Encendió otro cigarrillo con la colilla del primero, que luego arrojó al agua. Entonces oyó el familiar sonido de algo que se arrastraba, y se inclinó para ver a Fats, todavía con el traje del funeral, con los miembros extendidos sobre la pared de roca, moviéndose despacio, de asidero en asidero, por la estrecha ribera hacia la cueva.
—Fats.
—Arf.
Andrew encogió las piernas para que pudiese saltar al interior del Cubículo.
—Me cago en la leche —soltó Fats cuando hubo entrado a gatas.
Con sus torpes movimientos y aquellos miembros largos recordaba a una araña, y el traje negro acentuaba su delgadez.
Andrew le tendió un cigarrillo. Fats siempre los encendía como azotado por el viento, protegiendo la llama con una mano y frunciendo el entrecejo. Dio una buena calada, exhaló un anillo de humo hacia el exterior del Cubículo y se aflojó la corbata gris oscuro. Al fin y al cabo, se veía mayor y no tan ridículo con aquel traje, ahora manchado de tierra en las rodillas y los puños por el trayecto hasta la cueva.
—Cualquiera diría que estaban liados —dijo Fats después de darle otra buena calada al pitillo.
—Cuby está muy afectado, ¿no?
—¿Afectado? Tiene un puto ataque de histeria. Si hasta le ha dado hipo y todo. Está peor que la viuda, joder.
Andrew rió. Fats exhaló otro anillo de humo y se tironeó de una de sus enormes orejas.
—Me he largado antes de tiempo. Todavía no lo han enterrado.
Fumaron un rato en silencio, ambos contemplando el fangoso río. Mientras daba otra calada, Andrew consideró las palabras «Me he largado antes de tiempo», y la autonomía que Fats parecía tener en comparación con él. Simon y su ira se interponían entre Andrew y la libertad: en Hilltop House, uno a veces se ganaba un castigo sólo por estar presente. La imaginación de Andrew se había visto atraída en cierta ocasión por un módulo de la asignatura de filosofía y religión que estudiaba los dioses primitivos en toda su violencia e ira arbitraria, y los intentos de las antiguas civilizaciones por aplacarlas. Había pensado entonces en la naturaleza de la justicia tal como él la conocía: su padre como un dios pagano y su madre como la sacerdotisa del culto, que trataba de interpretar e interceder, normalmente sin éxito, y que sin embargo insistía, pese a las pruebas en contra, en que su deidad era en el fondo magnánima y razonable.
Fats apoyó la cabeza contra la pared de piedra y exhaló anillos de humo hacia el techo. Estaba pensando en lo que quería decirle a Andrew. Durante todo el funeral había ensayado cómo empezar, mientras su padre tragaba saliva y sollozaba con el pañuelo en la mano. Fats estaba tan excitado ante la perspectiva de contarle aquello que le costaba contenerse; pero no quería precipitarse. Hablar de ello tenía casi tanta importancia como el hecho en sí. No quería que Andrew pensara que había corrido hasta allí para contárselo.
—Ya sabes que Fairbrother estaba en el concejo parroquial, ¿no? —dijo Andrew.
—Ajá —contestó Fats, y se alegró de que el otro iniciara una conversación.
—Pues Simoncete anda diciendo que va a presentarse para ocupar su plaza.
—¿Simoncete? —Fats lo miró frunciendo el entrecejo—. Pero ¿qué mosca le ha picado?
—Cree que Fairbrother aceptaba sobornos de un contratista. —Andrew había oído a su padre hablándolo con su madre esa mañana en la cocina. En su opinión, eso lo explicaba todo—. O sea, quiere un trozo del pastel.
—Ése no fue Barry Fairbrother —repuso Fats, riendo y tirando la ceniza al suelo de la cueva—. Y tampoco fue en el concejo parroquial. Fue un tío de Yarvil, un tal Frierly o algo así. Estaba en el consejo supervisor del instituto Winterdown. A Cuby le dio un ataque, con la prensa local llamándolo para que hiciera declaraciones y tal. A Frierly acabaron trincándolo. ¿Simoncete no lee el Yarvil and District Gazette o qué?
Andrew lo miró fijamente.
—Típico suyo, joder.
Apagó el cigarrillo en el suelo de tierra, avergonzado por tener un padre tan idiota. Simon había vuelto a entenderlo todo al revés. Echaba pestes de la comunidad local, burlándose de sus preocupaciones, y se sentía orgulloso de vivir aislado en su puñetera casita de la colina; y entonces le llegaba una información falsa y decidía exponer a su familia a la humillación basándose en ella.
—Este Simoncete es un puto corrupto, ¿eh? —comentó Fats.
«Simoncete» era el apodo que le había puesto Ruth a su marido. Fats la había oído utilizarlo una vez, cuando fue a cenar a su casa, y desde entonces no lo había llamado de otra manera.
—Pues sí —respondió Andrew, preguntándose si podría disuadir a su padre de presentarse si le contaba que se había confundido de hombre y de organismo.
—Vaya coincidencia, porque Cuby también va a presentarse. —Exhaló por la nariz con la vista fija en la rocosa pared sobre la cabeza de Andrew—. ¿A quién crees tú que preferirán los votantes, al hijoputa o al gilipollas?
Andrew rió. De pocas cosas disfrutaba tanto como de oír a su amigo llamar «hijoputa» a su padre.
—Y ahora échale un vistazo a esto —añadió Fats, poniéndose el pitillo entre los labios y palpándose las caderas, aunque sabía que llevaba el sobre en el bolsillo interior de la americana—. Aquí está. —Lo sacó para enseñarle el contenido a Andrew: una mezcla pulverulenta de cogollos marrones del tamaño de granos de pimienta, ramitas secas y hojas. Luego anunció—: Es sinsemilla.
—¿Y eso qué es?
—Pequeños brotes de la planta madre de la marihuana, sin fertilizar, especialmente preparada para el placer del fumador.
—¿Qué diferencia hay entre eso y lo de siempre? —quiso saber Andrew, con el que Fats había compartido varios pedazos de hachís negro y ceroso en el Cubículo.
—Sólo es otra forma de fumar —repuso Fats apagando el cigarrillo.
Sacó un paquetito de Rizla del bolsillo, extrajo tres frágiles papeles y los pegó entre sí.
—¿Te la ha pasado Kirby? —preguntó Andrew, oliendo el contenido del sobre.
Todo el mundo sabía que Skye Kirby era el tío al que había que acudir si se quería droga. Estaba en sexto, un curso por encima de ellos. Su abuelo era un viejo hippy varias veces procesado por tener su propia plantación.
—Sí —contestó Fats mientras rompía cigarrillos para verter el tabaco en el papel—. Pero hay un tío que se llama Obbo, en los Prados, que te consigue cualquier cosa. Puto caballo, si quieres.
—Pero tú no quieres caballo —repuso Andrew mirándolo a la cara.
—No, qué va.
Fats cogió el sobre y mezcló un poco de marihuana con el tabaco. Lió el porro, lamió el papel para pegarlo, metiendo bien el filtro, y retorció la punta.
—Genial —dijo alegremente.
Tenía planeado contarle la noticia después del canuto de maría, como si éste fuera un número de calentamiento. Tendió la mano para que Andrew le pasara el encendedor, encendió el petardo, dio una calada profunda, contemplativa, exhaló un chorro de humo azul y luego repitió el proceso.
—Hum —murmuró, reteniendo el humo e imitando a Cuby, a quien Tessa le había regalado un cursillo de cata de vinos una Navidad—. Notas de hierba. Un paladar intenso. Un final en boca de… Hostia. —Experimentó un colocón repentino, allí sentado, y exhaló el humo, riendo—. Prueba esto, tío.
Andrew se inclinó para coger el porro soltando una risita de expectación al ver la beatífica sonrisa de Fats, que no cuadraba con su estreñido cejo de siempre.
Andrew dio una calada y sintió cómo se irradiaba la droga desde los pulmones, relajándolo poco a poco. Dio otra más y tuvo la sensación de que le sacudían la mente como un edredón, que volvía a posarse sin arrugas. Todo se volvía fácil, sencillo y placentero.
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