—No le hace gracia que me presente al cargo —explicó. Howard arqueó las rubias cejas y los carrillos se le estremecieron al masticar—. No sé qué mosca le ha picado. Le ha dado uno de esos ataques anti-Pagford que tiene a veces.
Su padre se tomó su tiempo para tragar. Se limpió la boca con una servilleta de papel y soltó un eructo.
—Se le pasará en cuanto te hayan elegido, ya lo verás —dijo—. Tiene su vertiente social: montones de cosas para las esposas, actos en la mansión Sweetlove. Estará en su elemento. —Tomó otro sorbo de cerveza y volvió a rascarse la barriga.
—Aún no sé quién es exactamente ese Price —dijo Miles volviendo al punto esencial—, pero me suena que tenía un hijo en la clase de Lexie en el St. Thomas.
—Pero es oriundo de los Prados, he ahí la cuestión —explicó Howard—. Que haya nacido en los Prados podría suponer una ventaja para nosotros. Dividirá el voto de los partidarios de los Prados entre él y Wall.
—Ya. Tiene sentido. —No se le había ocurrido. Lo maravillaba la forma en que funcionaba la mente de su padre.
—Mamá ha llamado ya a su mujer para que se descargue los formularios que ha de rellenar. Supongo que haré que esta noche la llame otra vez para decirle que tiene dos semanas, así le apretamos las tuercas.
—Así pues, somos tres candidatos, ¿no? —dijo Miles—. Contando a Colin Wall.
—No he sabido de nadie más. Cuando se publiquen los detalles en la web, es posible que se presente algún otro. Pero tengo confianza en nuestras posibilidades. Plena confianza. Me ha llamado Aubrey —añadió Howard. Siempre había un ápice más de solemnidad en su tono cuando pronunciaba el nombre de pila de Fawley—. Te apoya totalmente, huelga decirlo. Vuelve esta noche. Ha estado en la ciudad.
Normalmente, cuando un pagfordiano decía «en la ciudad», se refería a Yarvil, pero, imitando a Aubrey Fawley, Howard y Shirley utilizaban esa expresión para referirse a Londres.
—Ha mencionado que deberíamos reunirnos todos para charlar un poco. Quizá mañana. A lo mejor hasta nos invita a su casa. A Sam le gustaría.
Miles acababa de meterse en la boca un buen pedazo de pan con paté, pero se mostró de acuerdo asintiendo con energía. Le gustaba la idea de contar con el apoyo incondicional de Aubrey Fawley. Samantha podía burlarse diciendo que sus padres eran perritos falderos de los Fawley, pero él había advertido que, en las raras ocasiones en que veía a Aubrey o Julia en persona, su acento cambiaba sutilmente y se comportaba de forma mucho más recatada.
—Hay algo más —añadió Howard rascándose otra vez la barriga—. Esta mañana me ha llegado un correo del Yarvil and District Gazette . Me piden mi opinión sobre los Prados, como presidente del concejo parroquial.
—¿Estás de broma? Pensaba que Fairbrother se había apuntado ya ese tanto con…
—Pues le salió el tiro por la culata, ¿no crees? —lo interrumpió Howard con visible satisfacción—. Van a publicar su artículo y quieren que alguien escriba la semana siguiente desde la perspectiva contraria. Démosles la otra versión de la historia. Me iría bien que me echaras una mano, con los giros que usa un abogado y esas cosas.
—Claro. Podríamos hablar de esa puñetera clínica para drogodependientes. Quedará muy convincente.
—Sí, buena idea… Excelente.
Presa del entusiasmo, Howard tragó demasiado de golpe, y Miles tuvo que darle palmadas en la espalda para que le remitiera el acceso de tos. Por fin, secándose los ojos con la servilleta, Howard dijo casi sin aliento:
—Aubrey va a recomendarle al municipio que deje de financiarla, y yo me ocuparé de plantearles a los de aquí que ya va siendo hora de rescindir el contrato de alquiler del edificio. No estaría de más que lo sacáramos en la prensa. Que se sepa el tiempo y el dinero que se han invertido en ese puñetero sitio sin el más mínimo resultado. Tengo todas las cifras. —Soltó un sonoro eructo—. Una jodida vergüenza. Con perdón.
Esa noche, Gavin cocinó para Kay en casa de él, abriendo latas y triturando ajo con una marcada sensación de malestar.
Después de una pelea, había que decir ciertas cosas para conseguir una tregua: la cosa funcionaba así, todo el mundo lo sabía. Gavin había llamado a Kay desde el coche cuando volvía del entierro para decirle que le habría gustado que estuviese allí con él, que el día había sido espantoso y que esperaba poder verla esa noche. Consideró que esas humildes admisiones no eran ni más ni menos que el precio por una noche de compañía sin exigencias.
Pero Kay pareció considerarlas más bien como el primer pago de un contrato renegociado. «Me has echado de menos. Me has necesitado cuando estabas mal. Te arrepientes de que no hayamos ido los dos, como pareja. Bueno, pues no volvamos a cometer ese error.» Y, a partir de ese momento, Kay lo había tratado con cierta autocomplacencia; se la veía más enérgica, como animada por renovadas expectativas.
Gavin estaba preparando unos espaguetis a la boloñesa; no había comprado postre ni puesto la mesa, a propósito; hacía cuanto podía por demostrarle a Kay que no se estaba esforzando demasiado. Ella no parecía advertirlo; hasta se diría que estaba dispuesta a tomarse la indolencia de Gavin como un cumplido. Se sentó a la mesita de la cocina y se puso a hablar por encima del repiqueteo de la lluvia en el tragaluz, paseando la vista por los muebles y la decoración. Había estado allí pocas veces.
—Supongo que este amarillo lo escogió Lisa, ¿no?
Ya estaba otra vez: rompiendo tabús, como si acabaran de pasar a otro nivel de intimidad. Gavin prefería no hablar de Lisa si no era estrictamente necesario; Kay tenía que saberlo a esas alturas, ¿no? Le echó orégano a la carne picada que tenía en la sartén y dijo:
—No, todo esto era del dueño anterior. Aún no he tenido tiempo de cambiarlo.
—Ah —repuso ella, y tomó otro sorbo de vino—. Bueno, pues es bonito. Un poco soso.
Eso lo molestó; en su opinión, el interior de The Smithy era superior en todos los sentidos al del número 10 de Hope Street. De espaldas a Kay, observó cómo borboteaba la pasta.
—¿Sabes qué? —dijo ella—. Esta tarde me he encontrado a Samantha Mollison.
Gavin se volvió en redondo: ¿cómo sabía Kay siquiera qué aspecto tenía Samantha Mollison?
—En la puerta de la tienda de delicatessen, en la plaza; yo iba a comprar esto —añadió, dándole un golpecito con la uña a la botella de vino—, y ella me ha preguntado si era «la novia de Gavin».
Lo comentó con tono malicioso, pero en realidad la había animado que Samantha utilizara esa palabra, y la tranquilizó saber que era así como Gavin la llamaba ante sus amigos.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Pues le he dicho… que sí.
Su rostro reflejaba decepción. Gavin no había tenido intención de preguntárselo con tanta agresividad. Habría pagado con tal de impedir que Kay y Samantha llegaran a conocerse.
—En todo caso —prosiguió ella con cierta crispación en la voz—, nos ha invitado a cenar el viernes próximo, dentro de una semana.
—Joder, qué putada —soltó Gavin, cabreado.
La alegría de Kay se vino abajo.
—¿Qué problema hay?
—Ninguno. Es que… no, nada —repuso él removiendo los burbujeantes espaguetis—. Es sólo que ya veo bastante a Miles en el trabajo.
Era lo que Gavin había temido siempre: que ella se fuera abriendo camino y se convirtieran en Gavin-y-Kay, con un círculo social en común, y así fuera cada vez más difícil extirparla de su vida. ¿Cómo había dejado que pasara eso? ¿Por qué le había permitido mudarse a Pagford? La rabia contra sí mismo no tardó en transformarse en rabia contra ella. ¿Por qué Kay no entendía de una vez lo poco que la quería y se apartaba sin obligarlo a hacer el trabajo sucio? Coló los espaguetis en el fregadero, maldiciendo por lo bajo cuando lo salpicó el agua hirviendo.
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