J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Sí, aún la atendemos, pero la semana pasada dio positivo. Si vuelve a drogarse, se acabó. Ahora mismo tenemos a veinte personas que podrían ocupar su sitio y quizá sacarle algún provecho. Ésta es la tercera vez que intenta seguir nuestro programa.

Kay no le mencionó que Terri se había pinchado esa misma mañana. Luego tomó nota de todos los detalles sobre su falta de progresos en la clínica para toxicómanos.

—¿Tenéis paracetamol? —les preguntó a Una y a Alex después de colgar.

Se tomó el analgésico con té tibio, ya sin energías para ir hasta el dispensador de agua del pasillo. El ambiente de la oficina estaba cargado, con el radiador a tope. Al languidecer el día al otro lado de la ventana, la luz fluorescente que incidía en su escritorio cobró intensidad y volvió sus papeles de un reluciente blanco amarillento; un hervidero de palabras negras como hormigas marchaban en filas interminables.

—Ya veréis cómo cierran la Bellchapel —comentó Una, que trabajaba en su PC dándole la espalda a Kay—. Tienen que hacer recortes. El municipio financia una de las trabajadoras sociales para toxicómanos. El propietario del edificio es el Concejo Parroquial de Pagford. He oído que planean remodelarlo para alquilárselo a alguien que pague mejor. Hace años que se la tienen jurada a esa clínica.

A Kay le palpitaban las sienes. Oír el nombre del pueblo que era su nuevo hogar le provocó tristeza. Sin pararse a pensarlo, hizo lo que se había prometido no hacer cuando él no la había llamado la noche anterior: cogió el móvil y tecleó el número de la oficina de Gavin.

—Edward Collins y Asociados —contestó una mujer al tercer timbrazo. En el sector privado, donde el dinero podía depender de ello, sí contestaban las llamadas.

—Con Gavin Hughes, por favor —pidió Kay, mirando fijamente el expediente de Terri.

—¿De parte de quién?

—Kay Bawden.

No alzó la vista; no quería encontrarse con las miradas de Alex o Una. La pausa le pareció interminable.

(Se habían conocido en Londres, en la fiesta de cumpleaños del hermano de Gavin. Kay no conocía a nadie, excepto a la amiga que la había arrastrado hasta allí para sentirse respaldada. Gavin acababa de romper con Lisa; estaba un poco borracho, pero le pareció decente, formal y convencional, en absoluto la clase de hombre al que solía echarle los tejos. Él le contó toda la historia de su relación fracasada y luego se fue con ella a casa, al piso que Kay tenía en Hackney. Había mostrado interés mientras la aventura amorosa se mantenía a distancia, visitándola los fines de semana y llamándola con regularidad; pero cuando milagrosamente ella consiguió aquel empleo en Yarvil —aunque por menos dinero— y puso a la venta el piso de Hackney, Gavin por lo visto se había asustado.)

—Está comunicando. ¿Quiere esperar?

—Sí, gracias —contestó Kay con abatimiento.

(Si lo de ella y Gavin no funcionaba… Pero tenía que funcionar. Se había mudado por él, había cambiado de trabajo perdiendo dinero por él, desarraigado a su hija por él. Gavin no habría dejado que pasara todo eso si sus intenciones no fueran serias, ¿no? Debía haber pensado en las consecuencias si rompían, en lo horrible e incómodo que sería toparse continuamente en un pueblecito como Pagford, ¿no?)

—Le paso —dijo la secretaria, y las esperanzas de Kay renacieron.

—Hola —dijo Gavin—. ¿Cómo estás?

—Bien —mintió Kay, dado que Alex y Una estaban con las antenas desplegadas—. ¿Qué tal tu día?

—Con mucho trabajo. ¿Y el tuyo?

—Sí, también.

Kay esperó, con el teléfono apretado contra la oreja, fingiendo que él le hablaba, escuchando el silencio.

—Me preguntaba si te apetece que nos veamos esta noche —dijo por fin, sintiendo un leve mareo.

—Pues… no creo que pueda.

«¿Cómo puedes no saberlo? ¿Qué te traes entre manos?»

—Probablemente esté ocupado. Mary, la mujer de Barry, quiere que sea uno de los portadores del ataúd. Así que igual tengo que… bueno, ya sabes, averiguar qué hay que hacer y tal.

A veces, si se limitaba a quedarse callada y dejaba que la incongruencia de sus respuestas reverberara en el aire, Gavin se avergonzaba y daba marcha atrás.

—Aunque supongo que no me llevará toda la noche —añadió—. Podemos vernos después, si quieres.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Quieres venir a mi casa? Como es día de colegio…

—Pues… sí, vale.

—¿A qué hora? —preguntó Kay, deseosa de que tomara una decisión.

—No sé… ¿Sobre las nueve?

Cuando él hubo colgado, Kay mantuvo el teléfono contra la oreja unos instantes más, y entonces, para los oídos de Alex y Una, dijo:

—Yo a ti también. Nos vemos luego, cariño.

V

Como orientadora escolar, los horarios de Tessa eran más variables que los de su marido. Solía esperar a que acabaran las clases para llevarse a su hijo a casa en el Nissan, dejando a Colin (a quien —aunque sabía cómo lo llamaba el resto del mundo, incluidos casi todos los padres, contagiados por sus hijos— nunca llamaba Cuby) para que los siguiera, un par de horas después, en su Toyota. Ese día, sin embargo, Colin se encontró con su mujer en el aparcamiento a las cuatro y veinte, cuando los alumnos aún salían en manada por las puertas hacia los coches de sus padres o los autobuses escolares.

El cielo estaba de un frío gris metálico, como el reverso de un escudo. Un viento cortante levantaba faldas y agitaba las hojas de los árboles jóvenes; helado y perverso, atacaba en los sitios más débiles, como la nuca y las rodillas, y negaba el consuelo de soñar, de alejarse un poco de la realidad. Incluso después de haberse sentado en el coche, Tessa se sentía alterada y molesta, como se habría sentido si alguien hubiese chocado contra ella sin disculparse.

A su lado, en el asiento del acompañante, con las rodillas ridículamente levantadas en el estrecho espacio de su coche, Colin le contaba lo que el profesor de informática había ido a decirle a su despacho veinte minutos antes.

—… y no estaba. No ha aparecido en toda la clase de dos horas. Ha pensado que debía venir derecho a contármelo. O sea que mañana será la comidilla de toda la sala de profesores. Es exactamente lo que él quiere —añadió Colin, furioso, y Tessa supo que ya no hablaba del profesor de informática—. Me está haciendo un corte de mangas, como de costumbre.

Su marido estaba pálido de agotamiento, con los ojos enrojecidos y profundas ojeras, y las manos se le crispaban levemente en el asa del maletín. Unas manos bonitas, de nudillos grandes y dedos largos y finos, no muy distintas de las de su hijo. Tessa se lo había señalado a ambos recientemente, pero ninguno de los dos había mostrado la menor satisfacción ante la idea de tener un ligero parecido físico.

—No creo que esté… —empezó, pero Colin estaba hablando otra vez.

—… o sea que le caerá una sanción como a cualquier otro, y en casa le impondré un castigo prusiano. Ya veremos si eso le gusta. Veremos si le da risa. Podemos empezar por una semana sin salir de casa, a ver si lo encuentra muy divertido.

Mordiéndose la lengua, Tessa recorrió con la mirada el mar de estudiantes vestidos de negro que caminaban cabizbajos, temblando, ciñéndose los delgados abrigos y apartándose el pelo de la cara. Un chico mofletudo y un poco desconcertado de primer curso escudriñaba con la mirada en busca de un coche que no había llegado. Se hizo un claro entre la riada y apareció Fats, acompañado por Arf Price como de costumbre, el viento apartándole el pelo del rostro flaco y adusto. A veces, desde ciertos ángulos y bajo según qué luz, no costaba adivinar qué aspecto presentaría Fats de viejo. Durante un instante, desde el fondo de su cansancio, a Tessa le pareció un completo desconocido y pensó que era una extraña casualidad que se encaminara a su coche, y que ella tuviera que salir de nuevo a aquel viento espantoso y sobrenatural para dejarlo subir. Pero cuando llegó hasta ellos y esbozó aquella mueca suya que pasaba por sonrisa, volvió a convertirse de inmediato en el chico que ella tanto quería a pesar de todo, y se apeó y esperó estoicamente al viento cortante a que Stuart se embutiera en el coche con su padre, que no se había ofrecido a moverse.

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