Gavin estaba concentrado en respirar hondo, tratando de no escuchar, y se preguntaba qué narices podría decir su propio hermano sobre él en las mismas circunstancias. No había tenido la suerte de Barry; no se podía decir que la historia de sus romances fuera muy bonita. Nunca había entrado en un pub para encontrarse a la mujer perfecta detrás de la barra, rubia, sonriente y dispuesta a servirle una pinta. No, a Gavin le había tocado Lisa, que al parecer siempre pensó que él no daba la talla; siete años de guerra cada vez más enconada habían culminado en una gonorrea; y entonces, sin apenas interrupción, había aparecido Kay, que se aferraba a él como una lapa agresiva y amenazadora.
No obstante, la llamaría más tarde: no se veía capaz de volver a una casa vacía después de todo aquello. Sería sincero y le diría que el funeral había sido una experiencia espantosa y estresante, y que ojalá hubiese ido con él. Eso la distraería de cualquier resentimiento que abrigara por la discusión. No quería pasar la noche solo.
Dos bancos más atrás, Colin Wall sollozaba, con jadeos débiles pero audibles, cubriéndose con un pañuelo grande y mojado. Tessa tenía una mano apoyada en su muslo, ejerciendo una suave presión. Ella pensaba en Barry; en que había contado con que la ayudara con Colin; en el consuelo que entrañaba reírse juntos; en la ilimitada bondad de espíritu de Barry. Lo veía con claridad, bajo y con la cara colorada, bailando con Parminder en la última fiesta que habían organizado; imitando los reproches de Howard Mollison sobre los Prados; aconsejándole con tacto a Colin, como sólo él podía hacerlo, que aceptara la conducta de Fats como propia de un adolescente y no de un sociópata.
A Tessa la asustaba lo que podía suponer para el hombre que estaba a su lado la pérdida de Barry Fairbrother; temía que Colin le hubiese hecho al fallecido una promesa que no podría mantener, y que no comprendiera hasta qué punto Mary le tenía antipatía, con la que estaba empeñado en hablar. Y entre toda esa ansiedad, entre todo ese pesar que Tessa sentía, se abría paso, como un gusano insidioso, su preocupación habitual: Fats, y cómo iba a evitar una explosión, cómo iba a conseguir que fuera con ellos al cementerio, o cómo podía ocultarle a Colin que no había ido, lo cual, a la postre, sería más fácil.
—Acabaremos la ceremonia de hoy con una canción elegida por las hijas de Barry, Niamh y Siobhan, que significaba mucho para ellas y su padre —concluyó el párroco, apañándoselas, mediante el tono de voz, para desvincularse de lo que venía.
El redoble de batería sonó tan fuerte por los altavoces ocultos que los presentes se sobresaltaron. Una voz con acento americano entonó a todo volumen «A-já, a-já» y Jay-Z se lanzó a rapear:
Good girl gone bad—
Take three—
Action.
No clouds in my storms…
Let it rain, I hydroplane into fame
Comin’ down with the Dow Jones…
Muchos creyeron que se trataba de un error. Howard y Shirley intercambiaron miradas de indignación, pero nadie apretó el stop , ni corrió pasillo arriba pidiendo perdón. Entonces, una voz femenina potente y sexy empezó a cantar:
You had my heart
And we’ll never be worlds apart
Maybe in magazines
But you’ll still be my star…
Los portadores volvían a recorrer el pasillo con el féretro, seguidos por Mary y los niños.
…Now that it’s raining more than ever
Know that we’ll still have each other
You can stand under my umbuh-rella
You can stand under my umbuh-rella
Los asistentes fueron saliendo lentamente de la iglesia, reprimiéndose para no caminar al ritmo de la música.
Andrew Price cogió la bicicleta de carreras de su padre por el manillar y la sacó con cuidado del garaje, procurando no rayar el coche. Bajó los peldaños de piedra y atravesó la cancela; una vez en el asfalto, puso un pie en el pedal, se impulsó unos metros y pasó la otra pierna sobre el sillín. Dobló a la izquierda hasta la vertiginosa carretera de la colina y se lanzó cuesta abajo sin tocar los frenos, en dirección a Pagford.
Los setos y el cielo se convirtieron en borrones; se imaginó en un velódromo mientras el viento le sacudía el pelo recién lavado y le azotaba la cara, que acababa de restregarse con jabón y le escocía. A la altura del jardín en forma de cuña de los Fairbrother frenó un poco, porque unos meses antes había tomado esa curva cerrada a demasiada velocidad y acabado en el suelo; había tenido que volver enseguida a casa con los vaqueros destrozados y un lado de la cara cubierto de arañazos.
Llegó sin pedalear hasta Church Row, con una sola mano en el manillar, y disfrutó de un segundo acelerón cuesta abajo, aunque menor que el primero. Frenó un poco al ver que en la puerta de la iglesia cargaban un féretro en un coche fúnebre y una multitud vestida de oscuro salía por las macizas puertas de madera. Pedaleó con furia hasta la esquina para desaparecer. No quería ver a Fats saliendo de la iglesia con un afligido Cuby, vestido con el traje barato y la corbata que le había descrito con cómica repugnancia en la clase de lengua el día anterior. Habría sido como interrumpir a su amigo cuando cagaba.
Al llegar a la plaza, pedaleó despacio y se apartó el pelo de la cara con una mano, preguntándose qué efecto habría tenido el aire frío en sus granos púrpura y si el jabón bactericida habría atenuado su aspecto furibundo. Y se repitió la coartada: venía de casa de Fats (podría haber sido así, por qué no), y Hope Street constituía una ruta tan válida para llegar al río como atajar por la primera calle lateral. Por tanto, no era necesario que Gaia Bawden (si daba la casualidad de que estaba asomada a la ventana de su casa y lo reconocía) pensara que había seguido ese camino por ella. Andrew no esperaba tener que explicarle sus razones para circular por su calle, pero siguió dándole vueltas a ese pretexto porque le pareció que le daba un aire de indiferencia muy guay.
Sólo quería saber en qué casa vivía. Ya había pasado con la bicicleta en otras dos ocasiones, siempre en fin de semana, por la corta calle de casas adosadas, pero todavía no había conseguido descubrir cuál de ellas albergaba el santo grial. Lo único que sabía, gracias a sus miradas furtivas a través de las sucias ventanillas del autobús escolar, era que Gaia vivía en la acera derecha, la de los números pares.
Al doblar la esquina, trató de serenarse y representar el papel de un hombre que pedalea lentamente hacia el río por la ruta más directa, absorto en trascendentales pensamientos, pero dispuesto a saludar a una compañera de clase en caso de que aparezca.
Estaba allí. En la acera. Las piernas de Andrew siguieron moviéndose, aunque ya no sentía los pedales, y de pronto cobró conciencia de lo finos que eran los neumáticos sobre los que mantenía el equilibrio. Gaia hurgaba en un bolso de piel, con el cabello cobrizo cayéndole sobre la cara. Un número 10 sobre la puerta entreabierta a sus espaldas; una camiseta negra que no le llegaba a la cintura, una franja de piel desnuda, un cinturón ancho y unos vaqueros ajustados. Cuando Andrew casi había pasado de largo, ella cerró la puerta y se volvió; se apartó el pelo revelando su precioso rostro y, con su acento de Londres, dijo con claridad:
—Eh, hola.
—Hola —contestó él.
Sus piernas siguieron pedaleando. Se alejó cinco metros, diez; ¿por qué no se había parado? La impresión lo mantenía en movimiento, no se atrevía a mirar atrás. Ya estaba al final de la calle, «joder, ahora no te caigas», dobló la esquina, demasiado aturdido para discernir si sentía más alivio o decepción por haber seguido.
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