La Iguana Oberlus no replicó y continuó bogando, mientras Niña Carmen se erguía a duras penas apoyándose en el codo:
— ¿Es eso lo que piensas…? — inquirió —. ¿Vas a comértelo? ¿Serás capaz de hacerlo…?
Se limitó a mirarla y sus ojos se le antojaron más fríos e inhumanos que nunca.
— ¡Dios bendito…! — admitió ella —. Realmente lo harías… O él o yo, el que caiga antes, ¿ no es cierto…? Serás capaz de cualquier cosa por alcanzar esa maldita costa… — Señaló hacia adelante —. Pero ¿es que no te has dado cuenta de que no existe…? Ya te lo he dicho… No existe el Este… Se lo han llevado; el mar se tragó el Continente; las tierras han desaparecido y no quedamos más que nosotros tres condenados a flotar hasta el fin de los tiempos… ¿Por qué no quieres creerme…?
— Te creo… — admitió él, entrecortadamente, fatigado por su constante esfuerzo —. Y si en lugar de ahí tumbada, te encontraras aquí, remando, estarías más convencida aún… Ya nada existe; sólo el mar, pero al cubrir las tierras tal vez se haya vuelto poco profundo y no te llegue siquiera al culo… ¿Por qué no te tiras a probarlo…?
— Porque si me tirase y aún fuera profundo, no podrías comerme — fue la respuesta —. ¿Por qué no te tiras tú?
Oberlus fue a responder, pero pareció comprender que no disponía de energías suficientes como para hablar y remar al mismo tiempo, y continuó con la tarea, que se le antojaba ya inútil, de tratar de conseguir que la embarcación avanzara — siempre hacia el Este — aunque fuera tan sólo unos centímetros. Un nuevo sopor se apoderó de la embarcación. Niña Carmen se dejó caer sobre el jergón, y el portugués Ferreira, espatarrado en su banco, abría más y más la boca al respirar, como si le costara un esfuerzo agotador lograr que el aire descendiese hasta sus pulmones.
La Iguana Oberlus le observaba impertérrito.
Aproximadamente cuatro horas después, el portugués murmuró como entre sueños nuevamente:
— Tengo hambre… — y fue lo último que dijo.
Acomodó la cabeza en la borda de la lancha, se quedó muy quieto y cesó por completo de respirar.
Cuando no le cupo duda de que, en efecto, estaba muerto, la Iguana Oberlus dejó a un lado los remos con sumo cuidado para que no cayeran al agua, y extrajo lentamente su cuchillo.
Niña Carmen le contempló horrorizada.
— ¿Vas a comértelo…? — inquirió casi sin poder articular las palabras.
Él negó:
— No, si no es absolutamente imprescindible… — señaló a su alrededor —. Pero tenemos que estar cerca de la costa… Ya no es como en mar abierto y profundo… Aquí abajo, en alguna parte, tiene que haber peces… Lo usaré como carnada.
— ¿Serás capaz de utilizar de carnada a un ser humano? — se asombró ella —. ¿Es que no sientes respeto por los muertos…?
La miró como podría mirar a la más estúpida de las criaturas existentes…
— Mucho menos aún que por los vivos… — añadió —. Y de todos modos, los peces acabarían comiéndoselo… Dame los anzuelos… Están en esa caja de madera…
Se inclinó sobre el muerto y con absoluta naturalidad le abrió el estómago de arriba abajo sacando al aire su paquete intestinal aún humeante. Rebuscó, sin asco ni aspavientos, apartando las tripas, y extrajo el hígado que libero de dos tajos.
— Es lo que mejor se comen… — aclaró —. Y no pongas esa cara… ¿De qué le sirve el hígado a un muerto…? Lo que tienes que hacer es rezar para que piquen, porque si no, te obligaré a comerte un brazo… Voy a llevarte a tierra con vida, ¿me oyes…? Vamos a sobrevivir cueste lo que cueste…
Picaron.
No un pez ni dos, sino docenas de ellos, porque en cuanto las liñas alcanzaron el fondo, a unas cuarenta brazas, los peces, toda clase de peces de todos los tamaños y las más variadas especies, se abalanzaron sobre el sangrante cebo quedando prendidos en los anzuelos.
Eufórico, la Iguana Oberlus depositó en el fondo de la embarcación su fructífera cosecha, y dejó de inmediato de partir en pequeños trozos el tibio hígado del difunto Ferreira.
Lanzó lo que quedaba por la borda y arrojó luego el muerto al agua, observando cómo se apartaba poco a poco, impelido por la corriente al tiempo que se hundía. Por último, mostró su botín a Niña Carmen que había permanecido en silencio, tan agotada, que ni siquiera podía expresar su entusiasmo por la idea de que pronto iba a comer.
— ¿Lo ves…? — señaló él —. Se acabaron los problemas… Nadie, nunca, podrá acusarnos de antropófagos…
Ella agitó la cabeza:
— No sé qué es peor… — comentó —. Hubiera podido entender que te comieras a ese pobre hombre acuciado por el hambre y la necesidad de conservar la vida… — Hizo una pausa —. ¡Pero eso…! Tener la sangre fría de usarlo como carnada… ¡Es repugnante…! Inhumano, criminal y repugnante…
Oberlus, que había colocado con sumo cuidado dos de los peces aún vivos en un balde con agua de mar, la observó despectivo:
— Nunca aprenderás… — replicó —. Si me hubiera comido a ese tipo, pasado mañana apestaría, tendría que tirar lo que sobrara, y dentro de tres días volveríamos a estar en las mismas: muertos de hambre… — Señaló los peces —. Pero así, cambiándoles el agua a menudo a estos dos, los mantendremos con vida, y dentro de un par de días nos servirán a su vez de carnada para atrapar a otros y reiniciar el proceso… — Abrió las manos con las palmas hacia arriba —. Con lo que aquí llueve y buena pesca, podemos sobrevivir durante meses… — señaló hacia el punto en que el cuerpo del portugués había desaparecido ya bajo la superficie —. ¿ Qué importa que los peces se lo coman de un golpe o empezando por el hígado…?
— ¡Eres un monstruo…!
— ¡Hermosas noticias…!
Con hábiles cortes abrió una pesada corvina, la despojó de la cabeza y las tripas y se la ofreció imitando el gesto servicial de un camarero:
— ¡Come…! — ordenó —. Mastica despacio, y trágate el jugo si de momento no puedes con la carne… Recupera fuerzas, porque fuerza es lo único que necesitamos ya… — Hizo un gesto hacia proa —. Aunque desvaríes y te cueste creerlo, ahí enfrente, al Este, lo quieras o no, se encuentra el Continente, y aunque ahora tenga que remar yo solo, pienso llegar.
Había abierto otra corvina y tomando un grueso pedazo de carne, blanca, dura y palpitante, se la metió en la boca y comenzó a masticar con la concentración y el interés de quien abriga la absoluta conciencia de que está cumpliendo con un rito del que depende su vida.
La ballenera, entretanto, derivaba muy despacio hacia el noroeste, pero Oberlus lo sabía y no parecía darle importancia porque cuando recobrase fuerzas, tomaría los remos de nuevo y recuperaría el espacio perdido para continuar bogando incansable hasta alcanzar las ansiadas costas de Perú.
Por muy lejos que se las llevaran; por muchas trampas que trataran de hacerle los dioses del Olimpo, y más que se le opusieran, ni siquiera los dioses podían cambiar de lugar los continentes, y él, Oberlus, la Iguana , vencería.
Era ya cuestión de tenacidad y tiempo, y ésas eran cosas que a Oberlus le sobraban.
Durmió toda la noche sin necesidad de que él la encadenara, puesto que parecía convencido de que Niña Carmen sola no se atrevería a atentar contra su vida, consciente como estaba de que Oberlus era el único ser humano de este mundo capaz de sacarla de aquel quieto mar infinito y conducirla, sana y salva, hasta la costa.
Hora tras hora, desde el oscurecer al alba, se escuchó, monótono, el golpear de los remos entrando y saliendo del agua, como si una máquina se hubiese aferrado a ellos y nada ni nadie conociera una fórmula capaz de detenerla.
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