J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Paseando sin un destino concreto, en cierto momento se encontró en Foley Road. Krystal Weedon vivía allí. Fats no sabía si ese día había ido al instituto, pero no tenía intención de hacerle creer que había acudido en su busca.

Habían quedado en verse la noche del viernes. Fats les había dicho a sus padres que iría a casa de Andrew para hacer un trabajo para la clase de lengua. Krystal parecía comprender qué iban a hacer, y parecía dispuesta a hacerlo. Hasta entonces, le había permitido a Fats introducir dos dedos en su intimidad, caliente, firme y resbaladiza, además de sobarle los pechos cálidos y turgentes tras desabrocharle el sujetador. Fats había ido resueltamente en su busca durante el baile de Navidad de la escuela: la sacó de la pista ante la incrédula mirada de Andrew y los demás y se la llevó a la parte de atrás del edificio. Krystal parecía casi tan sorprendida como los otros, pero, tal como Fats esperaba, apenas ofreció resistencia. Su elección de Krystal había sido deliberada; y tenía lista una respuesta guay y descarada para cuando llegó el momento de enfrentarse a los abucheos y burlas de los colegas:

—Cuando uno quiere patatas fritas, no va a un puto bufet de ensaladas. —La analogía no ofrecía dudas, pero aun así tuvo que explicarla—: Tíos, vosotros seguid con vuestras pajas. Yo quiero follar.

Eso les había borrado la sonrisa de la cara. Todos, Andrew incluido, tuvieron que tragarse las burlas y admirar el absoluto descaro con que Fats perseguía el objetivo, el único y verdadero objetivo. Estaba claro que había elegido la ruta más directa para alcanzarlo y ninguno pudo discutirle su osado pragmatismo. Fats se percató de que hasta el último de ellos se preguntaba por qué no había tenido los huevos de considerar ese medio para llegar al anhelado fin.

—Hazme un favor y no le menciones esto a mi madre, ¿vale? —le había murmurado a Krystal cuando cogían aire entre las largas y húmedas exploraciones de la boca del otro y mientras los pulgares de Fats le frotaban una y otra vez los pezones.

Krystal soltó una risita y lo besó con mayor ímpetu. No le preguntó por qué la había elegido a ella, no le preguntó nada; parecía muy ufana por las reacciones de los conocidos de ambos, tan distintos entre sí, como si se jactara de la confusión provocada y hasta del asco que fingían sentir los amigos de Fats. Apenas habían cruzado palabra durante tres tandas más de exploración y experimentación carnal. Fats se había ocupado de organizarlas, pero ella había estado más disponible de lo habitual, dejándose ver en sitios donde él pudiese encontrarla con facilidad. La noche del viernes sería su primera cita fijada con antelación. Fats había comprado condones.

La perspectiva de llegar hasta el final guardaba alguna relación con hacer novillos para ir a los Prados, aunque no había pensado en la propia Krystal (o no en la que había más allá de sus espléndidos pechos y aquella vagina milagrosamente desprotegida) hasta que vio el rótulo de su calle.

Fats volvió sobre sus pasos, encendiendo otro pitillo. Leer «Foley Road» le había dado la extraña sensación de que aquél no era buen momento. Ese día, los Prados parecían banales e inescrutables, y lo que él buscaba, lo que esperaba reconocer cuando lo encontrara, estaba hecho un ovillo en alguna parte, fuera de la vista. Por tanto, emprendió el camino de vuelta al instituto.

IV

Nadie contestaba al teléfono. De vuelta en la Oficina de Protección de la Infancia, Kay llevaba casi dos horas marcando números una y otra vez, dejando mensajes y pidiendo que le devolvieran la llamada: al asistente de salud de los Weedon, al médico de cabecera, a la guardería de Cantermill y la Clínica Bellchapel para Drogodependientes. Tenía el expediente de Terri Weedon, grueso y manoseado, abierto sobre el escritorio.

—Vuelve a drogarse, ¿no? —dijo Alex, una de las compañeras de trabajo de Kay—. Esta vez le van a dar la patada en Bellchapel y no la dejarán volver. Dice que le da pánico que le quiten a Robbie, pero no se esfuerza lo suficiente para dejar el caballo.

—Es la tercera vez que pasa por Bellchapel —comentó Una.

Basándose en lo que había visto esa tarde, Kay pensaba que había que revisar el caso, reunir a los profesionales asignados a las distintas parcelas de la vida de Terri Weedon. Fue apretando la tecla de rellamada al tiempo que se ocupaba de otras cuestiones, mientras en un rincón otro teléfono no cesaba de sonar y el contestador automático saltaba con un chasquido. En aquella oficina había poco espacio, reinaba el desorden y olía a leche cortada, porque Alex y Una tenían la costumbre de vaciar sus tazas en la maceta de la yuca de aspecto anémico que había en un rincón.

Las notas más recientes de Mattie, además de incompletas, eran un caos, llenas de tachaduras y errores en las fechas. En el expediente faltaban varios documentos clave, entre ellos una carta enviada por la clínica de desintoxicación dos semanas antes. Acabaría antes pidiéndoles información a Alex y Una.

—La última revisión del caso fue… —empezó a decir Alex mirando la yuca con el cejo fruncido— hace más de un año, calculo.

—Por lo visto, entonces pensaron que Robbie podía quedarse con ella —repuso Kay sujetando el auricular entre la oreja y el hombro, mientras buscaba las notas de la revisión en la abultada carpeta, sin éxito.

—No se trataba de que se quedara con ella o no, sino más bien de si volvía a vivir con ella. Le habían asignado una madre de acogida porque a Terri un cliente le pegó una paliza y acabó en el hospital. Cuando le dieron el alta y volvió a casa, se empeñó en recuperar a Robbie. Volvió a ingresar en el programa de Bellchapel; estaba limpia y poniendo de su parte. Y su madre prometía que iba a ayudarla. De modo que al final consiguió que le devolvieran al niño, pero al cabo de unos meses estaba chutándose otra vez.

—Pero no es la madre de Terri quien la ayuda, ¿no? —comentó Kay; empezaba a dolerle la cabeza de intentar descifrar la enorme y descuidada letra de Mattie—. Es su abuela, la bisabuela de los niños. Así que debe de tener sus años, y esta mañana Terri me ha dado a entender que la mujer está enferma. Así que si actualmente Terri es la única persona que cuida del pequeño…

—La hija tiene dieciséis años —interrumpió Una—. Es ella quien más se ocupa de Robbie.

—Bueno, pues no lo está haciendo precisamente bien —repuso Kay—. El niño no estaba en muy buen estado cuando lo he visto esta mañana.

Pero también era verdad que había visto cosas mucho peores: cardenales y llagas, cortes y quemaduras, moretones negros como el betún, costras y piojos, bebés gateando en alfombras donde cagaba el perro, niños arrastrándose con huesos rotos, e incluso (todavía soñaba con eso) uno al que su padrastro psicópata había tenido cinco días encerrado en un armario. Ése había salido en los informativos nacionales. El peligro más inmediato para Robbie eran aquellas pesadas cajas en la sala de estar, a las que había intentado encaramarse al ver que así atraía la atención de Kay. Ella las había dispuesto en dos pilas más bajas antes de marcharse. A Terri no le había gustado que tocara las cajas, y menos aún que le dijera que debía quitarle aquel pañal asqueroso a Robbie. De hecho, Terri había montado en cólera, aunque aún estaba un poco ida, y le había dicho que se largara de allí y no se le ocurriera volver.

Le sonó el móvil. Era la asistente de toxicómanos que supervisaba a Terri.

—Llevo días tratando de localizarla —le soltó la mujer de mala manera.

A Kay le costó hacerle entender que ella no era Mattie, pero eso no redujo gran cosa la hostilidad de la mujer.

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