Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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— ¡Pues búsquelo, por todos los demonios! — aulló Lazemby —. No voy a permitir que nadie cometa un asesinato en mi presencia y permanezca impune… — hizo una pausa —. Y por lo que parece, no debe de ser ése su único crimen… Dos cadáveres, huellas de gente, restos de naufragios… — se puso en pie fuera de sí —. Quiero saber qué diablos ha ocurrido en esta maldita isla… ¡Andando! ¡A buscar!

Excepto los cocineros, hasta el último hombre del Adventurer tuvo que desembarcar y contribuir a la búsqueda. Las lanchas circunnavegaron la isla, los mejores nadadores bucearon para intentar rescatar el cuerpo de Mendoza, y los artilleros volaron con pólvora aquellas rocas que pudieran ocultar la entrada a una cueva, pero no hubo forma humana de dar con el rastro del fugitivo, pese a que el capitán Lazemby juró y perjuró que nadie probaría bocado ni bebería un sorbo de agua hasta que se lo entregaran vivo o muerto.

Apenas hubo disparado sobre el chileno y le vio precipitarse al mar, la Iguana Oberlus corrió a reunir a los restantes cautivos, los condujo por escondidos vericuetos hasta la cumbre de la isla, y los obligó a descender a la cueva del acantilado, pese a que existía el riesgo de que se precipitaran al abismo al encontrarse con los pies encadenados.

Cuando los tuvo a salvo, atados y amordazados, trepó de nuevo y borró a conciencia las huellas que conducían al punto por el que se descendía a su refugio. Disimuló con piedras e incluso con nidos los peldaños tallados en la roca, y cerró luego a cal y canto la angosta entrada que conducía a la cueva, concluyendo su tarea cuando se escuchaban ya las voces de los marinos que alcanzaban la cima, a diez metros sobre su cabeza.

A la difusa luz que penetraba a través de las oquedades de las paredes, tomó asiento en su sillón, encendió su cachimba, y se dispuso a esperar con los ojos fijos en Niña Carmen , que aparecía sentada en la cama, muda e impasible, con las manos suavemente colocadas sobre su abultado vientre.

Al fin, tras un pesado silencio que casi llegó a hacerse angustioso, ella señaló hacia lo alto e inquirió:

— ¿Quiénes son…?

— Ingleses… Un buque de guerra inglés… Últimamente están en todas partes…

— ¿Muchos…?

— Calculo que unos cien… Pero no nos encontrarán.

— Los ingleses son porfiados.

Oberlus se encogió de hombros y con un ademán señaló a su alrededor:

— Podemos sobrevivir seis meses aquí… — indicó a sus espaldas —. Y si nos descubrieran, por ese hueco no podrían entrar más que de uno en uno… No tengas miedo. Niña Carmen no hizo comentario alguno, porque jamás se le había pasado por la mente tener miedo a los ingleses. Todo su miedo se concentraba en el hecho de que, dentro de dos meses, tendría que dar a luz a un hijo en el interior de aquella gruta sin más ayuda que la que le pudiera prestar la bestia humana que se sentaba frente a ella.

Hacía ya mucho tiempo que no salía de la cueva, no sólo por el hecho de que apenas cabía ya por la entrada, sino, sobre todo, porque no se encontraba con ánimos para trepar por la pared del acantilado, y permanecía por lo tanto allí, como una abeja reina encerrada en su colmena, aguardando a que la criatura que ya pateaba con fuerza en su interior, se decidiera a salir.

Disponía de largas horas por tanto para reflexionar en torno a sí misma y a su hijo, preguntándose una y mil veces si, como quería creer, nacería normal o por el contrario se parecería a su padre.

Se sorprendía a sí misma a veces observando con atención el rostro de la Iguana Oberlus , tratando de averiguar si su espantosa deformidad se debía tan sólo a un simple problema de gestación, o se trataba más bien de una tara hereditaria que el niño recibiría también.

Amaba aquel niño.

Aun siendo hijo de quien era y sintiéndose angustiada por el hecho de que pudiera nacer contrahecho y repelente, lo amaba con una dulce ternura de la que ella misma era la primera en sorprenderse.

Se preguntaba también, a menudo, qué habría sido de su vida — y la de tantos otros — si Rodrigo hubiera sido capaz de hacerle engendrar un hijo durante aquellos maravillosos años del Cotopaxi. Tal vez un niño hubiera calmado sus ansias de libertad — de cautiverio — y al sentirse atada a él, sus inquietudes y fantasías nunca hubieran hecho crisis. Sería entonces en aquellos momentos una feliz madre de familia que tal vez estuviera aguardando un nuevo parto sentada frente a la cristalera que se abría al volcán en el hermoso y acogedor salón de la hacienda.

— ¿Cuánto tiempo había pasado?

Ocho años, no más, y, sin embargo, a menudo se le antojaba que habían sido mil, tan repleta estaba su mente de recuerdos prodigiosos. Ocho años de amarguras y desgracias que ella misma se había complacido en derramar sobre su propia cabeza; ocho años de huir desesperadamente de la felicidad que una y otra vez se le ofrecía, para ir a arrojarse en brazos del mal en las más abominables de sus formas.

Y ahora estaba allí, sentada en una vieja cama, en el centro de una inmensa gruta, contemplando a tres encadenados tumbados en el piso, dos de los cuales se habían orinado ya en los pantalones, y observando a un engendro que fumaba mientras se sumergía en la lectura de un cien veces leído ejemplar de La Odisea .

Como si presintiera que le estaba mirando, Oberlus alzó el rostro y la miró a su vez.

Permanecieron así un largo rato, en silencio, hasta que él indicó con la cabeza su abultado vientre:

— ¿Sigue moviéndose…? — inquirió.

— A ratos.

— ¿Cuándo nacerá…?

— No lo sé. En esta isla y esta cueva se pierde incluso la noción del tiempo… Tal vez falten dos meses… — hizo una pausa —. Tampoco tengo demasiado interés en que nazca… — añadió —. Mientras continúe en mi interior conservo la esperanza de que sea un niño normal… Un hermoso niño.

— ¿Tan pronto has perdido la fe…? Al principio estabas convencida de que lo sería. No obtuvo respuesta, y al rato, al advertir cómo se acariciaba el vientre, Oberlus inquirió de nuevo:

— ¿Serías capaz de conservarlo aun siendo un monstruo…? Ella le miró a los ojos y fue sincera al negar:

— No lo sé… — admitió —. Cada día me lo pregunto, y aun no tengo respuesta…

— Yo sí que la tengo… — señaló él —. Harías lo mismo que hizo mi madre: amamantarle hasta que pudiera valerse por sí mismo, y abandonarle luego, asqueada… No te imagino paseando con un pequeño monstruo cogido de la mano…

— Sería mi hijo…

— No… — puntualizó Oberlus —. Sería «mi hijo»… Al verle, tan horrendo, echarías sobre mí todas las culpas de haberle traído al mundo, ya que fui yo quien te forzó… Se te olvidaría lo mucho que has disfrutado a veces, y que quizá fue en una de esas ocasiones cuando lo concebiste… — cerró el libro y lo dejó sobre la mesa —. Te lo dije y te lo repito para que no haya lugar a dudas: si se parece a mí, lo mejor para él y para todos será tirarlo al mar…

Niña Carmen fue a decir algo, pero una brusca patada de la criatura le obligó a contraer e; rostro en un leve gesto de dolor. Se frotó el punto maltratado y sonrió levemente:

— Es fuerte… — dijo —. De eso no hay duda…

— Debe de ser chico… — rió Oberlus con aquella risa suya, tan espantosa, en la que siempre mostraba los carcomidos dientes —. ¿Imaginas que, además de parecerse a mí, naciera niña…?

Ella le fulminó con una severa mirada.

— No le veo la gracia… — señaló.

— Pues a mí me parece que la tiene… — argumentó él —. Piensa en una mujer que sacara tus piernas, tu cintura; ese pecho erecto y ese culo increíble y a la que, sobre todo eso, le colocaran una cara como la mía… ¡Resultaría glorioso…!

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