—Genial —emuló a Fats, y sonrió ante el sonido de su propia voz.
Volvió a pasarle el porro a su amigo, que lo estaba esperando, y saboreó la sensación de bienestar.
—Bueno, ¿quieres oír algo interesante? —dijo Fats, sonriendo de oreja a oreja sin poder evitarlo.
—Suéltalo.
—Anoche me la follé.
Andrew estuvo a punto de preguntar «¿a quién?» antes de que su embotado cerebro lo recordara: a Krystal Weedon, por supuesto; a Krystal Weedon, ¿a quién si no?
—¿Dónde? —soltó como un idiota. No era eso lo que quería saber.
Fats se tendió boca arriba enfundado en su traje de luto, los pies hacia el río. Andrew se tumbó a su lado en dirección contraria. Solían dormir así, cabeza con pies, cuando de niños pasaban la noche en casa del otro. Andrew contempló el techo de roca, donde el humo azul pendía formando lentos zarcillos, y esperó, todo oídos.
—Les dije a Cuby y a Tessa que me quedaba a dormir en tu casa, así que ya sabes —prosiguió Fats. Acercó el porro a los dedos que le tendía Andrew, y luego entrelazó las largas manos sobre el pecho y se oyó decir—: Cogí el autobús hasta los Prados. Me encontré con ella en la salida de Oddbins.
—¿Al lado del supermercado Tesco? —Seguía haciendo preguntas estúpidas, no sabía por qué.
—Ajá. Fuimos al parque infantil. Hay árboles en el rincón, detrás de los meaderos públicos. Un sitio estupendo y privado. Estaba haciéndose de noche.
Cambió de postura y Andrew volvió a pasarle el canuto.
—Meterla es más difícil de lo que creía —declaró, y Andrew lo escuchó fascinado, casi con ganas de reír, pero temiendo perderse los crudos detalles que su amigo iba a darle—: Estaba más húmeda cuando le metía los dedos.
Una risita burbujeó como gas atrapado en el pecho de Andrew, pero la ahogó.
—Mucho trajín para meterla hasta el fondo. Es más estrecho de lo que creía.
Andrew vio elevarse un chorro de humo desde donde debía de estar la cabeza de Fats.
—Tardé unos diez segundos en correrme. Una vez dentro, la sensación es de puta madre.
Andrew contuvo la risa, por si había algo más.
—Me puse una goma. Sin goma tiene que ser mejor.
Volvió a pasarle el canuto a Andrew, que le dio una calada, pensativo. Meterla era más difícil de lo que uno creía; diez segundos y se acabó. No parecía nada del otro mundo, y sin embargo, lo que daría por eso… Imaginó a Gaia Bawden tendida boca arriba para él y, sin querer, dejó escapar un débil gemido que Fats por lo visto no oyó. Perdido en una niebla de imágenes eróticas, dándole al canuto, Andrew siguió tendido con su erección sobre el trozo de tierra que su cuerpo calentaba y escuchó el suave gorgoteo del río a unos metros de su cabeza.
—¿Qué es lo importante, Arf? —preguntó Fats al cabo de una larga y amodorrada pausa.
Con la cabeza dándole plácidas vueltas, Andrew contestó:
—El sexo.
—Eso es —repuso Fats, encantado—. Follar. Eso es lo importante. Propegar … propagar la especie. A la mierda los condones. Multipliquémonos.
—Ajá —dijo Andrew, riendo.
—Y la muerte —añadió Fats. Lo había desconcertado la realidad de aquel féretro, y que hubiese tan poca cosa entre el cadáver y la bandada de buitres. No lamentaba haberse ido antes de verlo desaparecer en la fosa—. Tiene que serlo, ¿no? La muerte.
—Sí —dijo Andrew pensando en guerras y accidentes de tráfico, en morir en arrebatos de velocidad y gloria.
—Sí. Follar y morir. De eso se trata, ¿no? De follar y morir. La vida es eso.
—Consiste en intentar follar e intentar no morirte.
—O en intentar morirte. Hay gente que lo hace, que se juega la vida.
—Sí. Se juegan la vida.
Se hizo otro silencio en el fresco y brumoso escondite.
—Y la música —añadió Andrew en voz baja, observando el humo azulado que pendía bajo la roca oscura.
—Ajá —dijo la voz de Fats desde muy lejos—. Y la música.
El río corría inagotable ante el Cubículo.
Comentarios de buena fe
7.33Los comentarios de buena fe sobre una cuestión de interés público no son enjuiciables.
Charles Arnold-Baker
La administración local , 7.ª edición
La lluvia arreció sobre la tumba de Barry Fairbrother. La tinta se emborronó en las tarjetas. El enorme girasol de Siobhan desafió al aguacero, pero las fresias y los lirios de Mary se encogieron hasta caerse a pedazos. El remo de crisantemos fue oscureciéndose a medida que se pudría. La lluvia hizo crecer el río, formó corrientes en las cloacas y volvió relucientes y traicioneras las escarpadas calles de Pagford. Las ventanillas del autobús escolar quedaron opacas por el vaho; los cestillos de la plaza se llenaron de agua, y Samantha Mollison, con los limpiaparabrisas al máximo, sufrió un accidente de coche sin importancia cuando volvía a casa de su trabajo en la ciudad.
Durante tres días, un ejemplar del Yarvil and District Gazette sobresalió de la puerta de la señora Catherine Weedon en Hope Street, hasta quedar empapado e ilegible. La asistente social Kay Bawden lo sacó por fin del buzón de la puerta, escudriñó por la oxidada ranura y vio a la anciana despatarrada al pie de las escaleras. Un policía acudió a forzar la puerta, y una ambulancia se llevó a la señora Weedon al hospital South West General.
Siguió lloviendo, y el pintor contratado para cambiar el nombre de la antigua zapatería tuvo que posponer el trabajo. La lluvia cayó durante días y noches: la plaza principal estaba llena de jorobados con impermeable y los paraguas entrechocaban en las estrechas aceras.
A Howard Mollison, el suave repiquetear contra la oscura ventana le parecía relajante. Estaba sentado en el estudio que había sido antaño el dormitorio de su hija Patricia y contemplaba el correo electrónico que había recibido del periódico local. Habían decidido publicar el artículo del concejal Fairbrother en el que defendía que los Prados continuaran dentro del término de Pagford pero, a fin de equilibrar la cuestión, confiaban en que otro concejal expusiera la causa contraria en el número siguiente.
«Te ha salido el tiro por la culata, ¿eh, Fairbrother? —se dijo alegremente Howard—. Y te pensabas que todo iba a salir como tú querías…»
Cerró el correo y se concentró en el montoncito de papeles que tenía a un lado. Se trataba de las cartas que habían ido llegando, en las que se solicitaban unos comicios para adjudicar la plaza vacante de Barry. Según los estatutos, se requerían nueve instancias de solicitud para llevar a cabo una votación pública, y Howard había recibido diez. Las releyó mientras oía las voces de su mujer y de su socia en la cocina, que se regodeaban con el jugoso escándalo del colapso de la señora Weedon y su tardío descubrimiento.
—… una no deja plantado al médico por nada, ¿no? Se fue de allí gritando a pleno pulmón, según Karen…
—… diciendo que le habían dado un medicamento inadecuado, sí, sí, ya lo sé —repuso Shirley, que creía tener el monopolio de la especulación médica por el hecho de ser voluntaria en el hospital—. Supongo que le harán los análisis necesarios en el General.
—Yo en su lugar estaría muy preocupada, me refiero a la doctora Jawanda.
—Probablemente confía en que los Weedon sean demasiado ignorantes para denunciarla, pero eso no importará si en el hospital descubren que no era la medicación adecuada.
—La pondrán de patitas en la calle —vaticinó una encantada Maureen.
—Exacto —repuso Shirley—, y me temo que mucha gente pensará que ya era hora. ¡Ya era hora!
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