J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Todos avanzaron a la vez hacia las puertas, con el resultado de un atasco muy poco decoroso. Con tanto trajín, los Mollison acabaron mezclados con los Jawanda.

—Después de usted, señor Jawanda, después de usted —bramó Howard, extendiendo un brazo para que el cirujano pasara primero.

Luego se valió de toda su humanidad para impedir que lo adelantara alguien más y cruzó la entrada inmediatamente después de Vikram, dejando que las familias de ambos los siguieran.

Una alfombra azul real cubría el pasillo central de St. Michael and All Saints. En lo alto de la bóveda brillaban estrellas doradas; unas placas de latón reflejaban el resplandor de las lámparas de techo. Los vitrales tenían unos diseños intrincados y colores magníficos. A medio camino de la nave, en el lado de la Epístola, el propio san Miguel contemplaba a sus fieles desde el vitral más grande, enfundado en una armadura plateada. De los hombros le brotaban alas; con una mano empuñaba una espada y en la otra sostenía una balanza dorada. Un pie calzado con una sandalia se apoyaba en la espalda de un Satán gris oscuro con alas de murciélago, que se retorcía tratando de levantarse. La expresión del santo era serena.

Howard se detuvo a la altura de san Miguel y le indicó a su grupo que ocupara el banco de la izquierda. Vikram dobló a la derecha para entrar en el opuesto. Mientras el resto de los Mollison, y Maureen, desfilaban ante él para sentarse, Howard permaneció plantado en la alfombra azul, y cuando pasó Parminder le dijo:

—Qué terrible, esto de Barry. Una impresión tremenda.

—Sí —contestó ella, sintiendo un odio feroz.

—Siempre he pensado que esas túnicas han de ser muy cómodas, ¿no? —añadió Howard, indicando el sari con la cabeza.

Parminder no contestó y se limitó a sentarse junto a Jaswant. Howard tomó asiento a su vez, convirtiéndose en un prodigioso tapón en el extremo del banco, que impedía el acceso a los rezagados.

Shirley tenía la mirada fija en sus rodillas en actitud respetuosa, y las manos unidas como si rezara, pero estaba dándole vueltas al pequeño intercambio de Howard y Parminder sobre el sari. Shirley pertenecía a un sector de Pagford que lamentaba calladamente que la antigua vicaría, construida tiempo atrás para vivienda de un vicario de la Alta Iglesia Anglicana, con grandes patillas y personal de servicio con delantales almidonados, fuera ahora el hogar de una familia de hindús (nunca había acabado de entender a qué religión pertenecían los Jawanda). Se dijo que si ella y Howard acudieran al templo, la mezquita o donde fuera que los Jawanda rindiesen culto, sin duda les exigirían cubrirse la cabeza y quitarse los zapatos y a saber qué más, o armarían un escándalo. Sin embargo, era aceptable que Parminder se pavoneara con su sari en la iglesia. Tampoco era que no tuviese ropa normal, pues la llevaba todos los días en el trabajo. Lo que molestaba a Shirley era ese doble patrón de conducta; a Parminder ni se le ocurría pensar en la falta de respeto que constituía hacia la religión de todos ellos y, por extensión, al propio Barry Fairbrother, a quien presuntamente profesaba tanto cariño.

Shirley separó las manos, levantó la cabeza y volvió a centrarse en los atuendos de la gente que pasaba y en el número y tamaño de las coronas de flores. Algunas estaban apoyadas contra el comulgatorio. Vio la ofrenda del concejo, para la que Howard y ella habían organizado la colecta. Era una corona grande y tradicional de flores azules y blancas, los colores del escudo de armas de Pagford. Esas flores y las demás coronas quedaban eclipsadas por el remo a tamaño natural, hecho de broncíneos crisantemos, que le habían ofrecido las chicas del equipo.

Sukhvinder se volvió en su banco buscando con la mirada a Lauren, hija de la florista que había confeccionado el remo; quería decirle por señas que le gustaba, pero no consiguió distinguirla entre la nutrida multitud. A Sukhvinder, aquel remo le inspiraba un orgullo teñido de tristeza, en especial cuando vio que la gente lo señalaba al ocupar sus asientos. Cinco de las ocho remeras habían aportado dinero para el mismo. Lauren le había contado a Sukhvinder que un día había ido en busca de Krystal Weedon a la hora de comer exponiéndose a las burlas de sus amigas, que fumaban sentadas en un murete junto al quiosco. Lauren le había preguntado a Krystal si quería contribuir.

—Sí, vale, sí —había contestado ella.

Pero no lo había hecho, de modo que su nombre no aparecía en la tarjeta. Y, por lo que Sukhvinder veía, tampoco asistía al funeral.

Sukhvinder sentía un peso terrible en las entrañas, pero el dolor sordo del antebrazo izquierdo y las intensas punzadas cuando lo movía, contrarrestaban ese pesar, y al menos Fats Wall, ceñudo con su traje oscuro, no estaba cerca de ella. No la había mirado a los ojos cuando sus familias se encontraron brevemente en el cementerio; la presencia de sus padres lo contenía, como le pasaba a veces con la presencia de Andrew Price.

La noche anterior, muy tarde, su anónimo cibertorturador le había enviado una foto en blanco y negro de un niño de la época victoriana, desnudo y con el cuerpo cubierto de suave vello oscuro. Sukhvinder la había visto cuando estaba vistiéndose para el funeral y la había borrado.

¿Cuánto hacía que no era feliz? En una vida anterior, mucho antes de que la gente anduviese regañándola, iba muy contenta a aquella iglesia, y todos los años cantaba himnos con entusiasmo en Navidad, Pascua y la fiesta de la cosecha. Siempre le había gustado san Miguel, con su bonita cara femenina prerrafaelita y sus rizos dorados. Pero esa mañana, por primera vez, lo veía de otra manera, con aquel pie apoyado casi con despreocupación sobre el demonio oscuro que se retorcía; su expresión plácida le parecía siniestra y arrogante.

Los bancos estaban a rebosar. Golpes amortiguados, pisadas resonantes y leves susurros animaban el ambiente polvoriento mientras los menos afortunados seguían entrando en la iglesia y se situaban de pie a lo largo de la pared de la izquierda. Algunos optimistas recorrían el pasillo de puntillas por si habían pasado por alto algún sitio libre en los bancos abarrotados. Howard siguió inamovible y firme, hasta que Shirley le dio unas palmaditas en el hombro y susurró:

—¡Aubrey y Julia!

Inmediatamente, Howard giró su corpachón y agitó en el aire el programa de la ceremonia para atraer la atención de los Fawley. Se acercaron con paso enérgico por el pasillo alfombrado: Aubrey, alto, flaco y medio calvo, con traje oscuro, y Julia con el cabello pelirrojo claro recogido en un moño. Sonrieron agradecidos cuando Howard se movió, apretujando a los demás para que ellos tuvieran espacio suficiente.

Samantha acabó tan embutida entre Miles y Maureen que la cadera de ésta se le clavaba en un costado y las llaves del bolsillo de Miles en el otro. Furiosa, trató de hacerse un poco de espacio, pero ni Miles ni Maureen tenían forma de moverse, así que se limitó a mirar al frente y, como venganza, se puso a pensar en Vikram, que no había perdido un ápice de su atractivo desde la última vez que lo vio, hacía más o menos un mes. Su belleza era tan evidente e irrefutable que resultaba casi ridícula; casi le entraban ganas de reír. Con aquellas piernas tan largas, los hombros anchos y el vientre plano bajo la camisa remetida en los pantalones, y con aquellos ojos oscuros de espesas pestañas negras, parecía un dios en comparación con otros hombres de Pagford, tan flácidos, pálidos y gordos. Cuando Miles se inclinó para intercambiar cumplidos en susurros con Julia Fawley, y sus llaves se clavaron dolorosamente en el muslo de Samantha, ésta imaginó a Vikram rasgándole el vestido azul marino, y en su fantasía había olvidado ponerse la blusa de tirantes a juego que cubría el profundo cañón de su escote.

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