«¡Joooder!»
Pedaleó hasta el bosquecillo que había al pie de la colina de Pargetter, donde el río resplandecía de forma intermitente entre los árboles, pero sólo veía a Gaia, grabada en su retina como luces de neón. La estrecha carretera se convirtió en un camino de tierra y la suave brisa del río le acarició la cara; no le pareció que se hubiera sonrojado, porque todo había sucedido demasiado deprisa.
—¡Joooder, la hostia! —gritó al aire fresco y el sendero desierto.
Hurgó con excitación en aquel tesoro magnífico e inesperado que acababa de encontrar: el cuerpo perfecto de Gaia con los vaqueros y la camiseta ceñida; el número 10 a sus espaldas, en una puerta con la pintura azul desconchada; aquel «Eh, hola» tan relajado y natural, que indicaba que las facciones de él estaban registradas en algún lugar de la mente que habitaba tras aquella cara tan increíble.
La bicicleta traqueteó sobre el terreno irregular. Exultante, Andrew sólo desmontó cuando notó que perdía el equilibrio. La empujó entre los árboles hasta la estrecha ribera y la dejó tirada entre las anémonas de tierra, que desde su última visita se habían abierto como minúsculas estrellas blancas.
Cuando empezó a coger prestada la bici, su padre le había dicho: «Encadénala a algo cuando entres en una tienda. Te lo advierto, como te la manguen…»
Pero la cadena no era lo bastante larga para atarla a un árbol y, de todas formas, cuanto más se alejaba Andrew de su padre, menos miedo le tenía. Sin dejar de pensar en aquellos centímetros de vientre plano y desnudo y en el exquisito rostro de Gaia, se dirigió al punto en que la ribera se encontraba con la erosionada ladera de la colina, que allí se alzaba de forma abrupta, formando una pared rocosa sobre las aguas verdes y raudas del río.
Al pie de la ladera, la orilla quedaba reducida a una estrecha franja resbaladiza y pedregosa. La única manera de recorrerla, si los pies le habían crecido a uno hasta el doble del tamaño que tenían la primera vez que lo hizo, era apretarse contra la pared para avanzar de lado, poco a poco, y asirse a raíces y rocas salientes.
El olor a mantillo del río y el de la tierra mojada le resultaban profundamente familiares, al igual que las sensaciones que le producían la estrecha cornisa de tierra y hierba bajo los pies y las grietas y rocas que buscaba como asideros en la pared. Fats y él habían encontrado aquel lugar secreto cuando tenían once años. Eran conscientes de estar haciendo algo prohibido y peligroso; les habían advertido del riesgo que entrañaba el río. Aterrados pero resueltos a no reconocer que lo estaban, habían recorrido poco a poco la traicionera cornisa asiéndose a cualquier cosa que sobresaliera de la ladera rocosa y, en el punto más estrecho, agarrándose mutuamente de la camiseta.
Aunque tenía la cabeza en otro sitio, los años de práctica le permitían moverse como un cangrejo por la pared de tierra y roca con el agua fluyendo un metro por debajo de sus zapatillas; luego, encogiéndose y girando a la vez con un diestro movimiento, se internó en la fisura que habían descubierto tanto tiempo atrás. En aquel entonces, les había parecido una recompensa divina por su valentía. Ya no podía permanecer erguido en el interior; pero, algo mayor que una tienda de campaña, la grieta proporcionaba espacio suficiente para dos adolescentes tendidos uno junto al otro con el río fluyendo debajo y los árboles moteando la vista del cielo, enmarcada por la boca triangular.
Aquella primera vez habían hurgado con palos en la pared del fondo, pero no consiguieron encontrar un pasadizo secreto que ascendiera hasta la abadía; así pues, se habían jactado de que sólo ellos dos conocían la existencia de aquel escondite y juraron guardar el secreto para siempre. Andrew tenía un vago recuerdo de un juramento solemne, sellado con saliva y palabrotas varias. Inicialmente lo habían bautizado como la Cueva, pero llevaban ya algún tiempo llamándolo «el Cubículo».
La pequeña cavidad desprendía olor a tierra, aunque el techo inclinado fuera de roca. Una línea de pleamar verde oscuro indicaba que antaño había estado llena de agua, aunque no hasta el techo. El suelo estaba alfombrado de colillas de cigarrillo y filtros de porro. Andrew se sentó con las piernas colgando sobre el agua fangosa y sacó de la chaqueta el tabaco y el mechero, comprados con el poco dinero que le quedaba del cumpleaños, ahora que le habían quitado la paga. Encendió un pitillo, le dio una profunda calada y revivió el glorioso encuentro con Gaia Bawden con el mayor detalle posible: la estrecha cintura y las caderas bien torneadas; la piel dorada entre el cinturón y la camiseta; la boca grande y carnosa; su «Eh, hola». Era la primera vez que la veía sin el uniforme escolar. ¿Adónde iba, sola con su bolso de piel? ¿Qué podía hacer ella en Pagford un sábado por la mañana? ¿Se disponía acaso a coger el autobús que iba a Yarvil? ¿En qué andaba metida cuando él no la veía, qué misterios femeninos la absorbían?
Y se preguntó entonces, por enésima vez, si era concebible que un exterior de carne y hueso como aquél contuviera una personalidad poco interesante. Gaia era la única que lo había hecho plantearse algo así: la idea de que cuerpo y alma pudieran ser entidades distintas no se le había pasado por la cabeza hasta que la vio por primera vez. Incluso cuando imaginaba cómo serían y qué tacto tendrían sus pechos, basándose en las pruebas visuales que había reunido gracias a una blusa escolar levemente translúcida que revelaba un sujetador blanco, se resistía a creer que lo atrajera algo exclusivamente físico. Gaia tenía una forma de moverse que lo emocionaba tanto como la música, que era lo que más lo conmovía. Sin duda, el espíritu que animaba aquel cuerpo sin igual sería también extraordinario, ¿no? ¿Por qué iba a crear la naturaleza un envase como aquél si no era para que contuviese algo más valioso incluso?
Andrew sabía qué aspecto presentaba una mujer desnuda, porque en el ordenador de la buhardilla de Fats no había control parental alguno. Juntos habían explorado todo el porno de acceso gratis: vulvas afeitadas, con labios rosáceos que se abrían para mostrar profundas y oscuras hendiduras; nalgas abiertas que revelaban anos como botones fruncidos; bocas con mucho pintalabios de las que goteaba semen. La excitación de Andrew se multiplicaba por el terror de saber que sólo se oía aproximarse a la señora Wall cuando sus pisadas crujían en el segundo tramo de escalera. A veces encontraban cosas raras que los hacían partirse de risa, aunque él no estuviera seguro de si le excitaban o le repelían (látigos y sillas de montar, arneses, sogas, medias y ligueros; y en una ocasión, en la que ni siquiera Fats había conseguido reír, primeros planos de artilugios sujetos con tornillos, agujas sobresaliendo de carnes blandas y rostros de mujer congelados en gritos de terror).
Juntos, Fats y él se habían convertido en expertos en pechos operados, enormes, turgentes y redondos.
—Silicona —señalaba uno de los dos como si tal cosa, cuando estaban sentados ante el ordenador con la puerta bien cerrada entre ellos y los padres de Fats.
La rubia de la pantalla, montada a horcajadas sobre un hombre peludo, levantaba los brazos, con los grandes pechos de pezones marrones colgando sobre la estrecha caja torácica como bolas de bolera, con unas finas líneas purpúreas y brillantes bajo cada uno que mostraban por dónde se había introducido la silicona. Mirándolos, casi se percibía qué tacto tendrían: firmes como pelotas de fútbol bajo la piel. Andrew no lograba imaginar nada más erótico que un pecho natural; suave, esponjoso y quizá un poco gomoso, con los pezones erectos (eso esperaba) en contraste.
Y todas esas imágenes bullían en sus pensamientos por las noches, mezcladas con las posibilidades que ofrecían las chicas reales, las chicas de carne y hueso, y lo poco que uno conseguía notar a través de la ropa si lograba acercarse lo suficiente. Niamh era la menos guapa de las gemelas Fairbrother, pero también la que se había mostrado más dispuesta en el abarrotado salón de actos durante la fiesta de Navidad. Medio ocultos por el mohoso telón en un recoveco del escenario, se habían apretado uno contra el otro y él le había metido la lengua en la boca. Sus manos no habían llegado más allá del cierre del sujetador, porque ella no cesaba de apartarse. A Andrew lo había impulsado especialmente la certeza de que allí fuera, en algún rincón oscuro, Fats estaba llegando más lejos que él. Y ahora Gaia ocupaba y desbordaba todos sus pensamientos. Era la chica más sexy que había visto en toda su vida, pero también la fuente de otro anhelo inexplicable. Al igual que ciertos acordes y ciertos ritmos, Gaia Bawden lo hacía estremecer.
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