J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—¿Y eso qué quiere decir? —terció Krystal—. Otra puta revisión del caso, ¿eh? ¿Y para qué? ¡Para tocar los cojones! Robbie está bien, yo me ocupo de él… ¡Que te calles, joder! —le gritó a su madre, que intentaba interrumpirla desde la butaca—. Ella no… Yo me ocupo de él, ¿vale? —le soltó a Kay, muy colorada, los ojos perfilados con kohl anegados en lágrimas de rabia, dándose en el pecho con un dedo.

Krystal había ido a visitar a Robbie con regularidad a la casa de su familia de acogida durante el mes que el crío pasó allí. El niño la abrazaba, le pedía que se quedara a cenar, lloraba cuando su hermana se marchaba. Para ella había sido como si le arrancaran el corazón y se lo quedaran como rehén. Krystal habría preferido que hubieran llevado a Robbie a casa de la abuelita Cath, como hacían con ella cuando era pequeña cada vez que Terri se derrumbaba. Pero la abuelita Cath ya era muy mayor y estaba delicada de salud, no tenía tiempo para ocuparse de Robbie.

—Ya sé que quieres a tu hermano y que haces todo lo que puedes por él, Krystal —continuó Kay—, pero no eres su tutora legal…

—¿Y por qué no? ¡Soy su hermana, joder!

—Vale ya —dijo Kay con firmeza—. Mira, Terri, creo que tenemos que afrontar la realidad. En Bellchapel te echarán del programa si te presentas allí diciendo que estás limpia y luego das positivo en los análisis. Eso me lo dejó muy claro por teléfono tu asistente de toxicómanos.

Encogida en la butaca, aquella extraña mezcla de niña y anciana con la boca desdentada, Terri miraba al vacío con gesto de aflicción.

—Creo que la única manera de evitar que te echen sería que admitieras haber consumido, reconocieras tu error y te comprometieras a reformarte.

Terri se limitó a mirarla fijamente. Mentir era la única forma que conocía de enfrentarse a sus muchos acusadores. «Sí, vale, claro que sí, como quieras»; y luego: «No, yo no, yo nunca, yo jamás…»

—¿Tenías algún motivo concreto para consumir heroína esta semana, cuando ya estás tomando una dosis muy alta de metadona?

—Sí —terció Krystal—. Sí: que vino Obbo, y mi madre nunca le dice que no a nada.

—Que te calles —dijo Terri sin acalorarse.

Parecía querer asimilar lo que estaba proponiéndole Kay, aquel extraño y peligroso consejo de que admitir la verdad podía beneficiarla.

—¿Obbo? —repitió Kay—. ¿Quién es Obbo?

—El puto camello —contestó Krystal.

—¿Tu camello? —preguntó Kay.

—Cállate —volvió a ordenarle Terri a su hija.

—Pero ¿por qué coño no le dijiste que no? —la increpó Krystal.

—Vale ya —zanjó Kay—. Terri, voy a volver a llamar a tu asistente para toxicómanos. Intentaré persuadirla de que sería beneficioso para la familia que no abandonaras el programa.

—¿Ah, sí? —dijo Krystal, perpleja.

Kay le parecía una borde, más borde que aquella madre de acogida, con su cocina inmaculada, que hablándole con dulzura sólo conseguía que se sintiera una desgraciada.

—Sí. Pero ten en cuenta, Terri, que para nosotros, para el equipo de Protección de la Infancia, esto es muy grave. Vamos a tener que vigilar muy de cerca la situación familiar de Robbie. Necesitaremos comprobar que hay un cambio, Terri.

—Vale, tía —repuso Terri, consintiendo como solía hacer, con todo y con todos.

Pero Krystal intervino:

—Sí, vale. Lo hará. Yo la ayudaré. Lo hará.

II

Shirley Mollison iba al hospital South West General de Yarvil todos los miércoles. Allí, ella y varios voluntarios más realizaban tareas no médicas, como pasar el carrito de los libros entre las camas, arreglar las flores de los pacientes y bajar a la tienda del vestíbulo cuando los que no podían levantarse y no recibían visitas necesitaban algo. La actividad favorita de Shirley era ir de cama en cama con su sujetapapeles y su tarjeta de identificación plastificada anotando los pedidos de las comidas. Un día, una administrativa del hospital la había confundido con una doctora examinando pacientes.

La idea de trabajar de voluntaria se le había ocurrido durante la conversación más larga que había mantenido en su vida con Julia Fawley, en una de aquellas maravillosas fiestas de Navidad celebradas en la mansión Sweetlove. Aquel día se había enterado de que Julia recaudaba fondos para el ala de Pediatría del hospital local.

—Lo que nos vendría bien sería una visita real —había dicho Julia mirando por encima del hombro de Shirley, hacia la puerta—. Voy a pedirle a Aubrey que hable con Norman Bailey. Perdóname, tengo que saludar a Lawrence…

Shirley se quedó de pie junto al piano de cola diciéndole «Sí, claro, claro» a nadie. No tenía ni idea de quién era Norman Bailey, pero estaba entusiasmada. Al día siguiente, sin mencionarle ni siquiera a Howard lo que tenía planeado, llamó por teléfono al hospital South West General y preguntó qué había que hacer para trabajar de voluntaria. Después de que le dijeran que los únicos requisitos eran tener buen carácter, sentido común y piernas fuertes, había pedido un impreso de solicitud.

Trabajar de voluntaria le había abierto todo un mundo nuevo y maravilloso. En el sueño que Julia Fawley, sin saberlo, le había brindado junto al piano de cola, Shirley se veía con las manos recogidas con recato y la tarjeta plastificada colgada del cuello, mientras la reina avanzaba pausadamente ante una fila de ayudantes sonrientes. Shirley hacía una reverencia perfecta; a la reina le llamaba la atención y se detenía a charlar con ella; felicitaba a Shirley por la generosidad con que empleaba su tiempo libre… El destello de un flash, una fotografía, y los periódicos al día siguiente: «La reina conversa con la voluntaria de hospital Shirley Mollison…» A veces, cuando se concentraba mucho en esa escena imaginaria, la invadía una sensación que rayaba en lo místico. Trabajar de voluntaria en el hospital le había proporcionado una flamante arma para reducir las pretensiones de Maureen. Al pasar de dependienta a socia, como una Cenicienta, la viuda de Ken empezó a darse unos aires que a Shirley (pese a soportarlo todo con una falsa sonrisa de inocencia) la sacaban de quicio. Pero Shirley había reconquistado su superioridad; ella no trabajaba para ganar dinero, sino porque se lo pedía su bondadoso corazón. Trabajar de voluntaria confería estilo; era lo que hacían las mujeres que no necesitaban ingresos adicionales, las mujeres como ella y Julia Fawley. Además, el hospital le ofrecía acceso a una inagotable mina de cotilleos con que sofocar la tediosa cháchara de Maureen sobre la nueva cafetería.

Esa mañana, con voz firme, Shirley le había expresado a la supervisora de voluntarios su preferencia por la sala 28, y la enviaron a la unidad de Oncología. La única amiga que tenía entre el personal de enfermería trabajaba en la sala 28; algunas de las enfermeras más jóvenes eran a veces bruscas y prepotentes con las voluntarias, pero Ruth Price, que volvía a trabajar desde hacía poco tras un paréntesis de dieciséis años, se había mostrado encantadora desde el primer día. Como decía Shirley, ambas eran mujeres de Pagford, y eso las unía.

(Aunque la verdad era que Shirley no había nacido en Pagford. Su hermana menor y ella habían crecido en un piso pequeño y destartalado de Yarvil. La madre bebía mucho; no había llegado a divorciarse del padre, al que nunca veían. Todos los hombres del barrio, curiosamente, sabían el nombre de pila de la madre de Shirley, y sonreían con sorna cuando lo pronunciaban. Pero de eso hacía mucho tiempo, y Shirley era de los que creían que el pasado se desintegraba si nunca se lo mencionaba. No quería recordar.)

Shirley y Ruth se saludaron cariñosamente, pero esa mañana había mucho trabajo y sólo tuvieron tiempo para un breve intercambio sobre la muerte repentina de Barry Fairbrother. Quedaron para comer juntas a las doce y media, y Shirley fue presurosa a buscar el carrito de los libros.

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