Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Niña Carmen lanzó un alarido de dolor, pero el otro continuó apretando hasta que sonó un disparo que le voló la cabeza tumbándole de espaldas.

Salpicada de sangre y sesos, ensordecida por la explosión que le había retumbado junto al oído, histérica ante la visión del rostro destrozado por la bala, y aferrándose con fuerza la mano sangrante y desgarrada, Carmen de Ibarra se derrumbó, vencida, en el fondo de la ballenera, y comenzó a sollozar rota por completo su capacidad de resistencia.

La Iguana Oberlus por su parte, lanzó al agua el cadáver del noruego, cargó nuevamente el arma, volvió a guardarla con sumo cuidado, y tomando ahora los remos que habían pertenecido a los difuntos, comenzó a bogar muy lentamente, con aquel ritmo pausado, monótono y constante que había impuesto desde el primer momento.

El portugués Ferreira, que había asistido al desarrollo de la escena con la indiferencia de un sonámbulo, se acurrucó en su banco como si nada de aquello tuviera que ver con él, y se quedó dormido de inmediato.

Sin cesar de remar, Oberlus golpeó levemente a Carmen de Ibarra con el pie y ordenó:

— ¡Al Este…! ¡ Pon rumbo al Este…!

— ¡Vete al infierno…! — fue la respuesta —. Ese es el único camino que debes conocer… ¡Vete al infierno…! Regresa al lugar de donde viniste, maldito hijo del Averno…

La patada fue ahora tan violenta, que a punto estuvo de quebrarle una costilla y la obligó a lanzar un quejido.

— ¡Rumbo al Este…! — repitió roncamente —. Si ni siquiera me sirves para eso, te tiraré al mar también… No pienso compartir mi agua y mi comida con inútiles… ¡Al Este…!

Niña Carmen se arrastró trabajosamente hasta la popa, tomó el timón, consultó la brújula con los ojos inyectados en lágrimas, se sonó los mocos, restañó con un sucio pañuelo la sangre que manaba de su mano herida y enderezó la proa, rumbo al Este.

La Iguana Oberlus , que la observaba con los ojos enrojecidos por el sueño y la fatiga, continuó bogando, mecánico, distante e inhumano, como un robot programado para efectuar una y otra vez, durante horas, exactamente los mismos movimientos.

— ¡Un barco…!

— Sí. Es un barco…

— Tal vez nos vea… ¡Dios mío, haz que nos vea…!

— No puede vernos… Está demasiado lejos…

— ¡Tiene que vernos…! ¿Me oyes…? Tiene que vernos… — sollozó Niña Carmen —. No quiero morir aquí… ¡Dios bendito! ¡Santa Virgen de los Desamparados…! Haz que nos vea… Nunca te he pedido nada, pero ahora te lo ruego, te lo suplico… Haz que ese barco nos vea y haré lo que me pidas… ¡Te ofreceré mi vida…! Me encerraré en un convento para siempre…

La Iguana Oberlus no pudo contener la risa al escucharla aunque le dolían terriblemente los labios cubiertos de costras:

— ¡Monja…! — exclamó —. Sería lo peor que pudiera pasarle a la Iglesia desde la persecución de Nerón… ¡Monja…! La Virgen preferiría hundir el barco a que nos viese… Le pedirías al confesor que, en lugar de penitencia, te azotase y te diera luego por el culo.

Pero ella no pareció escucharle, o si lo hizo, no le prestó atención. Había buscado un trapo y lo agitaba alzada sobre las puntas de los pies, en la borda, aferrada a uno de los postes que mantenían malamente en pie el maltrecho toldillo ya casi destruido:

— ¡Aquí, aquí…! — gritó con tan escasas fuerzas que apenas se la hubiera podido escuchar a quince metros —. ¡Estamos aquí…!

Oberlus alargó el brazo, le arrebató el trapo y la obligó a descender tirando de ella:

— ¡Baja ya…! — ordenó —. Ya te he dicho que no puede vernos. Y si nos viera, ten por seguro de que, antes de que llegara, os habría mandado a los dos al fondo del mar… Te lo advertí… No pienso dejarme atrapar…

— ¡Pero es nuestra única esperanza…! — suplicó ella —. No tenemos nada que comer, los peces continúan sin picar, y el agua se está acabando.

— Ya estamos cerca…

— ¿Cómo puedes saberlo…?

— Porque ese barco va hacia el norte… A Guayaquil o Panamá, probablemente, y, por lo tanto, tiene que pegarse a la costa para aprovechar la corriente que sube desde el Sur… Si navegara hacia el Noroeste, habría tenido que alejarse de la costa, buscando que le empujaran los alisios… Pero no estamos en zona de alisios, sino en la Región de las Calmas que los barcos tratan de evitar… — señaló hacia la vela lejana —. Si ése avanza… ¡Y avanza…! lo empuja la corriente que ya le viene del Sur, y un viento de tierra. — Hizo una pausa y añadió con un nuevo brillo en los ojos —. He pasado mi vida navegando y conozco estos mares… Tenemos que encontrarnos al sudoeste de Guayaquil, al noroeste de Paita y Punta Negra, a menos de cien millas de la costa… ¡Llegaremos…!

— ¡Pero no tenemos agua…!

— Pronto lloverá… — afirmó la Iguana Oberlus convencido —. En esta zona, siempre llueve…

Llovió.

Llovió como si los cielos hubieran decidido derramarse por completo sobre sus cabezas, tratando tal vez de anegarles, de hundirles, de hacerles zozobrar en un intento de conseguir lo que no había logrado aquel apático océano sin garra.

Llovió.

Llovió.

Llovió.

Y con la lluvia volvieron a la vida.

Y al esfuerzo.

Ferreira ya era una sombra inútil y vencida, pese al agua y al descanso, pero la Iguana Oberlus , aferrado a los remos, se inclinaba adelante y atrás, atrás y adelante, infatigable, indestructible, incomprensible casi, teniendo en cuenta que hacía más de tres días que no probaba bocado.

Niña Carmen , tumbada en la cama, incapaz de realizar un solo gesto, vencida y aniquilada por el hambre y la fatiga, se esforzaba aún, a menudo inútilmente, por mantener el rumbo…

Al este… Siempre al Este pese a que estaba convencida de que el Este se había convertido en una quimera; un sueño inalcanzable; un lugar mítico y portentoso al que nadie en la historia había llegado jamás.

¡Al Este…!

Pero el Este siempre seguía estando al Este del Este.

¿Por qué estaba entonces marcado en la brújula, si el Este no existía…? ¿Por qué jugaban de aquel modo con las esperanzas de tantos desgraciados? ¿Por qué habían inventado alguna vez semejante término…?

— El Este ha muerto… — murmuró y él la miró, severo, entre palada y palada —. El Este ha muerto y ya lo sabías cuando embarcamos. — Agitó su negra cabellera —. Ya nada existe… Ni el Norte, ni el Sur, ni el Este, ni el Oeste… Y tú no eres más que Caronte, el barquero de la muerte que me cruza a la otra orilla… Pero no existe tampoco esa otra orilla. No existe más que el mar, y el mar es la muerte, la eternidad, el infinito… Quizás el infierno al que me han castigado por tanto daño como he hecho…

Guardó silencio, pero él la apremió con voz ronca.

— Sigue hablando… — ordenó —. Continúa diciendo tonterías, pero di algo, cualquier cosa… Si no lo haces, también yo creeré que estoy muerto y que mi condena es ésta de remar y remar llevándote a ninguna parte… ¡Di algo…! — pateó a Ferreira —. ¡Y tú, portugués de mierda…! Di algo también o te tiro al agua… No eres más que un peso. Habla o rema, pero haz algo…

El otro entreabrió apenas los ojos.

— Tengo hambre… — musitó.

— ¡Oh, vaya…! ¡Qué gracioso…! — exclamó Oberlus burlón —. Tienes hambre… Eso no es nuevo… Todos tenemos hambre, porque hace ya tres días que nuestra hermosa timonel se comió la última patata…

— Voy a morir… — sollozó Ferreira quedamente —. Pero no quiero morir porque sé que vas a comerme… — Las lágrimas corrían mansamente por su rostro —. Lo estás esperando… He visto cómo me miras, y lo leo en tus ojos de fiera… Vas a comerme… Sé que eres capaz de hacerlo…

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