J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—¡Peanut! ¡Wallah!

—Vete a la mierda, Cooper, carapolla —dijo Fats por lo bajo.

Cooper se había vuelto en la silla e, inclinado sobre el respaldo, miraba fijamente a Sukhvinder, que estaba recogida sobre sí misma, con la cara rozando el pupitre, mientras la señorita Harvey, agachada a su lado, agitaba cómicamente las manos sin atreverse a tocarla, incapaz de arrancarle una explicación. Algunos alumnos más se habían percatado de aquella inusual interrupción y miraban con curiosidad; pero, en la parte delantera del aula, varios chicos seguían alborotando, ajenos a todo lo que no fuera su propia diversión. Uno cogió el borrador de madera del escritorio de la señorita Harvey y lo lanzó.

El borrador atravesó limpiamente el aula y se estrelló contra el reloj de pared del fondo, que cayó al suelo y se hizo añicos: fragmentos de plástico y piezas metálicas del mecanismo volaron en todas direcciones, y varias chicas, entre ellas la señorita Harvey, chillaron asustadas.

Entonces la puerta del aula se abrió abruptamente, chocando con estrépito contra la pared. La clase enmudeció en el acto. Cuby estaba en el umbral, rojo de furia.

—¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene tanto ruido?

La profesora se levantó como un muñeco de resorte y se quedó inmóvil junto al pupitre de Sukhvinder, avergonzada y asustada.

—¡Señorita Harvey! Su clase está armando un jaleo tremendo. ¿Se puede saber qué ocurre?

La aludida se había quedado sin habla. Kevin Cooper volvió a inclinarse sobre el respaldo de su silla y, con una sonrisa burlona, miró alternativamente a la profesora, a Cuby y a Fats.

Entonces habló Fats:

—Pues verás, padre, si he de serte sincero, estábamos tomándole el pelo a esta pobre mujer.

Todos se echaron a reír. Un sarpullido granate se extendió por el cuello de la señorita Harvey. Fats se balanceaba sobre las patas traseras de la silla con aire desenfadado y gesto imperturbable, mirando a Cuby con una indiferencia desafiante.

—Ya basta —dijo éste—. Si vuelvo a oír un ruido así, os castigaré a todos. ¿Entendido? A todos.

Cerró la puerta dejando atrás las risas.

—¡Ya habéis oído al subdirector! —gritó la señorita Harvey, y se apresuró hacia su escritorio, al frente del aula—. ¡Silencio! ¡Quiero silencio! ¡Tú, Andrew, y tú, Stuart, recoged eso! ¡Que no quede ni un solo trozo de reloj en el suelo!

Los dos amigos protestaron rutinariamente contra aquella injusticia y un par de chicas gritaron solidarizándose con ellos. Los verdaderos autores de los destrozos, a los que, como todos sabían, la señorita Harvey tenía miedo, permanecieron sentados intercambiando sonrisitas de complicidad.

Como sólo faltaban cinco minutos para que terminara la jornada escolar, Andrew y Fats decidieron recoger con toda la calma del mundo, para así poder dejar el trabajo sin terminar. Mientras Fats cosechaba más risas dando saltitos de aquí para allá, con los brazos tiesos, imitando la forma de andar de Cuby, Sukhvinder se enjugó las lágrimas disimuladamente con la mano cubierta por el puño del jersey y volvió a caer en el olvido.

Cuando sonó el timbre, la señorita Harvey no intentó contener el estruendo ni la desbandada general hacia la puerta. Andrew y Fats escondieron con el pie varios fragmentos del reloj debajo de los armarios del fondo del aula y volvieron a colgarse del hombro las mochilas.

—¡Wallah! ¡Eh, Wallah! —llamó Kevin Cooper corriendo para alcanzar a Andrew y Fats por el pasillo—. ¿En tu casa llamas «padre» a Cuby? ¿En serio?

Creía haber encontrado algo con que echarle el guante a Fats; creía que lo había pillado.

—Eres un gilipollas, Cooper —respondió Fats cansinamente, y Andrew se rió.

IV

—La doctora Jawanda lleva unos quince minutos de retraso —le informó la recepcionista.

—Bueno, no importa —dijo Tessa—. No tengo prisa.

Era tarde, y las ventanas de la sala de espera parecían parches translúcidos de un azul cobalto. Sólo había otras dos personas allí sentadas: una anciana contrahecha que respiraba con dificultad y calzaba pantuflas, y una mujer joven que leía una revista mientras su hija hurgaba en el cajón de juguetes del rincón. Tessa cogió un manoseado ejemplar de la revista Heat de la mesita de centro, se sentó y se puso a hojearla mirando las fotografías. El retraso le daría tiempo para pensar en lo que iba a decirle a Parminder.

Esa mañana habían hablado un momento por teléfono. Tessa había estado muy contrita por no haberla llamado enseguida para contarle lo de Barry. Parminder le había dicho que no pasaba nada, que no fuera tonta, que no estaba enfadada; pero Tessa, acostumbrada a bregar con personas frágiles y susceptibles, se dio cuenta de que Parminder, bajo aquel caparazón de púas, estaba dolida. Había intentado explicarle que llevaba un par de días agotada, y que había tenido que ocuparse de Mary, Colin, Fats y Krystal Weedon; que se había sentido desbordada, perdida e incapaz de pensar en otra cosa que no fueran los problemas inmediatos que le habían surgido. Pero Parminder la había interrumpido en medio de su retahíla de intrincadas excusas y le había dicho, con voz serena, que pasara a verla más tarde por la consulta.

El doctor Crawford, de pelo blanco y corpulento como un oso, salió de su despacho, saludó alegremente a Tessa con la mano y dijo: «¿Maisie Lawford?» A la joven madre le costó convencer a su hija de que dejara el viejo teléfono de juguete con ruedas que había encontrado en el cajón. Con paciencia, se la llevó de la mano detrás del doctor Crawford, y la niña volvió la cabeza para echar una mirada nostálgica a aquel teléfono cuyos secretos ya nunca descubriría.

La puerta de la consulta se cerró. Tessa se dio cuenta de que tenía una sonrisa idiota en la cara y se apresuró a mudar la expresión. Seguro que acabaría convirtiéndose en una de esas ancianas espantosas que hacían carantoñas indiscriminadamente a los niños pequeños y los asustaban. Le habría encantado tener una hija rubita y regordeta además de aquel niño escuálido y moreno. Recordó a Fats de pequeño y pensó en lo terrible que era que diminutos fantasmas de los propios hijos rondaran siempre el corazón de una madre; ellos nunca lo sabrían, y si llegaran a saberlo les horrorizaría que su crecimiento fuera una fuente inagotable de dolor.

Se abrió la puerta de la consulta de Parminder y Tessa levantó la cabeza.

—Señora Weedon —llamó Parminder.

Su mirada y la de Tessa se encontraron, y la doctora esbozó una sonrisa que en realidad no era tal, sino un mero estiramiento de los labios. La menuda anciana de las pantuflas se levantó con dificultad y echó a andar, renqueando, detrás de Parminder, hasta desaparecer tras el tabique separador. Tessa oyó cerrarse la puerta de la doctora Jawanda.

Leyó los pies de foto de una serie de instantáneas en las que aparecía la mujer de un futbolista con los diferentes modelitos que había lucido en los cinco días pasados. Examinando sus largas y bien torneadas piernas, Tessa se preguntó si su vida habría sido muy diferente de haber tenido unas piernas como aquéllas. No conseguía ahuyentar la sospecha de que habría sido casi completamente distinta. Ella tenía unas piernas gruesas, cortas e informes; le habría gustado llevarlas siempre escondidas en unas botas de caña alta, pero era difícil encontrar unas en las que le cupieran las pantorrillas. Recordó que en una sesión de orientación le había dicho a una niña de complexión robusta que el físico no importaba, que la personalidad era mucho más importante. «Cuántas tonterías les decimos a los niños», pensó, y pasó la página de la revista.

Una puerta que no se veía desde donde estaba sentada Tessa se abrió de golpe. Alguien gritaba con voz cascada.

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