La acogedora sala estaba impecable. En unos estantes a ambos lados de la chimenea a gas se exhibía una selección de porcelana ornamental, que en casi todos los casos conmemoraba algún hito o aniversario del reinado de Isabel II. Una pequeña librería en el rincón contenía una mezcla de biografías reales y los satinados libros de recetas que abarrotaban también la cocina. Varias fotografías adornaban estantes y paredes: Miles y su hermana pequeña, Patricia, sonreían desde un marco doble con uniformes escolares a juego; las dos hijas de Miles y Samantha, Lexie y Libby, estaban representadas varias veces, de bebés a adolescentes. Samantha figuraba en una sola fotografía de la galería familiar, aunque era una de las más grandes y destacadas. Aparecían Miles y ella el día de su boda, dieciséis años antes. Él se veía joven y apuesto, mirando al fotógrafo con sus penetrantes ojos azules entornados, mientras que ella los tenía cerrados, a medio parpadeo, el rostro de perfil, con una papada provocada por la sonrisa que le ofrecía a otro objetivo. El raso blanco de su vestido, tenso sobre los pechos ya henchidos por el principio del embarazo, la hacía parecer enorme.
Una de las manos como garras de Maureen jugueteaba con la cadena que siempre llevaba al cuello, de la que pendían un crucifijo y la alianza de boda de su difunto marido. Cuando Samantha llegó al punto de la historia en que la doctora le decía a Mary que no habían podido hacer nada, Maureen le puso la mano libre sobre la rodilla y se la oprimió.
—¡La cena está servida! —anunció Shirley.
Aunque no había tenido ganas de acudir, Samantha se sintió mejor que en los últimos dos días. Maureen y Howard la trataban como si fuera una mezcla de heroína e inválida, y ambos le dieron palmaditas en la espalda cuando pasó ante ellos de camino al comedor.
Shirley había atenuado las luces y encendido largas velas que hacían juego con el empapelado y sus mejores servilletas. El vapor que se elevaba de los platos de sopa en la penumbra hacía que la cara ancha y rubicunda de Howard pareciera de otro mundo. Samantha, que casi se había acabado la gran copa de vino, pensó que sería divertido que su suegro anunciara que iban a celebrar una sesión de espiritismo, para pedirle a Barry que relatara por sí mismo los sucesos del club de golf.
—Bueno —dijo Howard con voz grave—, creo que deberíamos brindar por Barry Fairbrother.
Samantha inclinó rápidamente su copa para evitar que Shirley viera que ya se la había bebido casi toda.
—Prácticamente no hay duda de que fue un aneurisma —anunció Miles en cuanto las copas hubieron vuelto a aterrizar en el mantel. Le había ocultado la información incluso a Samantha, y se alegraba de ello, porque podría haberle quitado la primicia en ese mismo momento, mientras hablaba con Maureen y Howard—. Gavin llamó a Mary para transmitirle el pésame del bufete y ponerla al día con respecto al testamento, y Mary se lo confirmó. Básicamente, una arteria de la cabeza se le hinchó hasta reventar. —Había buscado el término en internet, una vez que averiguó cómo se escribía, de vuelta en el despacho tras hablar con Gavin—. Podría haberle pasado en cualquier momento. Al parecer, es un defecto de nacimiento.
—Espantoso —opinó Howard, pero advirtió entonces que Samantha tenía la copa vacía y levantó toda su humanidad de la silla para llenársela.
Shirley tomó una cucharada de sopa con las cejas arqueadas casi hasta el nacimiento del pelo. Samantha, en un acto de rebeldía, bebió un buen trago de vino.
—¿Sabéis qué? —comentó con la lengua un poco pastosa—. Me ha parecido verlo viniendo hacia aquí. En la oscuridad. A Barry.
—Sería uno de sus hermanos —dijo Shirley con desdén—. Son todos muy parecidos.
Pero Maureen intervino con su voz ronca, ahogando la voz de Shirley.
—A mí me pareció ver a Ken la noche después de su muerte. Lo vi con la claridad del día, de pie en el jardín, mirándome a través de la ventana de la cocina. En medio de sus rosas.
Nadie respondió; ya habían oído la historia otras veces. Transcurrió un minuto durante el que no hicieron otra cosa que sorber suavemente, y entonces Maureen volvió a hablar con sus graznidos de cuervo.
—Gavin es bastante amigo de los Fairbrother, ¿no es así, Miles? ¿No juega a squash con Barry? Jugaba, mejor dicho.
—Sí, Barry le daba una paliza semanal. Seguro que Gavin juega fatal; Barry le llevaba diez años.
Los rostros iluminados por las velas de las tres mujeres esbozaron expresiones casi idénticas de displicente diversión. Si algo tenían en común era un interés ligeramente perverso por el joven y nervudo socio de Miles. En el caso de Maureen, se trataba de una simple manifestación de su apetito insaciable por los cotilleos que circulaban en Pagford, y los tejemanejes de un joven soltero eran carne de primera. Shirley sentía un placer especial al oír hablar de las inferioridades e inseguridades de Gavin, porque producían un delicioso contraste con los logros y la autoridad de los dos dioses de su vida, Howard y Miles. Pero, en el caso de Samantha, la pasividad y la cautela de Gavin le despertaban una crueldad felina; anhelaba ver cómo otra mujer lo espabilaba, lo metía en cintura o lo vapuleaba. Ella misma lo acosaba un poco siempre que se veían, y su convicción de que él la encontraba abrumadora y difícil de manejar le daba cierto placer.
—Bueno, ¿y qué tal le va últimamente con esa amiguita suya de Londres? —quiso saber Maureen.
—Ya no está en Londres, Mo. Se ha mudado a Hope Street —respondió Miles—. Y si me preguntas, te diré que él está arrepintiéndose de haberse acercado siquiera a ella. Ya conoces a Gavin. Nació muerto de miedo.
Miles iba unos cursos por encima de Gavin en la escuela, y siempre asomaba cierto paternalismo de delegado de clase cuando hablaba de su socio.
—¿Es una chica morena? ¿De pelo muy corto?
—Sí, ésa es —contestó Miles—. Es asistente social. De las que llevan zapato plano.
—Entonces la hemos visto alguna vez en la tienda, ¿no, How? —comentó Maureen con excitación—. Aunque nunca hubiese dicho que fuera una gran cocinera, por la pinta que tiene.
Después de la sopa vino un lomo de cerdo asado. Con la complicidad de Howard, Samantha se deslizaba suavemente hacia una satisfecha borrachera, pero algo en su interior protestaba con desesperación, como un hombre que se viera arrastrado mar adentro. Trató de ahogarlo con más vino.
Un silencio se extendió sobre la mesa como un mantel limpio, inmaculado y expectante, y en esa ocasión todo el mundo pareció entender que le tocaba a Howard sacar el siguiente tema. Comió un rato, grandes bocados que regaba con vino, aparentemente ajeno a las miradas de todos. Por fin, cuando hubo dejado limpia la mitad del plato, se secó la boca con la servilleta y habló.
—Sí, será interesante ver qué pasa ahora en el concejo. —Se vio obligado a hacer una pausa para contener un potente eructo; por un instante, pareció que iba a vomitar allí mismo. Se dio golpecitos en el pecho—. Perdón. Sí, desde luego va a ser muy interesante. Ahora que Fairbrother no está —adoptando una actitud más formal, volvió a llamarlo por el apellido, como solía hacer—, no creo que ese artículo suyo para el periódico vaya a salir. —Y añadió—: A menos que la Pelmaza se ocupe del asunto, cómo no.
Howard le había puesto a Parminder Jawanda el apodo de «la Pelmaza Bhutto» tras su primera comparecencia como miembro del concejo parroquial. Era una burla extendida entre los anti-Prados.
—Qué cara puso —le comentó Maureen a Shirley—. Vaya cara puso cuando se lo dijimos. Bueno… yo siempre había pensado que… ya sabes…
Samantha aguzó el oído, pero la insinuación de Maureen daba risa, sin duda. Parminder estaba casada con el hombre más guapo de Pagford: Vikram, alto y bien formado, de nariz aguileña, ojos con pestañas espesas y negras y una sonrisa indolente y cómplice. Durante años, Samantha había sacudido la melena y reído más de lo necesario siempre que se paraba en la calle a charlar de tonterías con Vikram, que tenía un cuerpo como el de Miles antes de dejar el rugby y volverse fofo y barrigón.
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