Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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¿A qué se debía tanta prisa, cuando la lucha no había hecho mas que comenzar?

Necesitó dos largas horas de meditación en las que se esforzó por colocarse en el lugar de cazadores a la búsqueda de una fórmula que obligara a mostrarse a alguien que se escondiera en aquella isla, hasta recordar una frase que él mismo había dicho cuando empleó casi diez días en localizar al portugués Gamboa:

«Si tuviera un buen perro lo haría salir de su agujero…»

¡Perros…!

Tuvo miedo.

El círculo se cerraba, y resultaba estúpido obcecarse en el convencimiento de que podría mantenerse oculto para siempre.

Había llegado la hora de moverse, y se movió.

Aguardó a que descendiera la marea, y cuando se encontraba en su punto más bajo, se introdujo en el agua, avanzó cinco metros, y en el lugar exacto en que la había hundido más de un año antes, tropezó con la ballenera del María Alejandra.

Extrajo del interior, uno por uno, los pesados pedruscos, y cuando la embarcación afloró apenas achicó el agua con ayuda de un cubo.

Aún anegada, la empujó a tierra ayudándose con la llegada de la nueva marea, y una vez en seco concluyó de vaciarla. Algunas cuadernas y tablas se habían hinchado, desclavándose y haciendo que el agua penetrara por las junturas, pero pudo arreglárselas para alcanzar remando la ensenada y vararla en la arena.

Hizo venir entonces a sus cautivos que la voltearon, consiguiendo que el agua escurriese por completo, por lo que los envió mas tarde a buscar leña y matojos con que alimentar un gran fuego.

En el mayor de los calderos de que disponía amontonó algas rojas, peces, moluscos e incluso huesos y hojas de cactus, permitiendo que el extraño y pestilente mejunje hirviera durante horas, mientras se aplicaba a la tarea de clavar de nuevo las tablas y calafatear las junturas, utilizando para tal menester largas tiras del hermoso vestido gris perla de Niña Carmen .

Ésta, que lo observaba trabajar ansiosamente, como atacado de una extraña fiebre, inquirió:

— ¿Qué ocurre…? ¿Para qué quieres esa barca…?

— Para irnos… — replicó sin mirarla.

— ¿Adónde…?

— Al Continente.

— ¿Al Continente…? — replicó ella, balbuceando asombrada, y cuando pareció recuperar su capacidad de raciocinio, inquirió despectiva —. ¿Acaso tienes una idea de a qué distancia se encuentra el Continente…?

— A setecientas millas.

— ¿Y piensas recorrer setecientas millas en eso…?

— No tengo otro medio…

— Pero en esa zona las corrientes son siempre contrarias. Y nunca hay viento…

— Lo sé.. Es la región de las grandes calmas.. Pero de poco iba a servirme el viento, pues no tengo vela.

— ¿Cómo piensas llegar entonces…?

— Remando.

Anonadada, Niña Carmen se dejó caer sobre una piedra tomando asiento como si le resultase imposible mantenerse en pie tras escuchar lo que le acababan de decir. Su asombro iba en aumento aunque creía haber agotado ya, tiempo atrás, toda su ingente capacidad de asombrarse. Al fin musitó, más para ella misma que para Oberlus.

— Remando durante setecientas millas en una barca de ocho metros y contra la corriente… ¡Tú estás loco…!

La Iguana se detuvo de nuevo en su tarea y con un gesto señaló hacia los hombres que buscaban combustible a cierta distancia:

— Ellos remarán — afirmó —. Y te aseguro que, por la cuenta que les trae, nos llevarán al Continente…

— ¿«Nos llevarán…»? — repitió ella alarmada —. No cuentes conmigo… No pienso subirme a esa barca e intentar una absurda aventura en mar abierto…

Oberlus la observó con una mirada fría e insensible, absolutamente deshumanizada.

— Como comprenderás… — comenzó —. No pienso dejar a nadie aquí para que le cuente a los que vuelvan que me encuentro indefenso en una barca y vayan a buscarme… — Hizo una pausa —. Así que elige entre acompañarnos, o empezar a rezar, porque antes de partir pienso pegarte un tiro.

Ella le observó a su vez, con fijeza, y concluyó por asentir convencida:

— Sé que lo harías… — admitió —. Me violarías por última vez, para pegarme un tiro luego y largarte tan fresco…

— Tú lo has dicho… — recalcó Oberlus —. Así que decídete pronto, y si te apetece venir comienza a reunir iguanas, tortugas, palomas, huevos y todo aquello que resulte comestible… — Señaló a Knut —. Que el tonto te ayude a vaciar las barricas de ron de la cueva y llénalas de agua… Aprovecha hasta la última gota que encuentres, porque la travesía será larga y por esta zona aún no es tiempo de lluvias…

— ¡Estás loco…! — repitió ella una vez más absolutamente, segura de lo que decía —. ¡Completa y rematadamente loco…!

— Loco estaría si me quedara aquí y permitiera que me cazaran para exhibirme luego como una atracción de feria por feo y asesino, antes de colgarme… — se diría que hablaba de algo intrascendente que no le afectaba en absoluto —. Volveré al mar, que nunca me ha fallado, y si también allí me acosan, siempre conservo la oportunidad de dejarme ir al fondo con un pedazo de cadena al cuello… — su tono de voz cambió y se hizo más ronco al añadir —: Porque te juro que nadie, nunca, volverá a ponerme la mano encima… ¡Nunca!

Con la pasta, espesa y maloliente del caldero, embreó la embarcación, introduciéndola entre las junturas y cubriéndola con tres capas sucesivas, por dentro y por fuera, obteniendo, de ese modo, una impermeabilidad a toda prueba.

Alzó luego, de proa a popa, una especie de toldo bajo entretejido de cañas y ramas que protegía perfectamente del sol, y concluyó por sustituir los dos últimos bancos por la cama que había obligado a traer a Souza y Ferreira desde la cueva del acantilado.

Cargaron la comida, el agua, las armas y el pesado saco que contenía las joyas y el dinero que había encontrado a bordo del Madeleine , el María Alejandra y el Río Branco , y con la caída de la tarde todo estuvo dispuesto para la partida aunque, con anterioridad, Oberlus tuvo que hacer frente a una tentativa de rebelión por parte de los cautivos que se negaban a embarcar.

A latigazos y con amenazas de muerte, los encadenó a los bancos, y luego se plantó ante ellos y puntualizó:

— La cosa está clara… — dijo, y su tono no dejaba resquicio alguno a apelación posible —. Si alcanzamos tierra firme, ya no os necesito y podréis volver a vuestras casas… Si no la alcanzamos será únicamente porque todos habremos ido a parar al fondo del mar… Así que preparaos a remar, porque, además, al que no reme, le cortaré los pies y los cojones antes de echarlo a los peces.

Comenzaron a remar, por tanto, descansando siempre uno de ellos alternativamente, muy despacio, pues Oberlus sabía que no podía fatigarlos en exceso, pero sabía también que, cuando dejaran de bogar, la corriente que llegaba del Continente, les haría perder, de inmediato, el terreno ganado.

Colocó ante sí una brújula que había pertenecido al Río Branco , ordenó a Niña Carmen que se acomodara en proa hasta que sintiera deseos de dormir, y mientras se alejaban, se volvió a contemplar, recortado contra el horizonte, el islote de Hood su «reino», el único lugar del mundo en el que se había sentido libre, y en el que había visto transcurrir los mejores años de su vida.

Tenía plena conciencia que, desde el momento en que pusiera pie en el Continente, si es que alguna vez llegaba a pisarlo, se convertiría de nuevo en Oberlus, la Iguana , el monstruoso hijo del Averno del que todos hacían burla y a todos repelía, y al que muy pronto, además, comenzarían a buscar las justicias de todos los países.

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