían mudado hacía sólo cuatro semanas, procedentes de Londres, y eran las vecinas más nuevas de Pagford. Kay no estaba familiarizada con la conflictiva historia de los Prados; para ella, era simplemente la barriada donde vivían muchos de sus asistidos. Lo único que sabía de Barry Fairbrother era que su muerte había provocado aquella desgraciada escena en su cocina, cuando su amante, Gavin, había huido de ella y de sus huevos revueltos, llevándose consigo todas las esperanzas que había alimentado su forma de hacerle el amor.

Kay pasó la hora del almuerzo del martes en un área de descanso entre Pagford y Yarvil, comiendo un bocadillo en el coche y leyendo un grueso fajo de notas. Una de sus colegas había pedido la baja por estrés, por lo que le habían endosado a ella un tercio de sus casos. Poco después de la una, emprendió el camino hacia los Prados.

Ya había visitado varias veces la barriada, pero aún no conocía bien el laberinto de calles. Por fin encontró Foley Road e identificó a cierta distancia la casa que parecía la de los Weedon. El expediente dejaba bastante claro con qué iba a encontrarse, y el aspecto de la casa no lo desmentía en absoluto.

Había un montón de basura contra la fachada: bolsas de plástico repletas de porquería, junto con ropa vieja y pañales usados. Algunos de esos desperdicios se habían desparramado por el descuidado jardín, pero el grueso de la basura seguía amontonado bajo una de las dos ventanas de la planta baja. En el centro del jardín había un neumático roto; lo habían movido recientemente, porque un par de palmos más allá se veía un círculo de hierba muerta, amarillenta y aplastada. Después de llamar al timbre, Kay reparó en un condón usado que brillaba en la hierba junto a sus pies, como la fina crisálida de una oruga enorme.

Sentía aquella leve aprensión que nunca había superado del todo, aunque no se podía comparar con los nervios de los primeros tiempos ante las puertas de los desconocidos. En aquel entonces, pese a toda su formación y a que solía acompañarla un colega, a veces había experimentado verdadero miedo. Perros peligrosos, hombres blandiendo cuchillos, niños con heridas atroces; se había encontrado con todo eso, y con cosas peores, en los años que llevaba visitando casas de extraños.

Nadie acudió a abrir, pero oía gimotear a un crío a través de la entreabierta ventana de la planta baja, a su izquierda. Probó a llamar con los nudillos y un pequeño copo de pintura crema se desprendió de la puerta para aterrizarle en la puntera del zapato. La hizo acordarse del estado de su nuevo hogar. Habría sido un detalle que Gavin se ofreciera a ayudarla con las pequeñas reformas, pero no había dicho palabra. A veces, Kay repasaba todas las cosas que él no decía ni hacía, como un usurero que revisara sus pagarés, y se sentía amargada, furiosa y decidida a obtener una compensación.

Volvió a llamar, antes de lo que lo habría hecho de no haber necesitado distraerse de sus sombríos pensamientos, y en esta ocasión oyó una voz distante:

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