J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—¿Ya duermes, Jolly?

Era su apodo de la infancia, cargado de ironía. A Jaswant la llamaban Jazzy, y a Sukhvinder, un bebé triste y llorón que casi nunca sonreía, Jolly, alegre.

—No —contestó Sukhvinder—. Acabo de meterme en la cama.

—Bueno, pues a lo mejor te interesa saber que tu hermano…

Pero lo que Rajpal hubiese hecho se perdió entre sus sonoras protestas y risas; Sukhvinder oyó alejarse a Vikram, burlándose todavía de Rajpal.

Esperó hasta que dejaron de oírse ruidos en la casa. Se aferraba a la perspectiva de su único consuelo como se habría abrazado a un salvavidas, y esperaba impaciente a que todos se hubieran acostado…

(Y mientras esperaba, recordó una noche, no hacía mucho, en que después de una sesión de entrenamiento de remo caminaban junto al canal hacia el aparcamiento. Después de remar se quedaba agotada. Le dolían los brazos y el abdomen, pero era un dolor limpio, agradable. Después de remar, ella siempre dormía bien. Y entonces Krystal, que cerraba la marcha del grupo junto con Sukhvinder, la había llamado «puta paqui».

Lo dijo sin ningún motivo. Iban todas bromeando con el señor Fairbrother, y Krystal debió de creer que tenía gracia. Usaba «puto» y «muy» aleatoriamente, y no parecía diferenciar ambas palabras. Esa vez dijo «paqui» como podría haber dicho «boba» o «tonta». Sukhvinder notó que se le demudaba el semblante y luego aquella familiar sensación de vacío y ardor en el estómago.

—¿Qué has dicho?

El señor Fairbrother se había dado la vuelta y miraba a Krystal. Ningún miembro del equipo lo había visto nunca enfadado.

—No lo he dicho con mala leche —se defendió Krystal, entre sorprendida y desafiante—. Sólo era una broma. Ella ya sabe que era broma, ¿verdad? —instó a Sukhvinder, y ésta, cobardemente, dijo que sí, que lo sabía.

—No quiero oírte usar esa palabra nunca más.

Todas sabían que al señor Fairbrother Krystal le caía bien. Todas sabían que le había pagado el viaje de su propio bolsillo en un par de ocasiones. Nadie se reía de las bromas de Krystal más fuerte que Fairbrother; a veces Krystal tenía mucha gracia.

Siguieron caminando, todos muy turbados. Sukhvinder no se atrevía a mirar a Krystal; se sentía culpable, como siempre.

Estaban llegando al monovolumen cuando Krystal dijo, tan flojito que ni siquiera la oyó el profesor:

—Lo he dicho en broma.

Y Sukhvinder se apresuró a replicar:

—Ya lo sé.

—Vale. Lo siento.

Lo dijo deprisa y sin vocalizar, y Sukhvinder creyó que lo más diplomático era fingir que no había oído nada. Con todo, eso la confortó. Le devolvió la dignidad. En el trayecto de regreso a Pagford, por primera vez inició ella la canción de la suerte del equipo, pidiéndole a Krystal que cantara el solo de rap de Jay-Z.)

Muy lentamente, los Jawanda iban acostándose. Jaswant pasó un buen rato en el cuarto de baño haciendo toda clase de ruidos. Sukhvinder esperó hasta que Jaz hubo terminado de acicalarse, hasta que sus padres dejaron de hablar en su habitación, hasta que la casa quedó en silencio.

Y entonces, por fin, se sintió a salvo. Se incorporó y sacó la cuchilla de afeitar de un agujero en la oreja de su viejo conejito de peluche. La había robado del armario del cuarto de baño de Vikram. Se levantó y, a tientas, buscó la linterna que tenía en un estante y unos cuantos pañuelos de papel. Luego se dirigió al fondo de la habitación y se metió en una torrecilla que había en una esquina. Sabía que allí la luz de la linterna quedaría disimulada y no se vería por las rendijas de la puerta. Se sentó con la espalda pegada a la pared, se subió una manga del camisón y, a la luz de la linterna, examinó las marcas que se había hecho en la última sesión, todavía visibles, formando un entramado oscuro en su brazo, pero casi cicatrizadas. Con un leve estremecimiento de temor —un temor preciso y concentrado que le proporcionaba un profundo alivio—, apoyó la cuchilla hacia el centro del antebrazo y empezó a cortar.

Notó un dolor intenso y bien definido, y la sangre brotó de inmediato; cuando el corte llegó a la altura del codo, presionó la larga herida con los pañuelos de papel, asegurándose de que la sangre no goteara en su camisón ni en la moqueta. Pasados un par de minutos, volvió a cortarse, esta vez horizontalmente, atravesando la primera incisión, y así fue haciendo una escalerilla, deteniéndose de vez en cuando para secar la sangre. La cuchilla desviaba el dolor de sus vociferantes pensamientos y lo transformaba en un ardor animal de nervios y piel, procurándole alivio y liberación con cada corte.

Cuando hubo acabado, limpió la cuchilla e inspeccionó lo que acababa de hacer: las heridas entrecruzadas, sangrantes, tan dolorosas que le corrían las lágrimas por las mejillas. Si el dolor no la mantenía despierta, conseguiría dormir; pero tenía que esperar diez o quince minutos, a que la sangre se coagulara en los cortes. Se quedó sentada con las piernas recogidas, cerró los ojos llorosos y se apoyó en la pared bajo la ventana.

Parte del desprecio que sentía hacia sí misma había rezumado con la sangre. Sukhvinder pensó en Gaia Bawden, la chica nueva del instituto, que inexplicablemente le tenía mucha simpatía. Gaia podría haberse hecho amiga de cualquiera, con su belleza y su acento de Londres, y sin embargo siempre la buscaba a ella a la hora de comer y en el autobús. Sukhvinder no lo entendía. Casi sentía ganas de preguntarle a qué jugaba; día a día esperaba que se diera cuenta de que ella era peluda como un mono, lerda y estúpida, alguien que merecía ser objeto de desprecio, burlas e insultos. Seguro que Gaia reconocería pronto su error, y entonces Sukhvinder se conformaría, como siempre, con la aburrida compasión de sus más antiguas amigas, las gemelas Fairbrother.

Sábado

I

A las nueve de la mañana no quedaba ni una sola plaza de aparcamiento en Church Row. Los asistentes al funeral, vestidos de oscuro, recorrían la calle en ambas direcciones, solos, en parejas o grupos, y confluían en St. Michael and All Saints como virutas de hierro atraídas por un imán. El sendero que conducía hasta las puertas de la iglesia se llenó de gente, y luego rebosó de ella; los que se vieron desplazados se desparramaron por el camposanto buscando un sitio seguro entre las lápidas, temerosos de pisar a los muertos, pero reacios a alejarse demasiado de la entrada de la iglesia. Era evidente que no habría bancos suficientes para todas las personas que habían acudido a despedirse de Barry Fairbrother.

Sus colegas de la sucursal bancaria, agrupados en torno a la fastuosa tumba de los Sweetlove, deseaban que el augusto representante de la sede central se fuera de una vez y se llevara consigo su necia cháchara y sus torpes bromas. Lauren, Holly y Jennifer, integrantes del equipo de remo, se habían separado de sus padres para juntarse a la sombra de un tejo recubierto de musgo. Los concejales del pueblo, que formaban un grupo variopinto, conversaban con solemnidad en el centro del sendero: un racimo de cabezas calvas y gafas gruesas, salpicado de sombreros de paja negros y perlas cultivadas. Miembros del club de squash y del club de golf se saludaban sin levantar mucho la voz; viejos amigos de la universidad se reconocían desde lejos y se acercaban poco a poco unos a otros; y entre toda esa gente pululaban casi todos los pagfordianos, con sus mejores y más oscuras galas. El murmullo de las conversaciones flotaba en el aire; el mar de rostros aguzaba la vista, expectante.

Tessa Wall llevaba su mejor abrigo, de lana gris; le quedaba tan apretado en las axilas que no podía levantar los brazos por encima del pecho. De pie junto a su hijo, en el margen del sendero, intercambiaba gestos de saludo y sonrisitas tristes con sus conocidos mientras discutía con Fats tratando de no mover demasiado los labios.

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