Niña Carmen acarició con ternura el abultado vientre que parecía ya a punto de reventar.
— Mi hijo me hará cambiar… — aseguró —. Será un hermoso niño, y tendré a quién dedicar mi vida… Cuando una mujer tiene un hijo olvida sus fantasías.
Él la observó largamente. Al fin negó:
— Tú no… A ti nadie te hará olvidar… Así naciste, y así morirás…
Los dolores comenzaron a media tarde, y gritó durante horas, sudando y retorciéndose, llorando, rezando e insultando al «maldito monstruo repelente que le había hecho concebir otro monstruo que pretendía matarla desde dentro».
La Iguana Oberlus guardaba silencio, a la espera, procurando recordar las instrucciones que había recibido, y tratando de no pensar en el hecho de que había llegado la hora y muy pronto tendría que tomar la decisión más importante de su vida.
La criatura que iba a nacer era su hijo; lo único que podía considerar auténticamente suyo en esta vida, y el único recuerdo, también, que dejaría al mundo el día en que muriera, pero aun así, confiaba en tener valor para arrojarlo al precipicio, antes siquiera de que comenzara a llorar, si es que llegaba a la conclusión de que habían engendrado un nuevo Oberlus.
Había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, e incluso hubo un momento — antes del incidente con el barco inglés — en que abrigó la esperanza de que tal vez el niño podría vivir en una isla donde no había espejos y donde nadie se atrevería a decirle nunca cómo era su rostro.
Sería «su hijo», su heredero, «Rey de Hood» y de todos sus esclavos y riquezas, educado por su padre en el convencimiento de que ellos dos tenían razón y eran perfectos, y como tenían también la fuerza, el resto de los humanos debían servirles y obedecerles.
Pero ya incluso ese sueño era imposible, y si nacía contrahecha, la criatura estaba condenada a seguir sus huellas, no como príncipe heredero de una isla, sino como la más aborrecida de las criaturas vivientes.
Recordó su niñez y comprendió que él, menos que nadie, tenía derecho a hacer pasar a un ser humano por un calvario semejante al que había padecido en aquellos años. La vida no era algo tan valioso como para tener que pagarla a tan alto precio, sobre todo cuando aún no se conocía y no se tenía, como él, rabia por vivirla y ansia de venganza.
El niño pasaría en un instante del caliente vientre de su madre a un tibio mar en el que se hundiría eternamente sin conciencia siquiera de que había llegado a respirar.
De la nada a la nada, ahorrándose al propio tiempo un larguísimo viaje a través del dolor para alcanzar, a la postre, el mismo punto.
¿Qué significado tenía aceptar de antemano un calvario tan amargo como el suyo, cuando se abrigaba el absoluto convencimiento de que no existía un más allá después de la muerte que compensara por tan terrible cúmulo de padecimientos?
Él, Oberlus, la Iguana , el hijo del Averno, la bestia hedionda de la que todos renegaban, «sabía» que no había Dios, ni Cielo, ni Infierno que justificasen una sola lágrima de su hijo, y por lo tanto él, Oberlus, la Iguana , se arrogaba el derecho a evitarle tan gratuitos sufrimientos.
Los gritos aumentaron.
Las lamparillas de aceite parecieron titilar con más fuerza.
El agua hirvió sobre el fuego que, en un rincón, contribuía a iluminar más fantasmagóricamente aún la estancia.
Niña Carmen se aferró a los barrotes de la cama, y empujó con fuerza.
La Iguana Oberlus permaneció a la espera, siempre en silencio.
Llegó el alba.
Nació el niño.
Niña Carmen dejó de gritar y cerró los ojos exhausta.
La Iguana Oberlus cortó el cordón umbilical, tomó a la criatura en brazos, y la envolvió en un paño limpio.
Luego, muy despacio, la aproximó a la luz y la estudió con detenimiento.
Niña Carmen abrió los ojos y le miró ansiosa.
La Iguana Oberlus se aproximó a la entrada de la cueva y arrojó al recién nacido al espacio, observando cómo iba a chocar, con un golpe seco, contra la superficie de un mar gris, acerado y tranquilo, sobre el que comenzaban a revolotear, con la primera claridad del día, rabihorcados, alcatraces, albatros y gaviotas.
— Yo quería verlo.
— No te hubiera gustado.
— Era mi hijo.
— Y mío también. Te advertí que lo haría, y lo hice… Sus problemas ya han acabado.
— Nadie tiene derecho a disponer así de la vida de otro.
La observó con el ceño fruncido:
— Yo lo tengo… — aseguró —. En la antigua Grecia los espartanos arrojaban al abismo a los niños defectuosos… Muchos animales los matan también… Sólo nuestra especie se complace en dejarlos vivir para destruirlos luego poco a poco… Tengo ese derecho… — repitió —. Y no me arrepiento de haberlo ejercido.
— Pero yo necesitaba verlo… — insistió ella —. ¿Cómo puedo tener la seguridad de que no era normal…?
— ¿Por qué tendría que haberle matado en ese caso…?
— Porque no lo querías… porque un niño complica las cosas… porque tal vez me hubiera hecho diferente y tú no deseas que yo sea diferente… — se encogió de hombros —. Porque te gusta matar… ¡Hay tantas razones…!
Oberlus se encogió a su vez de hombros, pero ahora mucho más abiertamente, y su indiferencia parecía sincera:
— Puedes pensar lo que quieras… — dijo —. Me tiene sin cuidado… Ya está muerto, nadie va a resucitarlo, y no hay que darle más vueltas al asunto… Es mejor así. Mejor para todos.
Ella tardó en responder, y cuando lo hizo, dejó caer muy despacio las palabras.
— Nunca te lo perdonaré… — dijo.
Él la observó en silencio, meditabundo, y por último hizo un gesto de impotencia, alzando las manos como si una vez más se enfrentase a algo que estaba por completo fuera de su alcance:
— ¿Qué puede importarme un enemigo más o menos…? — inquirió —. Estoy acostumbrado a ellos desde siempre… Y recuerda: tal vez hubo un momento en que te quise, fui blando contigo y abrigué la esperanza de que tal vez mi suerte cambiaba y había encontrado una mujer que compartiría mi perra vida… Pero eso quedó atrás.
— ¿Me estás amenazando?
— Sí… — la afirmación fue rotunda —. Ya no eres para mí alguien a quien se puede amar, o la futura madre de mi hijo… Eres mi esclava, una cosa, y como te advertí en su día, tus obligaciones son mantener esto limpio, darme de comer, y abrir las piernas cuando te lo ordene… — señaló hacia afuera, hacia el abismo — Y si me fastidias, te juro que seguirás el camino de tu hijo.
Carmen de Ibarra — ¡qué absurdo que alguien la hubiera llamado Niña Carmen en algún tiempo! — nada dijo, porque abrigaba la seguridad de que él hablaba, como siempre, en serio. La tregua, si es que en algún momento llegó a existir esa tregua había concluido, y sintiéndose como se sentía, nervioso y acosado, la Iguana Oberlus no se lo pensaría mucho a la hora de lanzarla al abismo si se le antojaba hacerlo.
Si en alguna ocasión llegó a imaginar que lo había dominado, al igual que había dominado a tantos otros, aquella circunstancia había cambiado, y ahora, ni el vestido gris perla con encajes negros ni todas sus astucias femeninas, le valdrían frente a un ser que se había convertido nuevamente en lo que siempre fue: una bestia de agudísima inteligencia y corazón de hielo.
Una bestia que además, y en una perfecta demostración de refinado sadismo, ya ni siquiera se mostraba brutal y tiránico con ella y no la violaba maltratándola como antaño, sino que se limitaba a poseerla con la cansada autoridad del severo marido que exige sus derechos a la hora de regresar a casa fatigado tras una dura jornada de trabajo.
Читать дальше