Salieron del aparcamiento por delante de los autobuses escolares y emprendieron el camino cruzando Yarvil, para pasar por las feas y desvencijadas casas de los Prados y continuar hacia la carretera de circunvalación que los llevaría rápidamente de vuelta a Pagford. Tessa observó a Fats por el retrovisor. Iba repantigado en el asiento mirando por la ventanilla, como si sus padres fueran dos personas que lo hubiesen recogido haciendo autoestop, ligadas a él meramente por la casualidad y la proximidad.
Colin esperó a que hubiesen llegado a la circunvalación, y entonces preguntó:
—¿Dónde estabas esta tarde a la hora de la clase de informática?
Tessa no pudo resistirse y volvió a mirar por el retrovisor. Vio bostezar a su hijo. A veces, aunque siempre le negaba a Colin que fuera así, se preguntaba si en realidad Fats no estaría librando una guerra sucia y personal contra su padre, con el colegio entero como público. Ella sabía cosas sobre su hijo que no habría sabido de no trabajar como orientadora; los alumnos le contaban cosas, a veces inocentemente, a veces con malicia.
«Señorita, ¿no le importa que Fats fume? ¿Le deja fumar en casa?»
Tessa guardaba a buen recaudo ese pequeño botín clandestino, obtenido sin pretenderlo, y nunca lo comentó con su marido ni con su hijo, aunque le pesaba enormemente.
—He ido a dar un paseo —respondió Fats con calma—. Tenía ganas de estirar un poco las piernas.
Colin se retorció en el asiento para echarle un vistazo y empezó a gritar y gesticular, contenido por el cinturón, con los impedimentos añadidos del abrigo y el maletín. Cuando perdía el control, su tono se agudizaba cada vez más y acababa gritando casi en falsete. Fats permaneció en silencio, con un insolente asomo de sonrisa en los labios, hasta que su padre acabó insultándolo a grito pelado, aunque atemperado por el desagrado innato que Colin sentía hacia los insultos y su timidez a la hora de utilizarlos.
—¡Pedazo de gallito egoísta! ¡No eres más que un… un imbécil! —chilló, y Tessa, con los ojos tan lacrimosos que apenas veía la carretera, tuvo la certeza de que, a la mañana siguiente, Fats repetiría la apocada ristra de insultos en falsete de Colin para deleite de Andrew Price.
«Fats imita de maravilla la forma de andar de Cuby, señorita, ¿no lo ha visto?»
—¿Cómo te atreves a responderme así? ¿Cómo te atreves a saltarte clases?
Colin siguió soltando alaridos, y Tessa tuvo que parpadear para despejarse la vista al tomar el desvío de Pagford, para luego llegar a la plaza y pasar frente a Mollison y Lowe, el monumento a los caídos y el Black Canon. En St. Michael and All Saints giró a la izquierda para recorrer Church Row y acceder, por fin, al sendero de entrada de su casa. Colin ya se había quedado con un ronco hilo de voz de tanto gritar y ella tenía las mejillas brillantes y saladas.
Cuando todos se apearon, Fats, cuya expresión no había cambiado un ápice durante la larga diatriba paterna, abrió la puerta principal con su propia llave y procedió a subir las escaleras con paso tranquilo y sin mirar atrás.
Colin arrojó el maletín al suelo del vestíbulo en penumbra y se encaró con Tessa.
—¡¿Lo has visto?! —exclamó, haciendo aspavientos con sus largos brazos—. ¿Has visto con qué ingrato tengo que vérmelas?
—Sí —contestó ella, cogiendo un puñado de pañuelos de la caja de la mesita del vestíbulo para secarse la cara y sonarse la nariz—. Lo he visto.
—¡Ni se le ha ocurrido pensar en lo que estamos pasando! —Y Colin prorrumpió en aparatosos y ásperos sollozos, como un niño con difteria.
Tessa se apresuró a rodearlo con los brazos, un poco por encima de la cintura, pues con lo baja y rechoncha que era no llegaba más arriba. Colin se inclinó para abrazarse a su mujer, que lo sintió temblar y notó su respiración entrecortada a través del abrigo.
Al cabo de unos minutos, se separó suavemente de él, lo condujo hasta la cocina y preparó una tetera.
—Voy a llevar un guiso a casa de Mary —dijo, cuando ya llevaba un rato sentada, acariciándole la mano—. Tiene a media familia ahí. Cuando vuelva, nos acostaremos temprano.
Colin asintió con la cabeza y sorbió por la nariz, y Tessa lo besó en la sien antes de dirigirse al congelador. Cuando volvió, cargada con el pesado y helado guiso envuelto en una bolsa de plástico, su marido seguía sentado a la mesa, con la taza entre sus grandes manos y los ojos cerrados.
Dejó el guiso en el suelo junto a la puerta de entrada y se puso la rebeca verde de punto grueso que solía usar en lugar de chaqueta, pero no se calzó los zapatos. Lo que hizo fue subir de puntillas al rellano y entonces, tomándose menos molestias en no hacer ruido, recorrió el segundo tramo que llevaba a la buhardilla.
Cuando se aproximaba a la puerta, percibió un estallido de actividad como de ratas desenfrenadas. Llamó con los nudillos, dándole tiempo a Fats para ocultar lo que fuera que anduviese buscando en internet o, quizá, los cigarrillos de los que no sabía que ella estaba al corriente.
—¿Sí?
Tessa abrió la puerta. Su hijo estaba agachado, con gesto teatral, ante la mochila del colegio. Ella fue al grano.
—¿Tenías que hacer novillos precisamente hoy?
El nervudo muchacho se irguió en toda su estatura, mucho más alto que su madre.
—He estado en la clase, aunque he llegado tarde. Bennett ni se ha dado cuenta de mi presencia. Es un inútil.
—Stuart, por favor. ¡Por favor!
A veces también sentía el impulso de gritarles a los niños en el colegio. De buena gana le habría espetado: «Tienes que aceptar la realidad de las demás personas. Crees que la realidad es algo con lo que se puede negociar, quieres que nosotros creamos que es como tú aseguras que es. Pero has de aceptar que somos tan reales como tú; debes aceptar que no eres Dios.»
—Tu padre está muy afectado, Stu. Por lo de Barry. ¿No puedes entenderlo?
—Sí.
—Me refiero a que para ti sería como si se muriera Arf.
Fats no respondió, y tampoco cambió mucho su expresión, pero Tessa captó su desdén, sus ganas de reírse.
—Sé que piensas que tú y Arf sois muy distintos de tu padre y Barry…
—No —replicó Fats, pero ella supo que sólo lo decía para acabar con la conversación.
—Ahora voy a llevar un poco de comida a casa de Mary. Te lo ruego, Stuart, no le des ningún disgusto más a tu padre en mi ausencia. Por favor, Stu.
—Vale —repuso él medio riendo, medio encogiéndose de hombros.
Tessa advirtió que su atención descendía en picado, cual golondrina, de vuelta a sus propios asuntos, antes incluso de que ella hubiese cerrado la puerta.
El viento despiadado se llevó consigo las pesadas nubes de la tarde y, a la puesta de sol, dejó de soplar. Tres casas más allá de la de los Wall, Samantha Mollison estaba sentada ante su reflejo en el espejo del tocador, iluminado por una lámpara, pensando que el silencio y la quietud eran deprimentes.
Llevaba un par de días decepcionantes. No había vendido prácticamente nada. El representante de Champêtre había resultado ser un tipo con cara de bulldog, modales bruscos y una bolsa de viaje llena de feos sujetadores. Por lo visto reservaba su encanto para los preliminares, pues en persona no se anduvo con tonterías y fue al grano, dándoselas de autoridad para criticar el género de la pequeña tienda de Samantha e insistirle en que le hiciera un pedido. Ella había imaginado a alguien más joven, alto y sexy, así que tuvo ganas de ponerlos de patitas en la calle en el acto, a él y a su muestrario de chabacana ropa interior.
A la hora de comer había comprado una tarjeta de «nuestro más sincero pésame» para Mary Fairbrother, pero no se le ocurría qué escribir, porque después de aquel trayecto de pesadilla que habían hecho todos hasta el hospital, una simple firma no parecía suficiente. Nunca habían tenido una relación estrecha. En un sitio tan pequeño como Pagford uno se tropezaba continuamente con todo el mundo, pero Miles y ella no habían conocido bien a Barry y Mary. En realidad, podía decirse que estaban en bandos opuestos, ya que Howard y Barry siempre andaban enzarzados en alguna disputa sobre los Prados… aunque la verdad era que a ella le importaba un bledo cómo acabara la cosa. Se consideraba por encima de asuntos tan insignificantes como la política local.
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