Transcurrieron unos segundos.
—¿Es una broma? —preguntó por fin con voz seca y aguda.
—Por supuesto que no —dijo Maureen, saboreando su propia indignación—. ¿A quién se le ocurriría hacer una broma semejante?
Parminder dejó bruscamente la botella de aceite sobre el mostrador de tablero de vidrio y salió de la tienda.
—¡Pues vaya! —suspiró Maureen dando rienda suelta a su desaprobación—. «¿Es una broma?» ¡Qué encanto!
—Ha sido la impresión —dijo Howard sabiamente, mientras miraba a Parminder Jawanda atravesar la plaza a toda prisa, la gabardina ondeando tras ella—. Debe de estar tan disgustada como la viuda. En fin —añadió, rascándose distraídamente el pliegue de la barriga, que le picaba a menudo—, será interesante ver lo que la doctora…
No terminó la frase, pero no importaba: Maureen sabía exactamente a qué se refería. Mientras miraban doblar la esquina y desaparecer a la concejala Jawanda, ambos cavilaban sobre la plaza vacante, y no la contemplaban como un espacio vacío, sino como el bolsillo de un mago, lleno de posibilidades.
La antigua vicaría era la última y más grandiosa de las casas victorianas de Church Row. Se erguía al fondo, en medio de un gran jardín triangular, ante la iglesia de St. Michael and All Saints, situada en la acera de enfrente.
Tras recorrer presurosa los últimos metros de la calle, Parminder forcejeó un poco con la cerradura y entró. No daría crédito a la noticia hasta habérsela oído a alguien más, no importaba a quién; pero el teléfono ya había empezado a sonar en la cocina, presagiando lo peor.
—¿Sí?
—Soy yo.
El marido de Parminder era cirujano cardiovascular. Trabajaba en el hospital South West General de Yarvil y raramente llamaba por teléfono a casa desde el trabajo. Parminder asía el auricular con tanta fuerza que le dolían los dedos.
—Me he enterado por casualidad. Tiene pinta de haber sido un aneurisma. Le he pedido a Huw Jeffries que le dé preferencia a la autopsia. A Mary le hará bien saber qué ha pasado. Es posible que se la estén practicando ahora mismo.
—Vale —susurró Parminder.
—Tessa Wall estaba allí. Llámala.
—Sí. Vale.
Pero después de colgar se dejó caer en una silla de la cocina y se quedó mirando embobada el jardín trasero, tapándose la boca con las manos.
Todo se había hecho pedazos. Que los objetos siguieran allí —las paredes, las sillas, los dibujos de los niños en las paredes— no significaba nada. Cada átomo de todo aquello había estallado para reconstituirse en un instante, y su permanencia y solidez aparentes en realidad eran risibles; se disolvería todo con sólo tocarlo, porque de pronto todo se había vuelto fino y desmenuzable como el papel de seda.
Parminder no podía controlar sus pensamientos; éstos también se habían desintegrado, y fragmentos aleatorios de memoria emergían para girar sobre sí mismos y salir despedidos. Se vio bailando con Barry en la fiesta de Nochevieja de los Wall, y recordó la absurda conversación que habían mantenido mientras volvían a pie de la última reunión del concejo parroquial.
—Vuestra casa tiene cara de vaca —le había dicho ella.
—¿Cara de vaca? ¿Qué significa eso?
—Es más estrecha por delante que por detrás. Da buena suerte. Pero está orientada hacia un cruce. Eso da mala suerte.
—Pues así, la buena y la mala suerte quedan compensadas —había dicho Barry.
Ya entonces la arteria de su cabeza debía de haber empezado a dilatarse peligrosamente, sin que ninguno de los dos supiera nada.
Parminder fue a ciegas de la cocina al salón, que siempre estaba en penumbra, hiciera el tiempo que hiciera, por la sombra del altísimo pino escocés que se alzaba en el jardín delantero. Odiaba ese árbol, y si seguía allí era únicamente porque Vikram y ella sabían que los vecinos armarían un escándalo si lo cortaban.
No conseguía calmarse. Recorrió el pasillo y volvió a la cocina; levantó el auricular y llamó a Tessa Wall, que no contestó. Debía de estar en el trabajo. Temblando, Parminder se sentó de nuevo en la silla de la cocina. Sentía un dolor tan grande y descontrolado que la aterrorizaba; era como si una bestia malvada hubiera surgido de entre las tablas del suelo. Barry, el pequeño y barbudo Barry, su amigo, su aliado.
Su padre había muerto de la misma forma. Entonces ella tenía quince años, y al volver del centro lo habían encontrado tumbado boca abajo en el jardín, junto al cortacésped, el sol calentándole el cráneo. Parminder detestaba las muertes repentinas. Para ella, el deterioro lento y prolongado que tanto temía mucha gente era una perspectiva reconfortante; así uno tenía tiempo para prepararse y organizarse, para despedirse del mundo.
Seguía tapándose la boca con las manos. Dirigió la vista hacia el grave y dulce semblante del gurú Nanak clavado en el tablón de corcho.
A Vikram no le gustaba aquel retrato.
—¿Qué hace eso ahí?
—A mí me gusta —había replicado ella, desafiante.)
Barry, muerto.
Bloqueó las intensas ganas de llorar con una frialdad que su madre siempre había deplorado, sobre todo tras la muerte de su padre, cuando sus otras hermanas, sus tías y primas sollozaban y se golpeaban el pecho. «¡Y además tú eras su favorita!» Pero Parminder guardaba sus lágrimas con celo en su interior, donde se sometían a una transformación alquímica para luego salir convertidas en ríos de lava de rabia que vertía periódicamente sobre sus hijos en casa y sobre las recepcionistas en el trabajo.
Todavía veía a Howard y Maureen detrás del mostrador, el uno inmenso, la otra escuálida, y en su imaginación ellos la miraban desde arriba y le decían que su amigo había muerto. Con un arrebato de ira y odio que casi agradeció, pensó: «Se alegran. Creen que ahora ganarán.»
Volvió a levantarse, fue al salón y cogió del estante más alto un volumen de los Sainchis , su flamante libro sagrado. Lo abrió al azar y leyó sin sorprenderse, más bien con la sensación de estar contemplando su expresión de desconsuelo en un espejo:
«El mundo es un abismo profundo y oscuro. Y la Muerte lanza sus redes desde todos los ángulos.»
Al despacho destinado a las sesiones de orientación del instituto Winterdown se accedía por la biblioteca del centro. No tenía ventanas y lo iluminaba un único tubo fluorescente.
Tessa Wall, la responsable de orientación y esposa del subdirector, entró en la estancia a las diez y media, entumecida de cansancio y con una taza de café instantáneo bien cargado que se había llevado de la sala de profesores. Era una mujer feúcha, de escasa estatura, rolliza y de cara redonda, que se cortaba ella misma el canoso cabello —el flequillo casi siempre le quedaba un poco torcido— y llevaba ropa de tejidos naturales y bisutería de madera y abalorios. La falda larga que se había puesto ese día era de algo parecido a la arpillera, y la había combinado con una rebeca de punto grueso de color verde manzana. Tessa raramente se miraba en un espejo de cuerpo entero, y boicoteaba las tiendas donde hacerlo era inevitable.
Había intentado mitigar el parecido del despacho con una celda, colgando en la pared un tapiz nepalí que conservaba de su época de estudiante: un arco iris con un sol y una luna amarillo chillón que emitían rayos estilizados y ondulados. El resto de las paredes estaban adornadas con una serie de pósters que ofrecían consejos útiles para potenciar la autoestima o números de teléfono a los que se podía llamar anónimamente para pedir ayuda sobre diversos temas de salud mental y emocional. La directora había hecho un comentario un tanto sarcástico la última vez que había entrado en el despacho de orientación: «Ya veo: y si falla todo lo demás, llaman al teléfono de atención al menor», dijo, señalando con el dedo el póster más destacado.
Читать дальше