J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Paseó la mirada por la sala (Andrew se permitió mirar, ya que la mitad de los allí reunidos la estaban observando y quien iba a hablar era sólo Cuby; llegaba tarde, era nueva y guapa) y entró deprisa, pero no demasiado (porque tenía el don del aplomo, igual que Fats), bordeando la última fila de alumnos. Andrew no podía girar la cabeza para seguir contemplándola, pero de pronto le vino a la mente, con una fuerza que le hizo zumbar los oídos, que al arrimarse a Fats había dejado un asiento libre a su lado.

Oyó acercarse unos pasos rápidos y ligeros y de pronto ella estaba allí: se había sentado a su lado. Gaia empujó sin querer la silla de Andrew, rozándolo con el codo. Él percibió una débil ráfaga de perfume. Le ardía toda la parte izquierda del cuerpo por la proximidad de ella, y agradeció que la mejilla de ese lado tuviera mucho menos acné que la derecha. Nunca habían estado tan cerca, y no sabía si se atrevería a mirarla o dar alguna muestra de haberla reconocido; pero enseguida pensó que llevaba demasiado rato paralizado y ya era tarde para hacerlo con naturalidad.

Se rascó la sien izquierda para taparse la cara y desvió la vista hacia las manos de Gaia, recogidas sobre el regazo. Uñas cortas, limpias y sin pintar. En un meñique llevaba un sencillo anillo de plata. Fats le dio un discreto codazo a Andrew en el costado.

—Por último —dijo Cuby, y Andrew se dio cuenta de que ya le había oído decir esas palabras dos veces, y de que el silencio reinante en la sala se había solidificado al cesar todo movimiento, quedando el ambiente preñado de curiosidad, regocijo e impaciencia—. Por último —repitió Cuby, y le tembló la voz—, tengo que comunicaros… tengo que comunicaros una noticia muy triste. El señor Barry Fairbrother, que con tanto éxito entrenaba a nuestro equipo femenino de… de… de remo desde hace dos años… —se pasó una mano por los ojos—, ha fallecido…

Cuby Wall estaba llorando delante de todo el instituto; había agachado la cabeza hasta pegar la barbilla al pecho, mostrando su calva a la concurrencia. Un suspiro colectivo y un murmullo de risitas recorrieron simultáneamente el gimnasio, y muchas caras se volvieron hacia Fats, que permanecía indiferente, con gesto un tanto burlón, pero por lo demás imperturbable.

—… falleció… —sollozó Cuby, y la directora se puso en pie con cara de enfado—, falleció… anoche.

Un chillido se alzó entre las hileras de sillas del fondo de la sala.

—¡¿Quién se ha reído?! —bramó Cuby, y el ambiente, cargado de tensión, crepitó deliciosamente—. ¡Cómo se atreve! ¡Ha sido una chica! ¿Quién ha sido?

El señor Meacher ya se había levantado y gesticulaba frenético en dirección a alguien que estaba en el centro de la fila, justo detrás de Andrew y Fats; la silla de Andrew volvió a sacudirse, porque Gaia había girado el torso para mirar, como todos. El cuerpo de Andrew parecía haberse vuelto supersensorial, y notaba cómo el de Gaia se arqueaba hacia él. Si se volvía en la dirección opuesta, se encontrarían cara a cara.

—¿Quién se ha reído? —repitió Colin Wall, y se puso de puntillas, como si desde su posición pudiera descubrir al culpable.

Meacher articulaba palabras y hacía señas, enardecido, a quien había señalado como responsable.

—¿Quién es, señor Meacher? —exigió saber el subdirector.

Meacher parecía poco dispuesto a revelar esa información; aún no lograba convencer al culpable de que se levantara de su asiento, pero cuando Colin Wall amenazó con abandonar el atril para investigar por su cuenta, Krystal Weedon se alzó de un brinco, roja como un tomate, y avanzó de lado ante la hilera de sillas.

—¡Ven a verme a mi despacho inmediatamente después de la reunión! —le ordenó Colin Wall—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué falta de respeto! ¡Fuera de aquí!

Pero Krystal se paró al llegar al final de la hilera, le enseñó el dedo corazón al subdirector y gritó:

—¡Yo no he hecho nada, gilipollas!

Se produjo una erupción de risas y excitada cháchara. Los profesores intentaron en vano sofocar el bullicio, y hubo un par que se levantaron para intimidar a los alumnos y restablecer el orden.

La puerta de doble batiente se cerró detrás de Krystal y el señor Meacher.

—¡Basta! —ordenó la directora, y un silencio precario, salpicado de susurros, volvió a extenderse por la sala.

Fats mantenía la mirada al frente, aunque por una vez su indiferencia presentaba un aire forzado, y su piel, un matiz más oscuro.

Andrew notó que Gaia se dejaba caer en la silla. Hizo acopio de valor, miró de soslayo hacia la izquierda y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

VII

Aunque la tienda de delicatessen de Pagford no abría hasta las nueve y media, Howard Mollison había llegado temprano. Era un hombre desmesuradamente obeso de sesenta y cuatro años. Su inmensa barriga le caía hacia los muslos como un delantal, de modo que lo primero en lo que pensaba mucha gente cuando lo conocía era en su pene, preguntándose cuándo se lo habría visto por última vez, cómo se lo lavaría, cómo se las ingeniaría para realizar cualquiera de las actividades para las que está diseñado. Debido en parte a que su físico daba lugar a esas elucubraciones, y en parte a la agudeza de sus bromas, Howard conseguía incomodar y desarmar casi en igual medida, y sus clientes casi siempre compraban más de lo que tenían previsto. Hablaba sin cesar mientras con una mano de dedos rechonchos deslizaba adelante y atrás la máquina de cortar fiambre, de la que caían unas lonchas de jamón finas como la seda, que iban plegándose sobre sí mismas en el celofán colocado debajo; siempre tenía un guiño a punto en los ojos, azules y muy redondos, y, de risa fácil, con cada carcajada le temblaban los carrillos.

Howard se ponía un disfraz para trabajar: camisa blanca, un rígido delantal de lona verde oscuro, pantalones de pana y una gorra de cazador con orejeras en la que había pinchado varios anzuelos de mosca. La gorra tal vez pareciera una broma al principio, pero hacía mucho que había dejado de serlo. Se la encasquetaba todas las mañanas laborables, ajustándosela sobre la mata de rizos canosos con precisión obsesiva, valiéndose del espejito del lavabo para el personal.

Le procuraba un gran placer abrir la tienda. Le encantaba estar allí cuando lo único que se oía era el débil rumor de las neveras, y disfrutaba devolviéndolo todo a la vida. Encendía las luces, subía las persianas, destapaba los tesoros guardados en la nevera expositora: las alcachofas de un verde claro y grisáceo, las aceitunas negro ónix, los tomates secos enroscados como caballitos de mar rojos, flotando en aceite aderezado con hierbas.

Sin embargo, esa mañana su entusiasmo tenía una buena dosis de impaciencia. Su socia Maureen ya llegaba tarde y, como le había sucedido a Miles poco antes, Howard temía que alguien se le adelantara y le revelara aquella sensacional noticia, porque Maureen no tenía teléfono móvil.

Se detuvo junto al arco recién abierto en la pared que separaba la tienda de delicatessen de la antigua zapatería que pronto se convertiría en la nueva cafetería de Pagford, y revisó el estado de la lámina de plástico industrial transparente que impedía que entrara el polvo. Tenían previsto abrir la cafetería antes de Semana Santa, a tiempo para atraer a los turistas que visitaban el West Country y para quienes todos los años Howard llenaba los escaparates de productos típicos del lugar, como sidra, queso y figuritas de paja.

La campanilla tintineó a su espalda; Howard se dio la vuelta, y su remendado y reforzado corazón se aceleró a causa de la emoción.

Maureen era una mujer de sesenta y dos años, menuda y muy cargada de espaldas, y la viuda de quien originalmente había sido el socio de Howard. Su postura encorvada la hacía parecer mucho mayor de lo que era, aunque se esforzaba para aferrarse a la juventud: se teñía el pelo de negro, vestía ropa de colores llamativos y se bamboleaba sobre unos zapatos de tacones imprudentemente altos que en la tienda se cambiaba por unas sandalias Dr. Scholl.

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