Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Luego, cuando nació el día y el sol comenzó a elevarse en el horizonte, despertándola, Niña Carmen abrió los ojos y advirtió que, por primera vez en mucho tiempo, él se había detenido y le daba la espalda contemplando, muy quieto, el horizonte.

— ¿Qué ocurre…? — inquirió.

— Ahí está… — replicó sin volverse —. Te dije que llegaría y he llegado. Se puso en pie excitada aguzando la vista, pero al fin negó decepcionada:

— No veo nada.

— Pero yo sí la veo… Y la huelo… Y hay aves que vuelan y son aves de costa.. — Se volvió a mirarla, y aunque su expresión continuaba siendo la misma, en sus ojos refulgía una luz de triunfo —. ¡Dos días…! — prometió —. Dos días más y estaremos en tierra… — Hizo una pausa —. Ahora voy a descansar… Lo único que tienes que hacer es dar unas paladas de tanto en tanto, para que no nos eche atrás la corriente…

Minutos después dormía profundamente, observado por Niña Carmen , que lanzaba al propio tiempo largas miradas hacia el Este en busca de una tierra que él aseguraba que estaba allí aunque no acababa de distinguir por parte alguna. Hizo lo que él le pedía, e incitada por el ansia de llegar de una vez o vislumbrar al menos la costa, remó y remó a su vez, desollándose las manos, atacada por un ansia incontrolada de progresar hacia levante.

Cuarenta días, tal vez cincuenta, había permanecido a bordo de aquella frágil embarcación cuyas cuadernas comenzaban a ceder ya de modo alarmante, obligando a achicar agua constantemente, y aún le costaba trabajo creer que — como Oberlus aseguraba — tal vez en dos jornadas más el suplicio habría llegado a su fin.

Se le antojaba un sueño, pero, sin embargo, tantas muestras de había dado de su capacidad de enfrentarse a la adversidad y derrotarla, que en su fuero interno abrigaba el convencimiento de que las cosas tenían que ocurrir como decía, y allí, a proa, aunque ella no fuera capaz de avistarlo, se encontraba el continente americano.

Admiraba a Oberlus.

Le enfurecía no poder evitar el admirar al hombre que más odiaba al propio tiempo en este mundo, al igual que lo deseaba y le repelía, en aquella inexplicable ambivalencia que parecía regir todos sus actos o servir de motor a cada uno de sus sentimientos.

Fuera cual fuera su aspecto físico o la inconcebible maldad de sus acciones, quedaba claro que nunca, en ninguna parte, había conocido ni creía volver a conocer a un ser semejante, que encerrase en un mismo cuerpo, deforme, a la vez tanta miseria y tanta grandeza.

Recuperada de unas pesadillas provocadas en gran parte por la sed y el hambre; sintiéndose como se sentía reconfortada por el convencimiento de que al fin iban a llegar, dedicó aquellas horas de lento bogar a reflexionar en torno al hombre que dormía y del que pronto confiaba en separarse.

Impresentable, bestial y abominable, existía algo sin embargo en él que le fascinaba; un algo que iba más allá del placer sexual que había sabido proporcionarle en un determinado momento, o del portentoso despliegue de astucia de que daba pruebas continuamente.

Tal vez, dicha fascinación se debiera a su maldad; a una crueldad que estaba muy por encima del mal mismo, como si en determinadas circunstancias, la Iguana Oberlus no fuera — tal como él aseguraba — un ser humano semejante a los otros.

Quemado por el sol, llagado y cubierto ahora de pústulas, su rostro, aun dormido como se encontraba en aquellos momentos, aparecía aún más espantoso que de costumbre, pero, al modo de ver de Niña Carmen , tal fealdad había alcanzado un extremo tan inconcebible, que tenía que regirse por cánones distintos a los que se aplicaban al resto de los seres vivientes.

Contemplado desde una óptica que nada tuviera en común con la que se utilizaba para la humanidad, no cabía duda de que Oberlus resultaba un ser cautivante sobre el que Niña Carmen — Carmen de Ibarra ya para todos desde hacía mucho tiempo — no se sentía, en verdad, capaz de clarificar sus sentimientos.

Despertó al mediodía, orinó, tomó en silencio los remos, comprobó el rumbo y comenzó a bogar de nuevo sin detenerse más que para comer algo a la caída de la tarde y continuar, insensible y callado, durante el resto de la larga noche.

Cuando el sol nació tras las altas montañas, alumbró con sus primeros rayos oblicuos un dorado paisaje de blanca arena, gran desierto costero que se extendía, monótono, de un extremo a otro del horizonte en todo cuanto era capaz de alcanzar la vista.

Lo observaron.

— Tocaremos tierra con la caída de la tarde — prometió la Iguana .

— ¿Qué vas a hacer conmigo?

La miró sin interés.

— Te dejaré marchar… — replicó al fin —. Si te diriges al norte, bordeando la costa, pronto o tarde encontrarás gente… — Hizo una pausa —. Puedes llevarte parte del dinero y las joyas… Son robadas y tú sabrás si te conviene contar tu historia o callar para siempre… — Se encogió de hombros —. No me importa lo que hagas, porque para ese entonces yo ya habré cruzado las montañas adentrándome en la selva… Allí nadie irá a buscarme…

— Siempre me asombras.

— No trato de asombrarte… — replicó —. Únicamente trato de conservar la vida, y no tengo más ganas de matar, aunque ya no signifiques nada para mí… Nadie significa nada, porque para obtener de una mujer lo que he obtenido de ti, creo que lo mejor es seguir solo… — Agitó la cabeza —. No quiero tener que enfrentarme de nuevo al dilema de matar o no a un niño… No quiero engendrar monstruos, ni abrigar absurdas ilusiones mintiéndome a mí mismo al imaginar que una mujer puede llegar a amarme… Quizá tú eras lo que faltaba para que me sintiera capaz de asumir la plena realidad de quién soy, y ya lo he hecho… — Se encogió de hombros —. Viviré bien en la selva… Será un cambio; un nuevo aprendizaje, una lucha distinta en la que tendré que probarme otra vez a mí mismo, día tras día… — Sonrió y a punto estuvo de hacerlo casi agradablemente —. ¡Venceré…! Venceré, porque yo, Oberlus, la Iguana , siempre venzo…

Aferró los remos, y se enfrentó una vez más al mar que ya no era ilimitado.

Largas, mansas, perezosas, las olas rompían sin furia ni fuerza contra una interminable playa; olas sin ánimo de lucha, pero capaces por su tamaño y por el entrechocar de sus corrientes de hacer zozobrar una embarcación en un momento dado, y Oberlus lo advirtió cuando se encontraba ya muy cerca de la costa.

— ¡Sujeta el timón…! — ordenó —. Mantén siempre las olas a popa, porque si nos toman de través nos voltearán y las corrientes son aquí muy traidoras… — se escupió en las manos desolladas dispuesto para el último y definitivo esfuerzo —. ¡Vamos allá! — exclamó —. Si haces lo que te digo, pronto estaremos en tierra…

Comenzó a remar y remar y remar, impulsando cada vez más aprisa la ballenera, confiriéndole la velocidad que necesitaba para que la primera ola la tomase en su cresta lanzándola hacia adelante aún más rápidamente, y a esa ola siguió otra, y entre ambas Oberlus no cesó ni un instante de bogar, mientras Niña Carmen se aferraba con fuerza a la caña del timón, y así, mar y hombre, unidos, condujeron la embarcación hasta el comienzo de la arena.

En el momento en que parecía que la proa iba a clavarse en ella, la Iguana Oberlus saltó ágilmente al agua, tomó el largo cabo sujeto a proa y corrió hacia tierra con el agua a media pierna, resoplando y gruñendo porque la mojada soga le desollaba el hombro.

Tiró luego con fuerza; una fuerza que parecía nacerle de las mismísimas entrañas, y aprovechó al fin el impulso de una nueva ola para varar en seco, a salvo, la pesada y ya maltrecha ballenera.

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