J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Y siguió comiendo el pastel de carne. Los ojos de Ruth saltaron de Simon a sus hijos, y de nuevo a su marido. Paul paseaba la comida por su plato en silencio, atemorizado. Pero Andrew no se había creído ni una palabra de la historia de su padre. «Eres un mentiroso de mierda. Sólo quieres asustarla, cabrón.»

Cuando terminaron de cenar, Simon se levantó y dijo:

—Bueno, vamos a ver si el maldito trasto al menos funciona. Tú —señaló a Paul—, sácalo de la caja y ponlo con cuidado encima de la mesa. Con cuidado, ¿me oyes? Y tú… —apuntó a Andrew—, tú estudias informática, ¿no? Pues me irás diciendo qué hay que hacer.

Fue al salón y sus hijos lo siguieron. Andrew sabía que era una trampa, que lo que quería su padre era que ellos lo estropearan todo. A Paul, que era enclenque y nervioso, quizá se le cayera el ordenador; y él, Andrew, seguro que se equivocaba. Ruth se entretuvo en la cocina recogiendo los platos de la cena. Al menos ella estaba fuera de la primera línea de fuego.

Andrew fue a ayudar a Paul a levantar la torre.

—¡Puede hacerlo él solo, no es tan mariquita! —le espetó Simon.

Milagrosamente, Paul, tembloroso, consiguió poner la torre en la mesa sin problemas, y luego se quedó esperando con los brazos caídos a los costados, delante del ordenador.

—Apártate, gilipollas —le espetó Simon. Paul obedeció y se quedó mirando desde detrás del sofá. Simon cogió un cable al azar y le preguntó a Andrew—: ¿Dónde meto esto?

«En tu culo, hijo de puta.»

—Dámelo, ya lo…

—¡Te he preguntado dónde coño lo meto! —bramó Simon—. ¡Tú estudias informática! ¡Dime dónde va!

Andrew se inclinó sobre la parte trasera del ordenador; al principio le dio mal las indicaciones a Simon, pero luego, por casualidad, acertó con la conexión.

Cuando Ruth se reunió con ellos en el salón, casi habían terminado. Con sólo una rápida ojeada a su madre, Andrew comprendió que ella habría preferido que la máquina no funcionara, que le habría gustado que Simon la tirara por ahí, que le daban igual las ochenta libras.

Simon se sentó ante el monitor. Tras varios intentos infructuosos, se dio cuenta de que el ratón inalámbrico no tenía pilas. Ordenó a Paul que fuera a la cocina a buscarlas. Cuando Paul volvió y le tendió las pilas a su padre, éste se las quitó bruscamente de la mano, como si Paul intentara quedárselas.

Con la punta de la lengua entre el labio y los dientes inferiores, lo que hacía que su barbilla se abultara en un gesto estúpido, Simon se complicó enormemente la vida para insertar las pilas. Siempre ponía aquella cara de animal como advertencia de que ya no aguantaba más, de que estaba llegando al punto en que ya no se responsabilizaría de sus actos. Andrew se imaginó que salía del salón y dejaba a su padre allí solo, privándolo del público que le gustaba tener cuando se ponía frenético; casi notó el golpe del ratón en la oreja cuando se dio la vuelta en su imaginación.

—¡Métete…! ¡Joder!

Simon empezó a emitir aquel débil gruñido, tan característico en él, con que acompañaba su agresivo semblante.

—¡Grr! ¡Grr! ¡Coño! ¡Métete, joder! ¡Tú! ¡Ven aquí! ¡Tú que tienes deditos de niña!

Simon golpeó a Paul en el pecho con el ratón y las pilas. Con manos temblorosas, Paul introdujo los pequeños cilindros metálicos en su sitio, cerró la tapa del ratón y se lo devolvió a su padre.

—Gracias, Pauline.

A Simon todavía le sobresalía la barbilla; parecía un neandertal. Solía comportarse como si los objetos inanimados conspiraran para fastidiarlo. Volvió a poner el ratón sobre la alfombrilla.

«Que funcione.»

Una flechita blanca apareció en la pantalla y empezó a trazar círculos obedeciendo las órdenes de Simon.

El torniquete de temor se aflojó y el alivio se expandió por los tres espectadores; Simon dejó de poner cara de neandertal. Andrew visualizó una fila de japoneses y japonesas con bata blanca: eran los técnicos que habían montado aquella máquina tan perfecta y tenían unos dedos delicados y hábiles como los de Paul; lo saludaban con una inclinación de cabeza, civilizados y amables. Andrew los bendijo en silencio, a ellos y a sus familias. Nunca llegarían a saber cuánto había dependido de que aquella máquina funcionara.

Ruth, Andrew y Paul esperaron, atentos, mientras Simon terminaba la instalación. Abrió ventanas, tuvo problemas para cerrarlas, cliqueó sobre iconos cuyas funciones no entendía y los resultados lo desconcertaron; pero ya había descendido de la meseta de su peligrosa cólera. Cuando, a duras penas, consiguió volver al escritorio, miró a Ruth y dijo:

—No está mal, ¿verdad?

—¡Está fenomenal! —se apresuró a decir ella, esbozando una sonrisa forzada, como si la media hora pasada no hubiera existido, como si Simon hubiera comprado el ordenador en Dixons y lo hubiera conectado sin que flotara en el aire la amenaza de un episodio de violencia—. Es más rápido, Simon. Mucho más rápido que el anterior.

«Todavía no ha entrado en internet, tonta.»

—Sí, a mí también me lo parece. —Entonces miró desafiante a sus dos hijos—. Este ordenador es nuevo y vale mucho dinero, así que ya podéis tratarlo con respeto, ¿me habéis entendido? Y no le digáis a nadie que lo tenemos —les recordó, y una nueva ráfaga de maldad enfrió el ambiente—. ¿De acuerdo? ¿Me habéis entendido?

Los chicos asintieron. Paul tenía el rostro transido de angustia y temor, y, sin que lo viera su padre, trazaba una y otra vez un ocho en su pantalón con un delgado dedo índice.

—Y corred las malditas cortinas de una vez. ¿Cómo es que todavía están descorridas?

«Porque estábamos todos aquí, viendo cómo hacías el capullo.»

Andrew corrió las cortinas y luego salió del salón. Cuando volvió a su dormitorio y se tumbó en la cama, no consiguió reanudar sus agradables meditaciones sobre Gaia Bawden. La idea de que su padre se presentara al concejo parroquial había surgido de la nada como un iceberg gigantesco, proyectando su sombra sobre todo, incluso sobre Gaia.

Desde que Andrew tenía uso de razón, Simon siempre se había dado por satisfecho siendo prisionero de su propio desprecio hacia el resto de la humanidad, y había convertido su casa en una fortaleza separada del mundo, donde sus deseos eran órdenes y su humor condicionaba el clima diario de la familia. A medida que se hacía mayor, Andrew iba dándose cuenta de que el aislamiento casi total de su familia no era nada corriente, y se avergonzaba un poco de ello. Los padres de sus amigos le preguntaban dónde vivía, incapaces de situar a su familia, o si su padre o su madre pensaban participar en actos sociales o asistir a funciones benéficas. A veces recordaban a Ruth de cuando los niños iban al colegio y las madres coincidían en el parque infantil. Ella era mucho más sociable que Simon. Si no se hubiera casado con un hombre tan huraño, quizá se habría parecido más a la madre de Fats, habría quedado con sus amigas para comer o cenar y habría participado en las actividades de la comunidad.

En las raras ocasiones en que Simon se topaba con alguien a quien consideraba digno de su atención, adoptaba una falsa apariencia de persona campechana y alegre que a Andrew le producía náuseas. Hablaba por los codos, hacía chistes malos y a menudo, sin darse cuenta, hería todo tipo de susceptibilidades, porque ni sabía nada de las personas con las que se veía obligado a conversar ni le importaban. Últimamente, Andrew se preguntaba incluso si su padre consideraría reales al resto de los humanos.

Por qué ahora lo había asaltado el deseo de actuar en un escenario más amplio era algo que Andrew no se explicaba, pero no cabía duda de que se avecinaba un desastre inevitable. Andrew conocía a otra clase de padres, padres que organizaban carreras ciclistas para recaudar fondos para la iluminación navideña de la plaza, o dirigían a las niñas exploradoras, o montaban clubes de lectura. Simon no hacía nada que exigiera colaboración, y jamás había manifestado el menor interés por algo que no lo beneficiara directamente.

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