La mano le temblaba tanto que necesitó varios intentos para cerrar el mensaje de Mollison.
—Ya lo verás —insistió—. Bueno, será mejor que nos demos prisa, porque Laura tiene que marcharse dentro de un momento. Primero voy a tomarte la presión.
Parminder estaba haciéndole un favor a Tessa al recibirla tan tarde, después del horario escolar. La enfermera, que vivía en Yarvil, iba a llevar su muestra de sangre al laboratorio del hospital de camino a casa. Nerviosa y sintiéndose un poco vulnerable, Tessa se arremangó la vieja rebeca verde. La doctora le colocó el manguito de velcro alrededor del brazo. De cerca se apreciaba mejor el gran parecido de Parminder con su hija pequeña, porque sus diferentes constituciones (Parminder era nervuda; Sukhvinder, pechugona) quedaban en un segundo plano y surgía la semejanza de rasgos faciales: nariz aguileña, boca amplia, labio inferior carnoso, ojos grandes, redondos y oscuros. El manguito, al inflarse, se ciñó dolorosamente alrededor del brazo fofo de Tessa, mientras Parminder observaba el indicador.
—Dieciséis y ocho —anunció, arrugando la frente—. Muy alta, Tessa. Demasiado.
Diestra y habilidosa en todos sus movimientos, retiró el envoltorio de una jeringuilla estéril, estiró aquel brazo pálido y salpicado de lunares y le clavó la aguja.
—Mañana por la noche llevaré a Stuart a Yarvil —comentó Tessa mirando el techo—. Quiero comprarle un traje para el funeral. No quiero ni pensar la que se puede armar si intenta ir en vaqueros. Colin se pondría furioso.
Pretendía desviar sus pensamientos del líquido oscuro y misterioso que iba llenando la jeringuilla. Le daba miedo que la delatara; le daba miedo no haberse portado todo lo bien que debía; que todas las barritas de chocolate y magdalenas que se había comido aparecieran transformadas en glucosa.
Entonces pensó con amargura que sería más fácil renunciar al chocolate si su existencia no fuera tan estresante. Como se había pasado casi toda la vida intentando ayudar a otras personas, le costaba entender que comer magdalenas fuera tan grave. Parminder etiquetó las ampollas rellenas de su sangre y Tessa se sorprendió confiando, por mucho que su marido y su amiga lo consideraran una herejía, en que Howard Mollison acabara por impedir que se celebraran unas elecciones.
Simon Price salía de la imprenta a las cinco en punto todos los días sin falta. Cumplía su horario y punto; su casa, limpia y moderna, estaba esperándolo en lo alto de la colina, un mundo alejado del incesante estrépito de la imprenta de Yarvil. Quedarse en la nave pasada la hora de fichar (aunque ahora era el encargado, Simon seguía pensando en los mismos términos que cuando era aprendiz) habría sido como admitir que no tenía una vida privada satisfactoria o, peor aún, que intentaba lamerle el culo al jefe.
Sin embargo, ese día Simon tenía que dar un rodeo antes de volver a casa. Se encontró con el conductor de la carretilla elevadora, el del chicle, en el aparcamiento, y fueron juntos hasta los Prados; de hecho, pasaron por delante de la casa en la que Simon se había criado. Hacía años que no se acercaba por allí; su madre había muerto y a su padre no lo veía desde que tenía catorce años, y tampoco conocía su paradero. Lo deprimió y alteró ver su antiguo hogar con una ventana tapiada con tablones y la hierba crecida. Su difunta madre siempre había estado orgullosa de su casa.
El chico le dijo a Simon que aparcara al final de Foley Road; una vez allí, bajó del coche y se dirigió, él solo, hacia una casa de aspecto especialmente miserable. A la luz de la farola más cercana, Simon distinguió un montón de basura bajo una ventana de la planta baja. Sólo entonces se preguntó si había sido prudente ir a recoger un ordenador robado con su propio coche. En el barrio debía de haber videovigilancia para controlar a todos aquellos matones y maleantes. Echó una ojeada a su alrededor, pero no descubrió ninguna cámara; tampoco parecía que hubiera nadie mirándolo, con excepción de una mujer gorda que, fumando un cigarrillo, lo observaba sin disimulo desde una de aquellas ventanitas cuadradas de manicomio. Simon le devolvió la mirada con el cejo fruncido, pero ella siguió observándolo, así que él se tapó la cara haciendo pantalla con una mano y mantuvo la vista al frente.
El chico de la imprenta ya estaba saliendo de la casa y se encaminó hacia el coche con las piernas un poco separadas, cargando con la caja del ordenador. En la puerta de la casa de la que había salido, una adolescente con un niño pequeño agarrado a sus piernas se escondió, arrastrando al crío, al ver que Simon la miraba.
Éste encendió el motor y aceleró en punto muerto mientras el otro se acercaba.
—Con cuidado —dijo, inclinándose para abrir la puerta del pasajero—. Déjalo aquí.
El chico puso la caja en el asiento del pasajero, todavía caliente. A Simon le habría gustado abrirla para comprobar que contenía aquello por lo que había pagado, pero la creciente conciencia de su propia imprudencia lo hizo desistir. Se contentó con sacudir un poco la caja: pesaba demasiado para moverla con facilidad. Quería largarse de allí cuanto antes.
—¡Te dejo aquí, ¿vale?! —le gritó al chico.
—¿No puedes acercarme al hotel Crannock?
—Lo siento, tío, voy en la otra dirección. ¡Ve andando!
Y arrancó. Por el retrovisor vio al otro quedarse allí plantado, con cara de odio y los labios formando las palabras «hijo de puta». Pero a Simon no le importó. Si se largaba de allí deprisa, tal vez evitara que su matrícula quedara registrada en una de esas películas en blanco y negro, de imagen granulosa, que a veces ponían en las noticias.
Diez minutos más tarde llegó a la carretera de circunvalación, pero incluso después de dejar atrás Yarvil, salir de la calzada doble y subir por la colina hacia la abadía en ruinas, siguió tenso y alterado, sin experimentar la satisfacción de todos los días cuando llegaba a la cima y entreveía su casa: un pañuelito blanco en la ladera opuesta, más allá de la hondonada donde se asentaba Pagford.
Sólo hacía diez minutos que Ruth había llegado a casa, pero ya tenía la cena casi a punto y estaba poniendo la mesa cuando entró Simon con el ordenador. En Hilltop House se cenaba temprano, porque así le gustaba a Simon. Las exclamaciones de alegría de Ruth al ver la caja irritaron a su marido. Ella ignoraba todo lo que él había tenido que pasar; ni siquiera se le había ocurrido que conseguir artículos baratos implicaba ciertos riesgos. Ruth, por su parte, percibió al instante que él estaba de mal humor, que era presa de uno de aquellos estados de ánimo que a menudo presagiaban una explosión, y abordó la situación de la única manera que sabía: parloteando alegremente sobre su jornada. Confiaba en que la hosquedad de su marido se disolviera cuando comiese algo, siempre que ninguna otra cosa lo irritara.
A las seis en punto, cuando Simon ya había sacado el ordenador de la caja y descubierto que faltaba el manual de instrucciones, la familia se sentó a cenar.
Andrew advirtió que su madre estaba nerviosa, porque conversaba sin ton ni son con aquel tono artificialmente alegre que él conocía tan bien. Por lo visto, Ruth creía, pese a que la experiencia llevaba años demostrándole lo contrario, que si conseguía crear un ambiente correcto y de buena educación, Simon no se atrevería a desbaratarlo. El chico se sirvió pastel de carne (hecho por Ruth; descongelado para cenar entre semana) y evitó encontrarse con la mirada de Simon. Tenía cosas más interesantes en las que pensar que en sus padres. Gaia Bawden le había dicho «hola» cuando se habían visto fuera del laboratorio de biología, aunque de manera instintiva y despreocupada, y no lo había mirado ni una sola vez en toda la hora de clase.
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