Tessa se dejó caer en su silla con un débil quejido, se quitó el reloj, que le apretaba, y lo dejó encima de la mesa, junto a unas hojas impresas y unas notas. Dudaba que ese día fuera a avanzar mucho en los asuntos que tenía previstos; es más, hasta dudaba que Krystal Weedon fuera a presentarse. Ésta no tenía ningún reparo en marcharse del instituto cuando se enfadaba, se disgustaba o se aburría. A veces la detenían antes de que llegara a la verja y la hacían volver por la fuerza entre gritos y reniegos; otras veces eludía con éxito la captura y faltaba a clase varios días. A las once menos veinte sonó el timbre, y Tessa siguió esperando.
Krystal irrumpió en el despacho a las diez y cincuenta y un minutos y cerró de un portazo. Se sentó en una silla enfrente de Tessa, con los brazos cruzados sobre el amplio busto y con sus pendientes baratos oscilando.
—Puede decirle a su marido —empezó con voz temblorosa— que yo no me he reído, joder.
—No digas palabrotas, por favor.
—¡No me he reído, ¿vale?! —le gritó Krystal.
Un grupo de alumnos de sexto cargados de carpetas habían llegado a la biblioteca. Miraron a través del cristal de la puerta; uno sonrió burlonamente al ver la nuca de Krystal. Tessa se levantó, bajó el estor y volvió a sentarse delante del sol y la luna.
—Muy bien, Krystal. ¿Por qué no me cuentas qué ha pasado?
—Su marido ha dicho algo sobre el señor Fairbrother, ¿vale?, y yo no lo he oído bien, ¿vale?, y Nikki me lo ha repetido, joder, y yo he…
—¡Krystal!
—… y yo he flipado, ¿vale?, y he gritado, pero no me he reído. ¡Joder, yo no…!
—Krystal…
—¡No me he reído, ¿vale?! —volvió a chillar, con los brazos apretados contra el pecho y las piernas cruzadas y enroscadas.
—Está bien, Krystal.
Tessa estaba acostumbrada a enfrentarse al mal carácter de los alumnos que visitaban asiduamente el despacho de orientación. Muchos carecían del sentido ético más elemental; mentían, se comportaban mal y engañaban por rutina, pero cuando se los acusaba injustamente sentían una rabia genuina y sin límites. Tessa creyó reconocer aquello como indignación auténtica, a diferencia de aquella otra, artificial, que Krystal también era experta en aparentar. Fuera como fuese, el chillido que Tessa había oído en la reunión le había parecido de espanto y consternación más que de burla o diversión. Y se había alarmado al ver que Colin lo identificaba en público como una risa.
—Le he dicho a Cuby…
—¡Krystal!
—Le he dicho a su puto marido…
—Krystal, por última vez, basta de palabrotas.
—¡Le he dicho que no me había reído! ¡Se lo he dicho! ¡Y me hace la putada de castigarme igualmente!
Las lágrimas de rabia brillaban en sus ojos, muy perfilados. Estaba congestionada; con las mejillas enrojecidas, miraba a Tessa con odio, lista para largarse, para maldecir, para enseñarle también a ella el dedo corazón. Los casi dos años de confianza frágil como una telaraña, tejida laboriosamente entre las dos, estaban tensándose y amenazaban con romperse.
—Te creo, Krystal. Te creo cuando aseguras que no te has reído, pero no digas más palabrotas en mi presencia, por favor.
De pronto, la chica empezó a frotarse los ojos con unos dedos regordetes, emborronándose la cara de perfilador. Tessa sacó pañuelos de papel del cajón de su escritorio y se los ofreció. Krystal los cogió sin dar las gracias, se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz. Las manos eran su parte más conmovedora: tenía las uñas cortas y anchas, pintadas chapuceramente, y todos los gestos que hacía con ellas eran inocentes y directos como los de una niña pequeña.
Tessa esperó hasta que los resoplidos de la chica se calmaron. Entonces dijo:
—Ya veo que la muerte del señor Fairbrother te ha afectado mucho…
—Pues sí —saltó Krystal con súbita agresividad—. ¿Qué pasa?
De pronto, Tessa se imaginó a Barry escuchando aquella conversación. Le pareció ver su sonrisa atribulada y oírle decir con claridad: «Pobre chiquilla.» Cerró los ojos, que tenía irritados; no podía hablar. Oyó que Krystal se rebullía, contó despacio hasta diez y volvió a abrir los ojos. La chica la miraba fijamente, con los brazos cruzados, sonrojada y desafiante.
—Yo también siento mucho lo del señor Fairbrother —dijo Tessa—. Era amigo nuestro. Por eso el señor Wall está un poco…
—Le he dicho que yo no…
—Por favor, déjame acabar. Hoy el señor Wall está muy triste, y seguramente por eso… por eso te ha malinterpretado. Hablaré con él.
—No me quitará el pu…
—¡Krystal!
—Sé que no me quitará el castigo.
Krystal adelantó un pie y empezó a golpear una pata del escritorio, marcando un ritmo acelerado. Tessa levantó los codos para no notar la vibración y dijo:
—Hablaré con el señor Wall.
Compuso lo que ella consideraba una expresión neutral y esperó pacientemente a que Krystal cediera. Ésta permaneció callada, enfurruñada, golpeteando la pata y tragando saliva de vez en cuando.
—¿Qué le ha pasado al señor Fairbrother? —preguntó por fin.
—Creen que le estalló una arteria del cerebro.
—Pero ¿por qué?
—Por lo visto había nacido con ese problema y no lo sabía.
Tessa era consciente de que Krystal sabía más de muertes repentinas que ella misma. En el círculo de la madre de Krystal era tan frecuente que las personas murieran prematuramente que se diría que participaban en alguna guerra secreta de la que el resto del mundo no sabía nada. Krystal le había contado a Tessa que cuando tenía seis años había encontrado el cadáver de un joven desconocido en el cuarto de baño de su madre. Eso había dado pie a que, una vez más, la pusieran bajo la custodia de la abuelita Cath. La abuelita Cath ocupaba un lugar preponderante en muchas de las historias que la chica contaba sobre su infancia; era una extraña mezcla de salvadora y azote.
—Ahora el equipo se irá a la mierda —dijo.
—No tiene por qué, Krystal. Y no sigas con las palabrotas, por favor.
—Anda que no.
A Tessa le habría gustado contradecirla, pero el agotamiento diluyó ese impulso. Además, Krystal tenía razón, tal como decía la parte más realista del cerebro de Tessa. Aquello iba a ser el final de la embarcación de ocho remeras. Barry era la única persona del mundo capaz de meter a Krystal Weedon en un equipo y conseguir que permaneciera en él. Tessa estaba convencida de que ahora la chica lo abandonaría; probablemente Krystal también lo sabía. Se quedaron un rato calladas; Tessa estaba demasiado cansada para buscar las palabras que podrían haber rebajado la tensión. Tenía escalofríos y se sentía desprotegida, exhausta. Llevaba veinticuatro horas sin dormir.
(Samantha Mollison la había telefoneado desde el hospital a las diez en punto, justo cuando Tessa salía de darse un largo baño y se disponía a ver las noticias de la BBC. Había vuelto a vestirse apresuradamente mientras Colin hacía ruidos inarticulados y tropezaba con los muebles. Desde abajo le habían dicho a su hijo adónde iban, y luego habían corrido hasta el coche. Colin había conducido a excesiva velocidad hasta Yarvil, como si cubriendo el trayecto en un tiempo récord pudiese devolver a Barry a la vida, como si pretendiera tomarle la delantera a la realidad para modificarla.)
—Si no me dice nada, me voy —amenazó la joven.
—Por favor, no seas maleducada, Krystal. Esta mañana estoy muy cansada. El señor Wall y yo hemos pasado la noche con la señora Fairbrother en el hospital. Somos buenos amigos.
(Mary se había derrumbado al ver a Tessa: se le había echado a los brazos y había ocultado la cara en su cuello soltando un gemido desgarrador. Mientras lloraba ella también, y sus lágrimas resbalaban por la estrecha espalda de Mary, había pensado con asombrosa claridad que el ruido que estaba haciendo su amiga se llamaba plañido. El cuerpo que Tessa había envidiado tantas veces, menudo y ligero, había temblado en sus brazos, apenas capaz de contener el dolor que le exigían soportar.
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