Cierto que ahora tenía mucho dinero, pero no sabía a ciencia cierta de qué podría servirle la fortuna que guardaba en un saco de cuero, bajo sus pies, si su rostro continuaría siendo el mismo y denunciándole siempre.
Era un hombre marcado, hiciera lo que hiciese, pobre o rico, humilde o poderoso, y ni aun cubriéndose con una máscara de oro y esmeraldas escaparía a aquel trágico destino que le habían reservado los dioses del Olimpo desde nueve meses antes de nacer.
¿Qué puede hacer un hombre al que tan sólo dotemos de tenacidad e inteligencia, privándole de todo lo demás…?
Veamos…
Allí estaba por tanto, esforzándose por escapar una vez más a la jauría, vigilando la brújula que le marcaba el este, y vigilando también a los remeros para que no decayesen ni un instante en sus esfuerzos.
Lanzó más tarde un grueso cabo de unos dos metros de largo a sus espaldas, pues le constaba que mientras lo arrastrasen significaría que avanzaban contra la corriente.
Cuando, por el contrario, se ocultase bajo la popa a la que permanecía sujeto, le estaría indicando que la corriente era más fuerte que el impulso de los remos.
Al Este, siempre proa al Este, siempre arrastrando el cabo, ésa era la consigna, y estaba decidido a hacerla cumplir costara lo que costase y cayera quien cayese.
Llegó la noche, Niña Carmen vino a acostarse a su lado y no dudó en encadenarla a los barrotes de la cama.
— No quiero sorpresas… — dijo —. Sé que pronto o tarde dormiré, y no voy a permitir que acabéis conmigo entre todos para regresar a la isla y aguardar a que vengan a buscaros… Así estaremos más tranquilos.
Ella no dijo nada porque sabía que toda protesta resultaría inútil. Permitió que la encadenara, cerró los ojos y trató de dormir y olvidar así que acababa de iniciar el más dantesco viaje que nadie hubiera imaginado nunca.
Por su parte, Oberlus se limitó a buscar en el firmamento la estrella que había de guiarle en la noche. La mayor parte de su vida la había pasado de aquel modo: al aire libre sobre la cubierta de una nave, y las estrellas habían sido siempre sus compañeras y amigas.
No le temía al mar, a la noche, ni a las largas travesías. No le temía a nada, y en lo más íntimo de su ser, se sentía feliz al navegar de nuevo, y orgulloso por su capacidad de enfrentarse al mundo y burlar una vez más a sus perseguidores.
Antes de partir había borrado cualquier huella visible de su huida, y ocultado mejor que nunca, ahora desde el exterior, la entrada a su guarida, por lo que, perros o no perros, necesitarían días y aun semanas para llegar al convencimiento de que no estaba ya en la isla y les había engañado una vez más.
Para ese entonces se encontraría muy lejos, tal vez en tierra firme, y si alcanzaba la costa de Perú, atravesaría la Cordillera Andina y se internaría para siempre en las impenetrables selvas de la cuenca amazónica.
Aprendería a vivir en ellas, de igual modo que había aprendido a vivir en una roca pelada, porque él, Oberlus, era ante todo un sobreviviente nato; un feto que se había negado a morir cuando aún apenas respiraba; una indomable fuerza de la Naturaleza capaz de enfrentarse incluso a los dioses del Olimpo.
Al atardecer del día siguiente el islote de Hood desapareció por completo en la distancia, y el mar, el inmenso océano de la raya del ecuador en la Región de las Grandes Calmas, más tranquilo y de aguas más quietas que el más quieto y tranquilo de los lagos de montaña, se convirtió en el único acompañante de los hombres de la ballenera.
Las aves marinas que durante tanto tiempo se habían entretenido en practicar su puntería cagándoseles encima, cesaron de revolotear en torno a ellos regresando a sus nidos con el ocaso, al amanecer siguiente tomaron al fin conciencia de su pavorosa soledad.
Ni una ola, ni un graznido, ni tan siquiera el rumor del agua al deslizarse bajo la quilla; tan sólo un silencio roto por el monótono golpear de los remos en una cadencia única, rítmica y obsesionante, como si, en lugar de seres humanos, los cautivos se hubieran convertido en autómatas, máquinas sin vida condenadas a remar de aquel modo hasta el fin de los siglos.
El agua racionada, la comida escasa y el esfuerzo controlado al máximo por el propio Oberlus, decidido a mantener con vida a aquellos hombres aun contra su propia voluntad. Tendría que bogar días, semanas o tal vez meses, no le importaba el tiempo, y lo único que deseaba era comprobar que el cabo de popa le seguía, lo que le indicaba que continuaba arrancándole un metro tras otro a aquellos mil kilómetros que les separaban de su meta.
— Nunca llegaremos… — comentó Niña Carmen bajo el tórrido calor del mediodía, superada ya la primera semana —. A cada instante tengo la impresión de que Hood va a aparecer de nuevo a tus espaldas… No avanzamos.
— Avanzamos… — le contradijo Oberlus convencido —. Avanzamos poco a poco hacia el Este, aunque la corriente nos desvía hacia el sur.
— También a nosotros nos desvió hacia el sur a los pocos días de partir de Guayaquil — admitió ella —. Y el piloto explicó que hay una contracorriente que viene de Panamá y empuja los barcos al sur de las Galápagos… Tal vez por eso recalamos en Hood, cuando teníamos que haberlo hecho en alguna de las islas mayores, más al norte… ¡Nunca llegaremos…! — repitió.
Oberlus no le respondió, meditó unos instantes y por último se volvió a sus cautivos:
— Ya habéis oído… — dijo —. Nos hemos desviado y aunque intentáramos regresar, nunca encontraríamos la isla… La corriente de tierra nos adentraría en el océano, y jamás llegaríamos a parte alguna… No queda, por tanto, más que un lugar adonde ir…: el Continente, y de vosotros depende que lo consigamos o no…
No obtuvo respuesta. El noruego Knut no había entendido, como de costumbre, una sola palabra de cuanto había dicho, y los portugueses se encontraban demasiado fatigados como para pensar en decir nada. Hacía ya mucho tiempo que había perdido el último rastro de voluntad que les quedaba, y había perdido también, probablemente, cualquier esperanza de sobre., vivir a aquella absurda pesadilla. Remaban porque su captor les ordenaba, a latigazos, que lo hicieran, y ya no era la necesidad de salvarse lo que les impulsaba, sino tan sólo el miedo al dolor físico, y el terror sin límites que experimentaban ante aquel ser demoníaco del que cabía esperar una acción aún más aberrante
Había decidido obligarles a avanzar aun contra aquella corriente sutil e implacable, y les constaba que, mientras conservaran un soplo de vida avanzarían, porque cuando ya no le basta con la amenaza del látigo, la Iguana Oberlus discurriría un nuevo castigo con el que impelirles a sacar fuerzas de flaqueza.
Que no les viniera a contar, por tanto, la historia de que única esperanza de salvación se limitaba a remar siempre hacia Este. Para ellos, no quedaban esperanzas; ningún tipo de esperaza, y abrigaban el convencimiento de que, hicieran lo q hicieran, su historia acabaría allí, aferrados a aquellos remos que les habían convertido ya las manos en una pura llaga y les quebraban el espinazo.
La cuestión era remar, y siguieron remando.
Se desnudó por completo deslizándose dentro del agua sin aferrarse a la borda, pues, pese a que no era una experta nadadora y apenas conseguía algo más que mantenerse a flote, le bastarían dos brazadas para alcanzar de nuevo la ballenera, tan pausado era siempre el ritmo de su avance.
No le asustaba la inmensidad del mar en calma que le rodeaba la inimaginable profundidad que se abría bajo sus pies, ni aun la posible presencia de tiburones. Lo único que le importaba era sentir la caricia del agua a lo largo de su cuerpo permitiéndole olvidar, aunque tan sólo fuera por unos instantes, la espantosa monotonía que significaba el permanecer sentada, durante horas y días, en la proa de una barca de la que se podría creer que no había avanzado ni un solo metro en aquel absurdo viaje en el que un ser de pesadilla les conducía de la nada a ninguna parte.
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