J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Caramba —repuso—. Bueno, ya sé que Barry era muy… pero supondría un compromiso enorme, Colin. Y Parminder no se ha ido a ninguna parte. Sigue ahí, y todavía trata de hacer todo lo que Barry quería.

«Debería haber llamado a Parminder —pensó Tessa al decir eso, con un nudo de culpabilidad en el estómago—. Dios mío, ¿cómo no se me ha ocurrido llamar a Parminder?»

—Pero necesitará apoyo; no podrá enfrentarse a todos ella sola —insistió Colin—. Y te garantizo que Howard Mollison estará ahora mismo seleccionando a algún títere para reemplazar a Barry. Es probable que ya…

—Oh, Colin…

—¡Apuesto a que ya lo tiene! ¡Ya sabes cómo es! —Los papeles, ignorados, cayeron de su regazo al suelo en una fluida catarata blanca—. Quiero hacer esto por Barry. Retomaré su obra donde él la dejó. Me aseguraré de que todas las cosas por las que trabajó no acaben esfumándose. Conozco los argumentos. Siempre dijo que le habían dado oportunidades que por sí mismo nunca habría tenido, y mira cuánto le devolvió a la comunidad. Estoy decidido a presentarme. Mañana mismo voy a ver qué pasos hay que seguir.

—Muy bien —dijo Tessa.

Años de experiencia le habían enseñado que no convenía oponerse a Colin en los primeros ramalazos de entusiasmo, pues eso no hacía sino afianzarlo en su obcecación. Esos mismos años le habían enseñado a Colin que muchas veces Tessa fingía mostrarse de acuerdo como paso previo a empezar a plantear objeciones. Los intercambios de esa índole siempre estaban imbuidos por el tácito y mutuo recuerdo de aquel secreto largo tiempo enterrado. Tessa sentía que le debía algo a su marido. Colin sentía que su mujer le debía algo.

—Quiero hacer esto de verdad, Tessa.

—Lo comprendo, Colin.

Ella se levantó de la butaca, preguntándose si tendría fuerzas para llegar al piso de arriba.

—¿Vienes a la cama?

—Dentro de un momento. Primero acabaré de echarle un vistazo a esto.

Estaba recogiendo los papeles que había dejado caer; ese temerario proyecto suyo parecía haberlo llenado de una energía febril.

Tessa se desvistió despacio en el dormitorio. Como si la fuerza de la gravedad hubiera aumentado, le costó gran esfuerzo levantar los miembros, lograr que la recalcitrante cremallera obedeciera. Se puso la bata y fue al cuarto de baño, desde donde oyó a Fats moverse por el piso de arriba. Últimamente se sentía sola y exhausta cuando mediaba entre su marido y su hijo, que parecían existir de forma completamente independiente, tan ajenos el uno al otro como un propietario y un inquilino.

Fue a quitarse el reloj, y entonces recordó que el día anterior se lo había olvidado en algún sitio. Qué cansada estaba… no dejaba de perder cosas… y ¿cómo podía haberse olvidado de llamar a Parminder? Llorosa, preocupada y tensa, salió arrastrando los pies camino de la cama.

Miércoles

I

Krystal Weedon durmió las noches del lunes y el martes en el suelo del dormitorio de su amiga Nikki, tras una pelea más encarnizada de lo normal con su madre. Todo había empezado cuando Krystal, después de dar una vuelta con sus amigas por el centro comercial, llegó a casa y encontró a Terri hablando con Obbo en la entrada. En los Prados todos conocían a Obbo, un individuo de cara anodina y abotargada, sonrisa desdentada, gafas de culo de botella y una vieja y mugrienta chaqueta de cuero.

—Me los guardas un par de días, ¿vale, Ter? Y te sacas unos billetes.

—¿Qué te tiene que guardar? —quiso saber Krystal.

Robbie salió de entre las piernas de Terri y se agarró con fuerza a las rodillas de Krystal. A Robbie no le gustaba que fueran hombres a la casa. Y con motivo.

—Nada. Unos ordenadores.

—Dile que no —respondió Krystal.

No quería que su madre tuviera más dinero del imprescindible. Obbo era muy capaz de saltarse un paso y pagarle el favor con una bolsita de caballo.

—No los cojas.

Pero Terri había dicho que sí. Desde que Krystal tenía uso de razón, su madre había dicho que sí a todo y a todos: aceptaba, concedía, toleraba: «Sí, vale, adelante, como quieras, ningún problema.»

Al anochecer, Krystal fue un rato al parque con sus amigas. Estaba tensa e irritable. Era como si no acabara de entender que el señor Fairbrother había muerto; notaba una extraña sensación en el estómago, como si estuvieran pegándole puñetazos, y le daban ganas de arremeter contra alguien. Además, se sentía culpable por haberle robado el reloj a Tessa Wall. Pero ¿por qué la muy estúpida lo había dejado encima de la mesa y había cerrado los ojos? ¿Qué esperaba?

Estar con sus amigas no la ayudó. Jemma no cesaba de chincharla con Fats Wall; al final, Krystal estalló y se le echó encima. Nikki y Leanne tuvieron que sujetarla. Así que Krystal, furiosa, regresó a casa y se encontró con que acababan de llegar los ordenadores de Obbo. Robbie intentaba trepar a las cajas amontonadas en el salón, donde estaba sentada Terri, aturdida casi hasta la inconsciencia y con sus bártulos tirados por el suelo. Tal como temía Krystal, Obbo le había pagado con heroína.

—¡Puta yonqui de mierda! ¡Te van a echar otra vez de la clínica!

Pero la droga transportaba a la madre de Krystal a un lugar donde nada podía alcanzarla. Aunque reaccionó llamando a Krystal «zorra» y «puta», lo hizo con indiferencia, desapasionadamente. Krystal le dio un bofetón, y Terri la mandó a tomar por culo.

—¡Pues ahora te ocupas tú del niño, yonqui asquerosa! —chilló Krystal.

Robbie echó a correr detrás de su hermana por el pasillo, aullando, pero ella le cerró la puerta de la calle en las narices.

A Krystal le encantaba la casa de Nikki. No estaba impecable como la de la abuelita Cath, pero allí el ambiente era más agradable y siempre había un bullicio reconfortante. Nikki tenía dos hermanos y una hermana, así que Krystal dormía sobre un edredón doblado por la mitad entre las camas de las chicas. Las paredes estaban decoradas con recortes de revista que componían un collage de chicos seductores y chicas guapísimas. A Krystal nunca se le había ocurrido adornar las paredes de su dormitorio.

Pero los remordimientos la reconcomían; no podía quitarse de la cabeza la cara aterrada de Robbie cuando le había cerrado la puerta, y por eso volvió a casa el miércoles por la mañana. De todas formas, a la familia de Nikki no le hacía mucha gracia que Krystal durmiera en su casa más de dos noches seguidas. En una ocasión, Nikki le había dicho, con su habitual franqueza, que a su madre no le importaba mientras no ocurriera demasiado a menudo, porque Krystal no podía utilizar su casa como una pensión y, sobre todo, tenía que dejar de presentarse allí pasada la medianoche.

Terri pareció alegrarse como nunca del regreso de Krystal. Le habló de la visita de la nueva asistente social, y su hija, nerviosa, se preguntó qué habría pensado aquella mujer acerca de la casa, que últimamente alcanzaba cotas de mugre sin precedentes. Le preocupaba especialmente que Kay hubiera encontrado a Robbie allí cuando debería haber estado en la guardería, porque el compromiso de Terri de llevar a Robbie al jardín de infancia, adonde había empezado a ir cuando vivía con su madre de acogida, había sido condición fundamental para su vuelta al hogar familiar el año anterior. También la enfurecía que la asistente social hubiera encontrado a Robbie con pañal, con el trabajo que le había costado enseñarle a utilizar el váter.

—¿Y qué ha dicho? —le preguntó a su madre.

—Que volverá otro día.

Eso levantó las sospechas de Krystal. Su asistente social de siempre no tenía inconveniente en dejar en paz a la familia Weedon, en no interferir demasiado en su vida. Era despistada y desorganizada, confundía a menudo sus nombres y sus circunstancias con los de otras personas a su cargo, y aparecía cada quince días sin otra intención aparente que comprobar si Robbie seguía con vida.

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